“Dios castiga sin palo y sin rebenque”. La frase, un viejo dicho que todavía se usa en el campo ante las desgracias que pudieron ser evitadas, la pronuncia un funcionario resignado y solitario en su despacho de la Casa Rosada. El miércoles ha sido otro de esos días aciagos de la Argentina. El dólar blue ha trepado sin control hasta los 317 pesos, los noticieros repiten la palabra “sangre” en boca de un activista de Cristina Kirchner y los teléfonos del peronismo vibran sobre una sola idea: rearmar el Gobierno con más cambios en el gabinete, y sostenido por un acuerdo político que ubique al presidente Alberto Fernández en un papel decorativo.
Todos saben que han perdido veinte días y, por eso, surge el dicho folclórico del castigo divino. El sábado 2 de julio, en vez de recordar los cuarenta y ocho años de la muerte de Juan Domingo Perón, los peronistas intentaban rearmar el gobierno de Alberto Fernández, herido en el corazón por la renuncia de Martín Guzmán. El Jefe de Gabinete iba a ser Sergio Massa; se iban a acordar algunas leyes que pedía para estar Martín Redrado, y se barajaban los nombres de Miguel Peirano y Marco Lavagna para sumarse a la reconstrucción del desastre económico y financiero.
Pero la olímpica falta de audacia del Presidente y la desconexión de la Vicepresidenta de todo aquello que sea ajeno a su oscuro destino judicial, frenaron en seco una maniobra de supervivencia política que tenía el aval de los gobernadores peronistas, de los intendentes más poderosos y hasta un guiño de Máximo Kirchner, manifestación del poder que según se ha visto, no alcanza para conmover el rostro de esfinge de su madre.
Todo el oficialismo ha tenido que dar penosa marcha atrás en las últimas cuarenta y ocho horas de incertidumbre social y financiera. El smartphone de Massa ha vuelto a sonar como en aquel fin de semana y la única respuesta que llega desde Tigre es la más obvia: “Cualquier acuerdo debe tener el aval público de Cristina; sino terminamos embarrados como la otra vez”.
No existe, al menos por ahora, la chance de que Cristina avale un acuerdo político para rearmar el gabinete con Massa o con algún otro dirigente, o para encumbrarse ella misma y asumir la responsabilidad completa del descalabro argentino en el que es una de las dos protagonistas principales. El otro, Alberto, el candidato que postuló con un video de youtube, ya no es aquella jugada magistral que deslumbró al peronismo con síndrome de Estocolmo. Ahora es un presidente abúlico que no acierta con ninguno de los timbres elementales de la gestión administrativa.
Allí está nadando a la deriva la ministra Silvina Batakis. Asumió sonriente hace tres semanas, pero luce como una funcionaria desgastada de hace tres años. Con las medidas de este jueves para domar el potro encabritado del dólar intenta evitar el triste récord peronista de Celestino Rodrigo hace medio siglo. Llevar la inflación más allá del 100%, como sucedió en la tragedia del “Rodrigazo”. Sin palo y sin rebenque, como dice el funcionario.
Designó al frente de la Comisión Nacional de Valores a Sebastián Negri en reemplazo de Adrián Cosentino para armar un cepo que frene las operaciones del dólar Contado con Liquidación (CCL), la que utilizan la mayoría de los empresarios. Y los resultados fueron terroríficos. En la noche del martes, los directivos de la CNV debieron llamar a las cinco compañías principales del mercado para que frenaran todas las operaciones. Solo se permiten las que triangulan con otro país además de los Estados Unidos. Nada fue suficiente. Subieron el Contado con Liqui, el dólar bolsa (MEP) y se disparó a las nubes el dólar paralelo.
Invitación para Massa y una oferta a la oposición
En medio del terremoto que sacude al peronismo, el Presidente repitió el mismo gesto político de hace un mes. Le pidió a uno de sus colaboradores que lo invitara a Massa a su próximo viaje a los Estados Unidos. El martes debe encontrarse con Joe Biden en la Casa Blanca, una reunión con la que pensaba envolver en papel de regalo su enésimo relanzamiento de la no gestión.
Massa lo había acompañado a Los Ángeles, para la Cumbre de las Américas, y a Munich, para la Cumbre del Grupo de los Siete. Allí, habían evaluado el plan para recomponer el gabinete que Alberto adormeció para terminar en la solución Batakis. Como orfebres, trabajaron en el armado de la cumbre con Biden el secretario de Asuntos Estratégicos, Gustavo Beliz, y el embajador en Washington, Jorge Arguello. Será el martes 26 y constará de dos etapas. Una con temas internacionales, y la invasión rusa a Ucrania como eje. Y la otra con temas bilaterales, en la que el Presidente debía pedirle una gestión al máximo nivel para que el Fondo Monetario flexibilice algunas de las metas acordadas por Guzmán en enero pasado. El pagadiós, otro clásico argentino.
