El día que Alberto Fernández llegó a Madrid rompió su precepto principal antes de subirse al avión: concentrarse solo en la idea central de su viaje por Europa, que era llevar a tres líderes su preocupación por el impacto de la guerra en Ucrania.
Con un puñado de declaraciones a un medio español le bastó para inmiscuirse en la interna que tiene alterada a toda la coalición peronista que conforma su Gobierno y que expone sus diferencias con Cristina Kirchner. Le dijo a la Vicepresidenta que tenía una “mirada parcial” sobre la gestión.
¿Lo hizo adrede? ¿Fue un acto reflejo frente el sinfín de consultas periodísticas sobre el futuro del Gobierno sin el apoyo de la Vicepresidenta? Cuesta creer que un dirigente político con la historia en el poder que tiene Fernández, y el vínculo permanente que ha tenido con la prensa, pueda mover una pieza del ajedrez sin saber sus consecuencias directas.
El Presidente le respondió a su compañera de fórmula las críticas que le realizó en Chaco una semana atrás. Le molestaron y no le fueron indiferentes. Aunque asegura que encontró entre tanto cuestionamiento un gesto positivo. Cristina no habló del conflictivo acuerdo con el FMI y para él es una señal clara de que esa discusión de fondo está terminada. Se clausuró gracias al silencio de ella.
Cuando el avión de Aerolíneas Argentinas empezó a recorrer el camino entre Argentina y España, desde la pequeña y selecta comitiva presidencial dejaron saber que Fernández no quería subirse al ring para pelearse con Cristina Kirchner. Que ese era su deseo después de largas semanas de fuego cruzado. Pero lo hizo igual. Se subió y el foco de la gira se modificó.
A lo largo de tres días de andar vertiginoso, el Presidente hizo un esfuerzo por volver a poner en el centro de su agenda el verdadero motivo que lo hizo armar una gira contrarreloj para ver a tres líderes importantes de Europa como lo son el presidente de España, Pedro Sánchez; el canciller alemán Olaf Scholz y el Jefe de Estado de Francia, Emmanuel Macron.
Su preocupación central era poder plantear las consecuencias que pueden sufrir los países de la periferia, como Argentina y muchos de América Latina, si la avanzada rusa en Ucrania sigue condicionando la economía global. En cada una de las reuniones que tuvo hizo un llamado de atención a los líderes europeos sobre la necesidad de trabajar en conjunto para frenar la guerra.
Si el conflicto bélico no para, el impacto de la inflación se profundizará, las restricciones comerciales generarán un desabastecimiento de alimentos y los precios en alza, por el aumento de la demanda, seguirán descalibrando el mercado. “Están arruinando el mundo”, asumió Fernández.
Su voluntad de dejar atrás los contrapuntos de la interna volvió a flaquear cuando cerca del Presidente dejaron trascender que si los funcionarios kirchneristas que deben firmar el aumento de tarifas, no lo hacían, serían corridos del Gobierno. Una advertencia muy clara al ala K de la coalición que no comulga con el plan de Martín Guzmán para segmentarlas.
La noticia explotó en Argentina mientras Fernández estaba reunido con el canciller alemán. El kirchnerismo evitó reaccionar con rapidez. No fue por falta de capacidad para contestar con inmediatez, sino por una decisión política. No quisieron salir a responder con furia. En el círculo que rodea a Fernández nunca saben hasta donde Cristina Kirchner está dispuesta a subir la vara de la confrontación.
El Jefe de Estado está convencido, al igual que su ministro de Economía, de que hay que “ponerle sentido común a la economía”. ¿Qué implica? Un funcionario de su extrema confianza lo explicó en una frase que describe a la perfección el pensamiento presidencial.
“El sentido común desaparece si queres llevar adelante un programa que use cuatro puntos del PBI para sostener subsidios para pagarle a los ricos y si queres convivir con 3 o 4 puntos de déficit fiscal”, indicó, en una descripción que alinea al ministerio de Economía con la Casa Rosada.
Fernández necesita reducir los niveles de emisión monetaria y achicar el déficit fiscal para poder encaminar el cumplimiento del acuerdo con el FMI y, sobre todo, para que la economía, como suele decir Guzmán, se tranquilice. O, al menos, ingrese en ese camino sin sobresaltos permanentes. Lo quiere hacer a su ritmo y no al del Fondo, pero lo tiene que hacer.
El kirchnerismo tiene otra mirada. Le ha pedido más emisión y le han marcado que tiene espacio para agrandar el déficit, con el fin de aumentar el gasto público. Fernández no cree en ese camino y no está dispuesto a seguirlo. Por eso a sus interlocutores frecuentes les dice que sus diferencias sobre la economía con Cristina son históricas, pero que es él el que toma las decisiones.
