Al embarazo de María Ruth Colombi le faltaban dos o tres meses para completar el ciclo natural. La primogénita Graciana daba sus últimas brazadas in utero cuando una patota parapolicial de la dictadura operativa en la ciudad de Mendoza entró al departamento donde la mujer se preparaba para cocinar una tortilla de papas. Los matones traían un nombre en un papel: Eduardo Peñafort, veintipocos años, hijo de un ex intendente del pueblo Lavalle, maestro rural y profesor de Filosofía en un colegio católico tradicional, militante peronista, muy cercano a los curas tercermundistas que trabajaban en los barrios pobres de la capital cuyana.
Eran los últimos meses del 76. La dictadura de Jorge Rafael Videla expandía los secuestros y las desapariciones a cuadros de militancia de base, no ya -solamente- a los referentes de las agrupaciones consideradas subversivas. Desaparecían pibes y pibas de a decenas cada día. En su docencia y como militante Eduardo era uno más entre tantos jóvenes que ayudaban a los demás a pensar las complejidades del mundo, algo que estaba muy mal visto por aquel gobierno.
El hombre buscado no iba a aparecer por su casa. Los milicos lo esperaron casi diez horas. No lo vieron pasar por la vereda ni notaron que Eduardo había podido leer en ese interín el código que tenía con su esposa: mientras uno de los dos estuviera en la calle, la luz del baño -que se veía desde afuera- debía estar encendida de noche, señal de que se podía entrar al hogar con tranquilidad.
Cuando entraron al departamento, los parapolicías ataron a la embarazada a una silla, la apretaron a preguntas y amenazas, revolvieron todo, esperaron e incluso, recuerda Ruth con mucho rencor, se comieron el chorizo colorado destinado a enaltecer la tortilla. Uno de ellos, al salir del baño, apagó la luz.
Eduardo nunca llegó y los mafiosos se fueron. Alguien, entre muchos de los compañeros peronistas, había cantado su nombre. Ruth pudo desatarse y salió desesperada hasta un teléfono público. Le pidió ayuda a su padre, que vivía en San Juan. Era un contador importante y con un par de llamados de alto rango pudo garantizarles a su hija embarazada y sobre todo al marido que, a cambio de no meterse en problemas, vivirían tranquilos una nueva vida la provincia vecina.
Ruth, que había conocido a Eduardo en una asamblea universitaria y lo había cautivado con sus ojos verdes y sus zapatos de cocodrilo, eligió quedarse a terminar la residencia de la carrera de Psiquiatría con Graciana en su vientre. Su marido cruzó la frontera provincial. En diciembre de ese año finalmente llegó, entre el terror y la alegría, la primera de los que con el tiempo serían cuatro hijos.
La llamaron Graciana por el personaje de una obra de teatro de Leopoldo Marechal, “Las tres caras de Venus”, una mujer hermosa pero sometida al machismo de su marido, un científico que cree que puede moldear su personalidad con experimentos. Graciana, el personaje, finalmente se rebela ante la opresión del hombre de la casa.
Con ese destino impreso en su DNI creció en este mundo la niña Peñafort, signada por enfermedades, silencios, una inteligencia fuera de lo común y compulsiones varias. Con una personalidad avasallante que moldeó a lo largo de su vida -dedicada especialmente a la lectura- antes de cumplir los 36 Peñafort alcanzó el centro de la agenda política nacional por sus destrezas técnicas como abogada en el diseño de la ley de medios y luego ya como defensora de Cristina Fernández, su amigo Héctor Timerman o Amado Boudou en causas muy sensibles.
Año 2023 y Graciana Irma Ruth Peñafort Colombi, ya con 46 años, finalmente es una ficha en la partida electoral: ocupa el puesto 8 en la lista de candidatos a legisladores en la Ciudad de Buenos Aires por la versión porteña de Unión por la Patria y mientras cumple con su función como Directora General de Asuntos Jurídicos del Senado de la Nación debuta en el trajín de la campaña, es decir, habla por radio, tv, streaming, da notas a diarios y portales, participa de actos y reuniones, una intensidad social impensada para la niña tímida que vivió prácticamente encerrada en sus libros y que, más grande, creía que se iba a conformar con una vida dedicada a leer libros, dar clases y criar muchos perros. Pero no.
