Un país más Messi, un país menos Maradona

La Selección Argentina deja una lección imprescindible. Se puede triunfar apelando al talento y al mérito, sin resignar el respeto a las leyes. Es lo que no hace la política, que insiste en el fracaso

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La imagen de Messi sobre el Obelisco, en medio de los festejos (Reuters)
La imagen de Messi sobre el Obelisco, en medio de los festejos (Reuters)

A veces los sueños se cumplen. Y el domingo, con la consagración de la Selección Argentina como campeón mundial de fútbol en Qatar, se cumplió un deseo que compartían millones de personas diferentes alrededor del planeta. Que Lionel Messi obtuviera el único título que le faltaba y que ya nadie discutiera su lugar en la cima del deporte más emocional, el más convocante y el que más seduce a los poderosos.

Lo deseábamos los pasionales ciudadanos de la Argentina, pero también millones de habitantes desde la India a Bangladesh. Lo deseaban los hijos del futbolista David Beckham, los de la actriz Julia Roberts y la cantante Adele. Lo ansiaba con fervor lógico el Emir de Qatar, Tamin bin Hamad Al Thani, quien invirtió más de 10.000 millones de dólares para armar la logística del Mundial.

Tan complacido estaba el Emir de Qatar que le puso a Messi un “beshit” en el momento de alzar la Copa. Una extraña capa de color oscuro que solo utilizan los jerarcas árabes en ocasiones muy especiales, y que elevó al crack argentino a la categoría monárquica de los anfitriones, al menos por el rato en que duró la ceremonia global. Messi lució el atuendo sin preocuparse.

Porque Messi se adapta a las circunstancias de su estrellato mundial, sin arrogarse estatus especial ni montar un acto de protesta por cada detalle que no le guste. Quizás en ese rasgo de su carácter resida el factor de esa idolatría tan extendida. El deportista de elite ha superado los obstáculos hasta convertirse en el mejor de la historia sin vulnerar las reglas. Así lo admiten hasta sus rivales y sus detractores, a los que ahora ha vencido.

Messi es un líder extraño para la Argentina. Es un hombre que no vence a los gritos ni precisa de la prepotencia para imponerse. Se basta con su visión estratégica, su velocidad y su habilidad extremas, aún a los 35 años, cuando el fútbol empieza a mostrarle la frontera de la edad adulta. Todos sus admiradores, y él mismo, sabíamos que este Mundial era el último en óptimas condiciones físicas. Tal vez haya otro, pero para otro Messi.

Es que el Messi campeón de estos tiempos felices nos está acostumbrando a otras prácticas. Ya se había sentado hacía un año en un pasillo del estadio Maracaná para charlar amablemente con Neymar Junior, después de ganarle una final continental a Brasil. No era necesario terminar a las trompadas con el adversario, ni decirle a los periodistas que la tenían adentro. Lo entendimos cuando venció. No lo comprendíamos cuando tocaba la derrota. Y lo tratábamos de pecho frío.

Los argentinos veníamos mal acostumbrados con el pecho caliente de Maradona. Y con Diego se ganaba o se ganaba. Con la genialidad de sus gambetas, o con la mano de Dios si hacía falta. Porque en el fútbol, como en la historia reciente de la Argentina, no nos parecía imprescindible respetar la ley. Por eso, a Diego le perdonábamos los elogios innecesarios a los dictadores, el sexo con las chicas menores de edad o las drogas en medio de un Mundial. Y si lo descubrían, nos consolábamos con aquella mentira de “le cortaron las piernas”. La Argentinidad al palo.

Allí está entonces este Messi que besa la Copa, y la comparte después con el resto del equipo. El mismo que llama a Antonela y a sus tres hijos para disfrutar sentados, relajados en el medio del campo de juego qatarí. Hacía quince minutos nomás corría endemoniado para tratar de ganar el trofeo, que parecía que se le escapaba frente a la resistencia francesa. Pero Messi pasa de la ferocidad del juego a la calma de su familia sin problemas.

El fútbol y la prensa le elogiaron a Messi sus novedosos gestos de rebeldía. El enojo con los árbitros y la leyenda del “qué mirá bobo, rajá pa allá”, que inmortalizaron la televisión y el poder multiplicador de las redes sociales. Casi una ingenuidad al lado de aquellos insultos de Maradona a los italianos que nos silbaron el himno en el Mundial de 1990. “Messi está maradoneando”, exageró Jorge Valdano, después de las reacciones emocionales contra los holandeses. Bienvenido el temperamento, pero fuera la agresividad que nos termine perjudicando en el resultado.

Los campeones mundiales están regresando ahora a la Argentina y se van a encontrar con una sociedad que los recibirá como héroes. Alberto Fernández, Cristina Kirchner, Sergio Massa, cada uno de ellos evalúa en estas horas como aprovechar el efecto de la alegría nacional para quedarse con algún rédito de esta felicidad que solo otorga la ficción hermosa del fútbol. Quizás en la Casa Rosada, quizás en un palco de frente a las multitudes.