Lo que ha cambiado en Fernández después de la crisis post PASO es que se convirtió en Presidente que no está dispuesto a sucumbir ante las presiones de su Vicepresidenta, quien lo ungió para conducir el Gobierno, pero a la que le cuesta tolerar que él se aferre a una estrategia económica que ella no comparte. Allí empieza la disputa de poder real marcada por las diferencias.
Cuando llegó a París, el jueves a la mañana, hizo un nuevo intento de iluminar su diario de viaje. Tenía por delante la reunión más importante de la gira. El viernes iba a ser recibido por Macron. Entonces, durante una rueda de prensa, dijo: “Yo no me quiero pelear con Cristina”.
Le bajó el tono a la interna que él mismo había reavivado cuando aseguró en el diario El País de España que la Vicepresidenta tenía una mirada parcial sobre su gestión y que no consideraba el daño que había generado la pandemia. No le pareció una descalificación, sino una realidad. El error, para el objetivo de su estrategia, fue haber dado de alta un nuevo capítulo de la interna con su respuesta el primer día de la gira.
Los vaivenes discursivos hicieron añicos una estrategia que le había empezado a rendir sus frutos con el pasar de los días. ¿Cuál? Mantenerse en silencio frente a los embates K y, cuando esos ataques pasaban los límites, como sucedió el día que el “Cuervo” Larroque dijo “el Gobierno es nuestro”, que sean sus ministros quienes contestaran para que el silencio no se vuelva contraproducente.
Así fue hasta el último día que estuvo en Buenos Aires, cuando Martín Guzmán, habilitado por él, le dijo a Cristina Kirchner que la política macroeconómica de su último gobierno había tenido inconsistencias. “Ella dice lo que piensa y yo digo lo que pienso. Fijamos posturas. De eso se trata”, suele decir Fernández.
En el fondo esa explicación busca marcar que él, aunque ella no lo crea así, tiene el poder que le da su rol institucional y su representación de un sector del peronismo. No es inocuo. No es un títere, como la oposición ha intentado instalar maliciosamente a lo largo de su gestión.
Las reglas del juego no dicen que ella decide y él ejecuta. Sobre todo en este último tramo de su gobierno, donde decidió fortalecerse avanzando en sus decisiones pese a las críticas reiteras de Cristina y Máximo Kirchner a su legitimidad, su poder y su hoja de ruta para lograr mejoras en la economía.
En el discurso que brindó en la embajada argentina en Francia el último jueves, Fernández se sinceró sobre el resultado negativo que iba a tener, pocas horas después de que hablara, la publicación del número de inflación de abril. Así hizo lo posible para amortiguar la peor noticia que puede recibir cualquier argentino y que es que su salario le rinde cada vez menos.
En su entorno dicen que no sabía que el estudio del INDEC iba a arrojar 6% en el último mes. De todas formas, no modificó su percepción. “No estamos contentos con este resultado”, aseguró. En el Gobierno esperan que el descenso inflacionario sea lento, pero continúo. Es decir, que el próximo mes rompa la última barrera. Siempre será sobre un piso alto, pero con un camino de descenso.
Despojado de las esquirlas de la interna, Fernández se encontró el viernes con un halago inesperado de Macron, quien aseguró que el presidente argentino era un “actor importante en este escenario internacional tormentoso”, que quedó en pie después de la decisión de Vladimir Putin de invadir Ucrania.
Además de marcar su preocupación, y la de América Latina, en su rol de presidente de la CELAC, sobre el impacto de la guerra en la economía de ese sector del mundo, y de encontrarse con los principales líderes europeos para escuchar qué escenario ven frente a la continuidad del conflicto bélico, Alberto Fernández viajó a Europa para llevar un mensaje de paz y pedir el final del ataque ruso.
Ese tendría que haber sido el tema predominante de la gira. Así estaba estipulado. Pero fue él mismo quien modificó esa proyección. Lo pudo dejar bien marcado en el minuto final. “Necesitamos más alimentos y menos misiles”, fue la frase que cerró su viaje a atravesado por la interna peronista.
Ya no hay dudas de la condena de Argentina a Rusia por la tragedia que se vive en Ucrania. Tampoco de la voluntad de Alberto Fernández por intentar jugar un rol preponderante en las negociaciones que puedan abrirse para llegar al final de la guerra.
Desde su lugar, desde su módico rol en la agenda global, quiere hacerse escuchar como una visión moderada. Convencer que las sanciones económicas a Rusia no son el mejor camino y persuadir a los líderes europeos sobre la necesidad de bajar el tono belicoso y frenar la escala de violencia en Ucrania.
La gira tuvo un balance positivo para Fernández, pese al enorme desgaste que le sigue generando la interna. Dejó su mensaje, fue aceptado y bien recibido por los presidentes y el canciller. Cuando llegó a Buenos Aires se encontró con que Máximo Kirchner lo había vuelto a criticar sin nombrarlo y a Martín Guzmán con nombre y apellido. Todo volvió a la normalidad.
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