“A veces me agota y me da miedo la presión, defraudar al que te vota. Pero cuando llegué a Buenos Aires trabajaba todo el día y mi paseo era ir de noche a comprar libros a la avenida Corrientes. Ahora veo la cantidad de gente que duerme en la calle en Corrientes y es terrible, creo que la ciudad necesita más humanidad”, recita y expulsa el humo del tabaco que los médicos le recomiendan no consumir, sobre todo después de que el año pasado sufrió un infarto de miocardio y le instalaron un stent en una de sus arterias coronarias.
“Detesto a la muerte, le tengo terror, no tanto a la mía, sino la de las personas que quiero o que admiro, sea Juan Gelman o mi abuela Ruth. Aunque entré al quirófano gritando que tenía 45 años y no me podía morir”, ríe con un cigarrillo entre los dedos.
A sus seis años, una fiebre reumática la obligó a quedarse en su casa, en cama, durante meses. La enfermedad la metió en otra especie de útero, el de una familia obsesionada por la lectura y el desarrollo de la inteligencia y amenazada por el miedo, lo que derivó en una pequeña Graciana sobreprotegida y sobrestimulada: a la edad que muchos chicos todavía no saben escribir, ella se había devorado más libros que los que entraban en el programa de toda la escuela primaria. La incentivaron sus padres, pero sobre todo su abuela materna, profesora de latín y griego. Recuerda a una maestra que le pidió disculpas por interrumpirla para tomarle un examen. La escuela no le costaba pero su inteligencia la alejaba de sus compañeros.
- En la secundaria lo mismo, ya había leído todo, entonces les explicaba a mis compañeros. Mi recuerdo es de mucho ostracismo, sentía que me odiaban por mi inteligencia, hasta que empecé a ayudarlos y me empezaron a querer y me volví popular. Es el origen de mi pasión por la docencia. Escribir y dar clases son las cosas que más me gustan en el mundo.
- Creí haber leído que el Derecho era su pasatiempo favorito.
- Después viene litigar. La abogacía es mi gran amor, me ha hecho llorar tanto como cualquier hombre. Cuando estás explicando en una clase le cambiás la cabeza a un pibe, y cuando ganás un juicio, un poquito cambiás el mundo.
Ruth repite todavía hoy que el primer día sin miedo fue el día que nació Graciana. Más allá del romanticismo de la frase, el terror posterior al allanamiento de la patota de la dictadura quedó como un quiste maligno familiar durante casi 30 años. En la casa de los Peñafort Colombi no se habló más de aquello durante mucho tiempo. Varios de los hermanos de Eduardo se exiliaron en Brasil y en Estados Unidos.
Por eso, el padre sufrió y se enojó cuando Graciana, la hija brillante y excéntrica que a los 7 recitaba de memoria el primer capítulo del Quijote, se metió en la militancia política universitaria mientras el gobierno de Carlos Saúl Menem indultaba y perdonaba a los genocidas que habían querido acabar con él y su familia.
Para ese momento Graciana ya vivía en Córdoba, donde estudiaba Derecho en la universidad pública y se fascinaba porque “subía y bajaba por la misma escalera que 150 años antes caminó Dalmacio Vélez Sarsfield”, el creador del Código Civil argentino que tuvo vigencia hasta 2015. En el Centro de Estudiantes arrancó a hacer política. Se hizo cargo de organizar los pedidos de pases y equivalencias de alumnos como ella que venían de otras universidades. Implicaba gestionar con otros sectores de la burocracia universitaria y eso le salía muy bien. Así, con el hecho de ayudar a los demás, Graciana combatía su tendencia a encerrarse en sus libros y sus perros.
Pero Eduardo Peñafort había perdido el control sobre su hija protegida. Sin embargo, él mismo era responsable de esa criatura avasallante porque fue quien le sugirió que no estudie Filosofía y Letras, sino que apunte al Derecho. “El veía que esa carrera podía sacarme de la soledad en la que me metía porque me obligaba a socializar”, cuenta Graciana, pegada a una estufa eléctrica en su despacho del Anexo del Senado, custodiada por un mini enano de jardín, una taza con la silueta de Cristina y un Perón versión mamushka.
En Córdoba militó contra la ley federal de educación y empezó a ver que Menem no era solo el Presidente que le había permitido conocer el mar a los 14 y viajar en avión por primera vez. “Lo voté. Pero después vino la parte horrible del menemismo. Los papás de mis amigos se empezaron a quedar sin trabajo, agarraban los retiros voluntarios y se ponían negocios que no funcionaban”, cuenta y describe una escena que no olvida: “Para mí el menemismo es esta imagen: el papá de una amiga sentado en la cocina con el mate sobre el mantel de hule después de la cena, apenas iluminado por la luz de la tele encendida, deprimido. Eso es la síntesis de esa época. Fue dramático”.
