La «victimología», considerada por la célebre victimóloga Micheline Baril como el discurso estructurado sobre las víctimas y las victimizaciones, aún no ha logrado el estatus universal de ciencia, así como tampoco de disciplina. Por consiguiente, no sin cierto conformismo, se la circunscribe a un simple discurso científico multidisciplinario, es decir, filosófico, sociológico, médico, jurídico (Lopez, 2004:963). La victimología tampoco logró ser definida en torno a su objeto de estudio, dado que, para poder ser reconocida como un campo consagrado al estudio de las víctimas y de las victimizaciones, se necesitaría una definición aceptable, o por lo menos consensuada, del concepto de víctima. Sin embargo, este último sigue siendo objeto, en la actualidad, de varias confrontaciones teóricas y da lugar a notorias confusiones semánticas (Cario, 2006).
A pesar de ser una disciplina inexistente con un objeto incierto, la «victimología» tiene una historia propia. Nacida oficialmente a fines de la Segunda Guerra Mundial, existe un cierto consenso de que su evolución se divide tradicionalmente en dos grandes períodos. El primero, que abarca de la década de 1940 a la de 1970 aproximadamente, es tristemente célebre por tratarse de una época de descubrimientos que trajeron aparejada una serie de teorías instintivas, la mayoría de las cuales apuntaba directamente a la culpa de las víctimas. Al descubrir las primeras teorías criminológicas e intentar darle un nuevo sentido a la pena (cabe recordar que la pena de muerte se encontraba vigente en todo el hemisferio occidental), los investigadores analizaban no solo la participación del agresor, sino también la de la víctima en el paso al delito. En aquella época, se examinaba a la víctima en cuanto a sus actitudes provocadoras, torpes o ignorantes. Incluso, a menudo se le reprochaban sus actitudes defensivas que, en lugar de protegerla, generalmente tendían a empeorar la situación.
El segundo período de construcción de la victimología nace en la década de 1970. Al calor de una época de grandes reivindicaciones sociales de todo tipo y de un nuevo contexto económico y político, las primeras agrupaciones de víctimas o de voluntarios preocupados por la situación de estas personas tratan de acabar de una vez con la corriente de la «primera victimología». Los movimientos feministas y las reivindicaciones de los grupos minoritarios acompañan el desarrollo de los primeros reclamos victimológicos. Este movimiento generalizado dará lugar al reconocimiento del padecimiento de las víctimas y a la llegada de un cuantioso número de iniciativas legislativas, que dieron origen a los primeros derechos genuinos. Esta corriente, social y científica al mismo tiempo, empática y militante, seguirá su curso hasta comienzos de los años 2000 y representará el comienzo de la investigación empírica, del cuestionamiento filosófico, del reconocimiento jurídico, de la intervención clínica, cuyo objeto central es la víctima de un delito.
Lejos de conformarse con acompañar el proceso de consolidación de las bases teóricas y empíricas esbozadas en el período de la «segunda victimología», el ingreso al siglo XXI marca el surgimiento de una tercera era respecto de las víctimas: la de la duda. Mientras que algunos insisten en afirmar que las vivencias de las víctimas aún son demasiado ignoradas por consideraciones políticas, científicas o penales (Collard, 1997; Normand y Bisbau, 2004; AQPV, 2008), otros cuestionan su «instrumentalización» (Bruckner, 1995; Garapon, 1996; Erner, 2006; Eliacheff y Soulez Larivière, 2007; Languin y Robert, 2007). La «víctima» ya no es solo una persona que hay que defender a toda costa, sino que parece haberse vuelto una amenaza para el equilibrio de la justicia, una fuente importante de reivindicaciones, un argumento de peso en los discursos mediáticos o políticos, porque se podrían usar los discursos províctimas para reforzar, entre otros, la cultura del control del crimen (Garland, 2001). Incluso los primeros victimólogos critican públicamente el deslizamiento preocupante que, en unos pocos años, transformó la victimología –que antes consistía en un conocimiento científico desapasionado– en un alegato político caído en un sectarismo declarado (Fattah y Mzouji, 2010:49). En la actualidad, simultáneamente con la continuidad del desarrollo de las corrientes de reivindicaciones de las víctimas, propagandistas o militantes, tienen lugar varios debates cada vez más encendidos sobre el fenómeno de la «privatización del proceso penal», de la irrupción masiva de las víctimas en el derecho así como en el debate público, del regreso de la venganza privada, de la sobreutilización –incluso, de la instrumentalización mediática y política– del padecimiento de las personas.
