La conmoción por el ataque a Cristina Fernández de Kirchner terminó de desnudar que nada de lo que viene sucediendo en el país puede ser visto fuera del creciente estado de exasperación política, sobre todo en el último mes. Es el peor clima de la realimentada grieta, algo que el discurso generalizado condena, aunque extrañamente sin el menor grado de autocrítica. Una foto conjunta de los senadores del Frente de Todos y la oposición, en la misma noche del jueves, pareció ser la respuesta más razonable, pero hasta ahora resultó la excepción. El oficialismo, con su carga de mayor responsabilidad como coalición de gobierno, decidió mantener la línea divisoria y mostrarse como si fuera ajeno a la causa más grave del deterioro político y la crisis.
Otro síntoma del estado de cosas era expuesto hasta última hora de anoche por la incertidumbre sobre la sesión de Diputados impulsada por el oficialismo para este sábado. Desde la oposición -con el arrastre de sus propias internas- pedían garantías de un encuentro sin batallas, es decir, un marco de condena acordado, un texto que pudieran suscribir todos.
Es realmente llamativo. Un capítulo similar de negociaciones había sido agotado sin problemas y en un rato por los jefes de bloques del Senado, apenas un día antes. Una sucesión de mensajes y gestos posteriores, en cuestión de horas, volvió a enrarecer el clima como si no fuera registrada la gravedad del hecho convocante.
Las imágenes de la ex presidenta expuesta frente a un arma que afortunadamente no se disparó provocaron un temblor, dejaron a la vista la precariedad del dispositivo de seguridad. También destacan la necesidad de una investigación seria y a la vez lo más rápida posible sobre el episodio. Y sobre todo, dejan a la vista la incapacidad de motorizar un debate serio sobre el muy mencionado consenso democrático. Dicho en otras palabras: se desperdicia la posibilidad de comenzar a desintoxicar la política y, por extensión, descargar de esas tensiones a la sociedad, agotada por la crisis y las estribaciones del manejo de la pandemia.
La toxicidad y las barbaridades tienen orígenes variados en el oficialismo y los distintos espacios de la oposición. Las redes sociales, en estas horas, abundan con recuerdos de uno y otro lado para tratar de responsabilizar al otro, de manera rudimentaria, y con pretensiones de exposición sobre la violencia verbal, el discurso del odio, el papel de la palabra y sus consecuencias. El ejercicio de veredas resulta patético. Y en la pirámide institucional, la mayor responsabilidad recae en el oficialismo.
Algo se quebró muy rápido cuando asomaba la posibilidad de una reacción sensata. La sucesión cronológica indica que la respuesta del Senado se produjo como reflejo propio de los legisladores, cuando no había discurso definido y sólo se producían intercambios horizontales -podría decirse- entre las coaliciones y al interior de cada espacio. Juntos por el Cambio no se había propuesto una reunión de su mesa nacional, hasta anoche sin convocatoria a pesar de los visibles matices. Y en las líneas oficialistas había diferentes expresiones y aún se esperaba el mensaje presidencial, en consulta de Olivos con CFK.
Una primera declaración de Frente de Todos ya había insinuado colocar el foco del cuestionamiento en opositores, jueces y medios como promotores del discurso extremo. La foto del Senado, después de una jornada marcada por fuertes cruces en el recinto -y precisamente por eso mismo, valiosa- insinuó otro camino. Duró poco.
Alberto Fernández grabó su mensaje para salir en cadena. Eso supone cuidados en la elaboración. Y lo que dijo fue significativo: condenó la crispación política pero no asumió ni una porción de culpas, puso el foco en “sectores” de la política, la Justicia y los medios, y declaró feriado para facilitar las movilizaciones de ayer. En conjunto, connotaba o restringía así la convocatoria a las calles para el repudio colectivo al ataque sufrido por CFK.
No fue el único dato. El llamado a un encuentro en la Casa Rosada excluyó a los jefes de los espacios de la oposición. La explicación fue que ese gesto quedaba para el Congreso, como si fueran actos contradictorios y no complementarios. Un llamado a los jefes de partidos con representación parlamentaria y a la Corte hubiera ofrecido otra imagen, la de los tres poderes reunidos: respuesta política e institucional.
La declaración leída en Plaza de Mayo abundó en la misma dirección de cargar exclusivamente sobre otros por el clima de crispación. Se refirió a sectores de la “dirigencia política” y habló de medios “partidarios”. Desde esa posición ajena al problema y hasta de superioridad, agradeció que algunos dirigentes de otras fuerzas “comprendan” la necesidad de garantizar la convivencia democrática. El color “partidario” del texto generó la decisión de la DAIA de no avalar el documento. Contracara imprevista.
Hubo además traducciones más explícitas del discurso oficial, en línea con la ofensiva abierta luego del pedido de condena a la ex presidenta por la causa Vialidad. Axel Kicillof asoció el ataque a CFK con aquel alegato de los fiscales. Y el moyanismo y el sector kirchnerista de la CGT impulsaron, por ahora sin éxito, un paro y marcha contra la Corte.
Resulta claro que la grieta, que últimamente recrudeció, expone barbaridades. Eso es definido como discurso del odio. Pero no se trata únicamente de su forma expresa y quizá hasta sea más grave el implícito de negar -por descalificación- a cualquiera que piense diferente, colocado en categoría de enemigo. El contexto del ataque a la ex presidenta es complejo, con exasperación política creciente. Los gestos de esta hora deberían ir en sentido contrario.
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