(Enviado especial a Madrid, España) Alberto Fernández voló dieciséis horas sin problemas entre Bali y Madrid. Durmió un largo rato, dialogó con Santiago Cafiero y Sergio Massa, cenó liviano y aprovechó el tiempo para leer un ensayo de Mariana Mazzucato, una economista italiana que recibió en Olivos junto a Joseph Stiglitz.
Cerca de las cinco de la mañana (una de la madrugada en la Argentina), el presidente llegó al aeropuerto de Barajas y fue recibido por Ricardo Alfonsín, embajador argentino en España. Llovía intermitente, y las calles de Madrid estaban sin prisa.
El jefe de Estado descansará hasta las cuatro de la tarde (hora de España), y a continuación recibirá a Yolanda Díaz Perez, vicepresidenta segunda del gobierno de Pedro Sánchez. Será aquí su única actividad oficial, y luego emprenderá el regreso a Buenos Aires.
Cuando Cristina Fernández Kirchner arranque con su discurso en La Plata, Alberto Fernández estará volando sin posibilidad de escucharla ni verla. El charter de Aerolíneas no tiene wifi.
“Lo vi de buen humor, con mejor color”, sintetizó un integrante de la delegación oficial a Infobae.
Esa descripción del presidente contrasta con la apariencia y humor que tenía al momento de haber sido sometido a la endoscopía que precisó su estado de salud en Bali. Alberto Fernández esperó los resultados y descartó regresar de inmediato a Buenos Aires, pese a la recomendación firme de la Unidad Médica Presidencial.
El jefe de Estado no quería perder la audiencia con Xi Jinping, líder el Partido Comunista de China. Y cuando asumió que podía mantener la vertical, se acomodó la corbata y partió al encuentro con Xi, que lo esperaba en el hotel Meliá.
El conclave entre Alberto Fernández y Xi demostró que será muy difícil lograr que el jefe de Estado ajuste su agenda política a las condiciones de su aparato digestivo. Y la alarma que se encendió en Bali puede transformase en un hecho distópico, si el Presidente y su círculo de confianza no asumen que en Indonesia sucedió una crisis de Estado con final abierto.
El Presidente sabía que Xi anunciaría una “excepción absoluta” de China a favor de la Argentina, y optó por preservar la cita bilateral pese a su gastritis erosiva con sangrado.
Desde esta lógica aplicada a la toma de decisiones, la salud del jefe de Estado quedará siempre relegada ante eventuales beneficios económicos, sociales, financieros, estratégicos, tácticos, globales, de largo plazo, de mediano plazo, de corto plazo, coyunturales, épicos, históricos, necesarios y claves que se podrían obtener para el desarrollo del país y la alegría de millones de argentinos.
Alberto Fernández tuvo dos vahídos –significante político para atenuar el concepto desmayo-, salió del G20 en una ambulancia oficial, le hicieron una endoscopía y maquilló sus ojeras antes de hablar con los periodistas que cubren la gira.
Fue una situación dramática y compleja que no terminó en Bali. Y su evolución depende de las reglas de juego que cumpla el Presidente. Si su voluntad política niega la capacidad profesional de sus médicos, el resultado podría repetirse.
La comitiva explicó en Indonesia que Alberto Fernández fue embestido por un caso de correlación: comió apurado, hacía calor, está preocupado, durmió poco y sufre stress. Es decir: la sucesión de esos hechos causó la gastritis con sangrado.
Esa explicación oficial, es –al menos- endeble.
En realidad, en Bali, el jefe de Estado fue golpeado por un hecho causal: cumplía una agenda parecida a una Montaña Rusa y su sistema gástrico exhibe un daño grave que es imposible de mejorar solo con una pastilla de venta libre.
La zona VIP del G20 tenía un lugar asignado a cada delegación que llevaba el nombre coloquial de casa. En la Casa Argentina estaba el médico presidencial Manuel Estigarribia, junto a los asesores y funcionarios que completaban la delegación oficial.
Ya habían visto a Alberto Fernández saludar a su colega de Indonesia, Joko Widodo, y esperaban el primer discurso del jefe de estado en la apertura de la cumbre.