El interés que se les debería prestar a las víctimas en la escena política y filosófica, social, jurídica o científica es variable dado que la definición misma de qué es –o debería ser– una víctima sigue siendo cambiante y, por consiguiente, no obtiene el menor consenso. El ejemplo de los familiares, integrantes del círculo íntimo, de las víctimas de homicidio y su reconocimiento como víctimas demuestra elocuentemente el estado del pensamiento actual, que se ha vuelto, desde hace algunos años, emblemático. Las vivencias y las necesidades de estas víctimas particulares constituyen, asimismo, una verdadera referencia en los debates que se dan en esta «tercera era». Mientras que cotidianamente se habla de sus derechos y de su estatus jurídico, los familiares de las víctimas de homicidio –y/o quienes hablan en su nombre– decidieron, en estos últimos años, tomar por asalto la opinión pública y los medios de comunicación para poner de manifiesto la falta de respuesta estatal que padecen, así como la precariedad de sus derechos, alegando una ausencia flagrante de reconocimiento. Diversos libros y testimonios de familiares tienden a demostrar que el homicidio, más que cualquier otro delito, debe ser considerado como la prueba de una incapacidad general para prevenir la delincuencia, como un indicador de la indiferencia sociopolítica que suscitan las «víctimas», a diferencia de lo que sucede con los «delincuentes». Según las declaraciones de los familiares de las víctimas publicadas en los medios de comunicación, hubiese bastado solo con una mayor vigilancia social o con el despliegue de dispositivos de protección coherentes para que se pudiesen evitar los homicidios o, en su defecto, para que se facilitase el reconocimiento de las personas afectadas. ¿De dónde proviene el sentimiento de los familiares de las víctimas de homicidio de ser apenas considerados, ampliamente ignorados y perfectamente incomprendidos?
Los familiares de las víctimas de homicidio ¿son víctimas como los demás? Esta pregunta ilustra la paradoja que da origen a las «guerras de bandos» entre victimólogos apasionados y críticos convencidos. Para unos, los familiares de las víctimas de homicidio sufren padecimientos inobjetables; por lo tanto, deberían poder ser considerados por parte de las instituciones (políticas, jurídicas, sociales, terapéuticas) con la misma entidad que cualquier otra víctima de un delito. Para otros, es cuestionable darles un estatus jurídico absoluto de víctima sin tomarse un tiempo de reflexión: los familiares de las víctimas de homicidio no fueron objeto de la intención criminal. La cuantía del padecimiento sufrido ¿justificaría, más que el hecho delictivo en sí, que se altere el orden jurídico establecido?
Al convalidar, en la década de 1980, la existencia del campo victimológico en el mundo científico francoparlante, Micheline Baril lo bautiza con una expresión que luego consagrarán los criminólogos y doctrinarios de nuestra época: la victimología se anuncia como el estudio de «la contracara del crimen». Y, justamente porque la victimización de los familiares de las víctimas de homicidio no podrá ser considerada tan fácilmente como «la contracara» del homicidio (Sección 1), y porque los conocimientos victimológicos en la materia tampoco serán suficientes para una comprensión global de la victimización padecida por estas personas (Sección 2), será necesario proceder a la búsqueda de los criterios que permitan definirlos y, posteriormente, comprender y referirse al estatus jurídico que es –o debería ser– el suyo (Sección 3).
Extracto de la “Introducción” del libro Homicidio. El círculo íntimo de las víctimas (Taeda, 2022).
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