En su casa también había problemas. Sus padres tenían los sueldos de docentes congelados, a su abuela no le alcanzaba la jubilación, empezaron las dificultades económicas. Y el 2001. El estallido la agarró desempleada y repartiendo bolsones de comida en los barrios pobres de la capital cordobesa. “Me autoconvertí en una asesora. Tenía que sobrevivir y me fui a ofrecer a legisladores cordobeses para escribirles los proyectos de ley”, explica.
Mientras tanto estallaba todo. “Ese 19 de diciembre yo rendía Derecho ambiental, estudiaba sobre un sillón tapizado de verde y miraba en la tele y por la ventana el lío en la calle y tuve esta certeza: el mundo que conocía hasta ese día se acababa. No tenía pena, era un mundo del orto, yo no tenía plata, era todo horrible, pero tenía la certeza de que eso se terminaba y la intriga de qué iba a venir, y qué sería de mí”, narra.
¿Qué fue de Graciana Peñafort? “Nunca imaginé que la política iba a ser mi habitualidad”, admite. En Córdoba conoció a Juan Carlos Pezoa, que la llevó a trabajar a la Fundación para la Integración Federal (Funif) y luego a Buenos Aires para en las cuestiones regulatorias del Enargas. Cuando a Pezoa le tocó asumir en la secretaría de Hacienda nacional, Graciana le dijo que no lo acompañaría y el funcionario se la recomendó a Gabriel Mariotto, que necesitaba cerebros frescos en la Afsca para darle forma a la ley de medios. Poco después, en agosto de 2013, a Peñafort la conoció el país: fue cuando tuvo que defender esa legislación en una audiencia ante la Corte Suprema televisada en vivo.
- Si alguna vez sentí que estábamos cambiando el mundo fue con la ley de medios. No lo había logrado nadie. Estuve dos noches sin dormir en la oficina de Pichetto controlando los discursos, chequeando que no hubiera errores y finalmente se votó de madrugada y a mano alzada. Llegué a cualquier hora a mi casa. Me prendí un cigarrillo y pensé: es lo máximo que hice en mi vida, pero tengo 36 años, ¿ahora qué hago?
Poco después empezó a defender al ex canciller Héctor Timerman en la causa del Memorándum con Irán. Durante el proceso, el acusado murió agobiado por un cáncer feroz. No llegó a ver cómo, años después, la Justicia lo sobreseyó por inexistencia de delito junto a Cristina Fernández de Kirchner y otros imputados. A Graciana se le caen varias lágrimas y toma gaseosa para poder seguir.
- Mi máximo orgullo es haber conseguido la absolución post mortem de Timerman. Todos me dijeron que no lo iba a conseguir, pero mi padre dice que ni en su etapa de maestro rural ha conocido una mula más terca que yo.
En 2016 conoció personalmente a Cristina Fernández. La ex senadora Teresa García le pasó un llamado de la ex presidenta, que le consultaba sobre la presentación de una cautelar. Mauricio Macri empezaba su gobierno y el kirchnerismo se sentía perseguido. “Al poquito tiempo viajé a Río Gallegos a verla. Mi entrada a su casa fue gloriosa. Me saqué el tapado con mucha brutalidad y tiré una estatua de alambre que había hecho Florencia. ‘Si se rompió Flor me mata’, me dijo, pero no se rompió”, ríe.
Graciana se sintió kirchnerista desde el discurso de asunción, aquel en el que el patagónico dijo que no pensaba dejar sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada. “Me cautivó sobre todo que al salir a saludar a la Plaza se hubiera golpeado con la cámara de un fotógrafo. De pronto el Presidente ya no era un tipo lejano, ¡era alguien torpe como yo!”, exclama.
Pero no parece solo eso. La aparición política de los Kirchner fue aire nuevo para la familia Peñafort Colombi. Como abrir una ventana en un lugar cerrado durante décadas: “Cuando Néstor descolgó el cuadro de Videla en la ESMA sentí que lo que era un secreto en mi familia ya no lo era más. Y fue así, recién ahí, cuando volvieron los juicios, que pude hablar con mi papá de mi militancia y de lo que pasó en 1976. Se bajó el cuadro y se levantó la veda”, relata.
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