Biden solo le dedica este tiempo a la Argentina porque no quiere dejar más países sueltos, que queden bajo la órbita comercial de China y la influencia bélica y revitalizada de Rusia. Pero los episodios financieros de los últimos días cambiaron el disfraz de relanzamiento del viaje presidencial por el desesperado pedido de salvataje que ahora necesita el país de la incertidumbre.
En esa línea hay que leer la invitación de último momento a Massa. El presidente de la Cámara de Diputados condicionó su participación porque su esposa, la funcionaria Malena Galmarini, acaba de ser sometida a una intervención quirúrgica. Pero además, duda y quiere seguir la evolución del endeble escenario político en la Argentina. “No quiere que Alberto y Cristina lo vuelvan a cagar”, explica un massista, en un argot que no necesita traductor de Google para que se pueda comprender en Washington.
Si la extensión del millaje aéreo de Massa para sumarlo al encuentro con Biden es una de las apuestas desesperadas del Gobierno de Alberto y Cristina, la otra maniobra es el desentierro de la convocatoria a un acuerdo político con la oposición. El vocero inesperado de semejante improvisación es el menos adecuado: el gobernador Axel Kicillof. No solo porque su gestión también está devaluada a niveles subterráneos, sino porque viene de atacar a Juntos por el Cambio con un discurso insólito.
“Hay muchas obras que nunca entenderían desde el Obelisco, desde la Ciudad de Buenos Aires, y me refiero a la Ciudad porque desde ahí se transmiten los canales a los que este tipo de obras les importan tres belines”, atacó a los habitantes de la Capital, el martes en un acto político en la ciudad bonaerense de Alberti, el Gobernador que tiene su último domicilio antes de asumir en el barrio porteño de Villa Pueyrredón. El surrealismo es peronista.
Un día después, y por pedido de Cristina frente a la hecatombe del dólar, Kicillof hizo una voltereta de 180 grados para reclamarles un acuerdo político a los mismos que ayer atacaba. “Hoy necesitamos ayuda también de nuestra oposición”, decía, ahora con lenguaje de constituyente de 1816. Nadie le creyó ni por un segundo y la respuesta de Juntos por el Cambio llegó poco después por su conducción oficial: la titular del PRO, Patricia Bullrich; el presidente de la UC, Gerardo Morales; y el referente de la Coalición Cívica, Maximiliano Ferraro. “Que vayan al Congreso, presenten un plan, dejen de emitir y bajen el gasto”.
La postura era la misma entre los máximos dirigentes de la coalición opositora. Horacio Rodríguez Larreta no va a atender un teléfono de quienes le arrebataron los fondos de la Ciudad para pagarle a la Policía Bonaerense, y Mauricio Macri ha dejado saber que no es tiempo de acordar nada que pueda instalar en la sociedad la sospecha de un pacto con un gobierno degradado.
Como si no bastaran el descontrol de los dólares y la amenaza de la inflación, el gobierno de Alberto y Cristina comenzó a tener dificultades en la calle, el territorio bajo control que siempre ha puesto al peronismo a salvo de temblores institucionales.
El miércoles, el activista Juan Grabois amenazó a los gritos al Gobierno, en el que solo acusa a Alberto Fernández. “Estamos dispuestos a dejar nuestra sangre en la calle”, exageró. En este caso, el dirigente aliado del Frente de Todos admite su admiración por Cristina Kirchner y mantiene su vínculo cercano al Papa Francisco con un cargo de asesor en el Consejo Pontificio del Vaticano.
No son buenas señales en estos tiempos de descomposición que la Argentina ya conoció, desde la restauración democrática de 1983, en el final caótico de Raúl Alfonsín (1989), en los días del Plan Bonex de Carlos Menem (1990), en el estallido social del gobierno de Fernando De la Rúa (2001), y en las muertes por saqueos en el peor momento de Cristina (diciembre de 2013).
Sin embargo, la única reacción a la que atinó Alberto Fernández fue la de defender el ataque de Cristina contra los miembros de la Corte Suprema de Justicia. En medio de la crisis, más combustible para el desconcierto.
Confundido y contra las cuerdas, el peronismo (en su variante inferior del kirchnerismo) debe encontrar un camino de salida para esta crisis que lo va atrapando en un laberinto que nunca recorrió. El que puede llevarlo a la pérdida anticipada del poder.
Por eso, y como hace veinte días, vuelve sobre la hipótesis de convertir al Presidente en una figura lateral, casi diplomática. Alguien que no complique más la gestión de gobierno con su trastorno incurable del error permanente.
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