Todo cambió en un segundo:
-Venga rápido, se desmayó Alberto-, le dijo una custodia presidencial a Manuel Estigarribia.
El custodio había llegado a las corridas, y jadeaba.
Estigarribia tomó su maletín y corrió hacia otro sector VIP, que estaba en un subsuelo del hotel The Apurva Kempinski Bali, sede de las deliberaciones del G20.
El Presidente estaba sentado y se lo veía mal. La organización del G20 había dispuesto 20 ambulancias para los miembros de la cumbre, y Alberto Fernández fue subido a una de ellas. A su lado estaba Estigarribia.
En Bali se habían preparado tres hospitales distintos para los jefes de Estado, que respondían al nivel de gravedad que debían atenderse: cuadros complejos, de mediana intensidad y leves.
Alberto Fernández fue llevado al hospital General Sanglah que atendía cuadros de mediana intensidad. Ese quedaba justo al lado del hotel Media, su lugar de residencia durante el foro global.
La endoscopía confirmó el pronóstico médico de Saavedra y Estigarribia, y la perspectiva personal de Vitobello. Ese estudio mostró que las paredes del estómago del presidente estaba repleto de puntos rojos, y uno de ellos en particular, tenía un tajo.
“Como si lo hubieran cortado con una Gillette”, describió a Infobae un integrante de la comitiva oficial.
Alberto Fernández se quedó en reposo, mientras su equipo médico analizaba las vías aéreas para salir de Bali y regresar a Buenos Aires. El presidente resistía esa propuesta y apostaba a su recuperación para preservar su encuentro con Xi y eventualmente su reunión con Kristalina Georgieva, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI).
El jefe de Estado fue en ayunas al cónclave que protagonizó con Xi. Y todos los miembros de la comitiva que participaron de la reunión –católicos, agnósticos y ateos- se acordaron de Dios para pedir que Alberto Fernández no tuviera un incidente de salud frente al líder comunista.
Dios los escuchó.
Xi hizo dos anuncios que impactaron al Presidente: autorizaba que 5.000 millones de dólares del swap se utilizaran con libre disponibilidad y aceptaba desembolsar cerca de 1.300 millones de dólares destinados a las represas Jorge Cepernic y Néstor Kirchner que se construyen en Santa Cruz.
Esa noche -15 de noviembre-, Alberto Fernández comió frugal y se fue a dormir. Despertó unos minutos sin dolores, miró un rato la televisión y regresó al sueño. Empezó a trabajar a las 6.00 –hora de Bali-, y siguió de largo hasta su encuentro con Georgieva, que tuvo el gesto de ir al hotel presidencial.
-No se haga malasangre-, le recomendó la directora gerente a Alberto Fernández cuando inició la reunión.
El presidente sonrió con una pizca de ironía.
A continuación, Alberto Fernández planteó los dos temas que justificaban su conclave con Georgieva: la baja de los sobrecargos que cobra el FMI por el crédito concedido a Mauricio Macri y el precio de la guerra en Ucrania que paga Argentina por su debilidad económica y geopolítica.
Georgieva tomó la palabra y sorprendió al auditorio: dio una clase de estrategia global para mejorar la posición de la Argentina en el board del FMI y elogió al ministro de Economía, Sergio Massa.
“Hace cuatro meses que Argentina no es noticia en el board, y eso es muy bueno”, comentó la directora gerente mirando a Massa.
Alberto Fernández es el único mandatario de América Latina que participa habitualmente de distintos foros multilaterales, y cuando tenía todo preparado para exponer ante el G20, su marcha forzada complicó su agenda mundial y lo obligó a refugiarse en un hospital de Indonesia.
La crisis del misil en Polonia abrió un espacio de análisis y deliberación en la intimidad del G20 de Bali, adonde todos sus participantes –desde Biden a Scholz- compartían ciertos datos clasificados y trataban de dilucidar si Vladimir Putin había estado detrás del ataque por la espalda.
Alberto Fernández se perdió esa experiencia. Cuando los líderes mundiales trataban los daños colaterales de guerra en Ucrania, el presidente reposaba en una suite del hotel Meliá.
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