Messi, al frente, junto al resto de los jugadores del plantel argentino, tras la consagración en el Mundial de Qatar 2022
Messi, al frente, junto al resto de los jugadores del plantel argentino, tras la consagración en el Mundial de Qatar 2022

Messi y los jugadores de la Selección saben perfectamente que se esconde por debajo de la celebración genuina. La Argentina de la inflación 100% y de la mitad del país pobre que ya registran los estudios oficiales y privados. Desconfían de las ofertas del Gobierno. Forjaron un vínculo exquisito con la mayoría de la sociedad y no quieren deteriorarlo dejándolo a la intemperie de los dirigentes políticos. Ni de oficialistas, ni de opositores. Nadie les ha regalado nada. Ni a Messi, ni a De Paul ni a Lionel Scaloni.

Es que la Selección y Messi han ganado su Mundial en forma legítima. Sin que nadie lo pueda discutir. A veces en el tiempo reglamentario y a veces por penales. A los Países Bajos le dieron diez minutos más para poder empatarnos. Y a los franceses dos penales para dejarnos al borde de un ataque de nervios. Y en las dos ocasiones nos sobrepusimos sin echar todo el esfuerzo por la borda. Apenas un Topo Gigio de respuesta. Una venganza naif.

Es que quizás estamos disfrutando la racionalidad de un país más Messi. Un país que muestra algunas señales prometedoras en el fútbol, pero que está a años luz de replicarlas en la política. En la batalla por el poder, Cristina dice que los fiscales y los jueces que acaban de condenarla a seis años de prisión por la causa Vialidad constituyen una mafia. Como si la corrupción no existiera.

¿Será que podemos ilusionarnos con dejar atrás el país más Maradona? Aquel que en vez de nutrirse de la energía del talento que emanaba de Diego, prefiere aferrarse a la oscuridad de sus aspectos más sórdidos. La Argentina que no respeta sus propias leyes es víctima de sus adicciones: la inflación sin freno, el déficit de vivir con más de lo que produce y casi cuatro décadas de democracia que no logran el principal objetivo de reducir la pobreza. Esta es otra gran oportunidad, de las que muchas que hemos tenido, que no deberíamos dejar pasar.

En un artículo sobre la Selección Argentina y el Mundial de Qatar en el diario español El Confidencial, el periodista Carlos Prieto entrevista al filósofo argentino Santiago Gerchunoff, quien vive en Madrid desde hace mucho tiempo. “El discurso bien pensante es: bueno, el fútbol solo es un juego, y al día siguiente la gente va a trabajar y retoma su vida… Vale, todo eso es cierto, pero Argentina vivió el Mundial como fervor religioso y campo de batalla. No es solo fútbol, no es solo un juego, ha pasado una cosa especial que enardece por más racional y antinacionalista que uno sea. Cuando no esté Messi, los Mundiales se seguirán viviendo con intensidad, pero no será igual hasta que venga otra mitología con otro mesías”, explica el pensador, melancólico.

Una forma de aprovechar el impacto de este Mundial de ensueño, es trasladar algo de ese estilo más respetuoso y más apegado a las normas que Messi representa en términos simbólicos, al territorio de la administración del Estado y al ejercicio del poder. El fútbol de la Selección ha sido solidario, pero también tremendamente eficaz. Dos características que brillan por su ausencia en los dominios de la política.

No es solo la inflación; no es solo la pobreza ni la corrupción que atraviesa los contratos de la obra pública como acaba de comprobar la Justicia. El apego a las leyes y a las instituciones es una materia pendiente que llevamos décadas sin aprobar.

Una de las muestras más claras, y más dramáticas de ese desprecio por la legalidad es la manipulación de las vacunas durante la pandemia. La existencia de vacunatorios VIP para algunos habitantes del poder, y la decisión del Gobierno de postergar la compra de vacunas de origen estadounidense solo para complacer un capricho ideológico de Cristina Kirchner, elevaron la cifra de muertos argentinos por Covid a más de 130.000 personas. Alguna vez, alguien tendrá que pagar por semejante muestra de perversidad hacia los argentinos.

Messi, y el resto de los muchachos a los que tantas canciones les hemos dedicado en estos días de victorias, han demostrado en Doha que los logros no son imposibles cuando hay talento, reconocimiento al mérito y comportamiento solidario en un equipo. El temperamento maradoneano será una enorme virtud el día en que lo conjuguemos con el respeto a las leyes.

Solo hay que proponérselo. Como se lo propusieron los veintiseis integrantes de un equipo de fútbol que acaba de ganarse la admiración del mundo. Quizás el año electoral sea un excelente laboratorio de pruebas para comprobar cuales son los límites de la autodestrucción que la Argentina insiste en desafiar. Un país más Messi es una invitación a tomar un camino diferente del que nos ha llevado todo este tiempo en la dirección del fracaso.

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