Las negociaciones entre el gobierno de Alberto Fernández y el Fondo Monetario Internacional (FMI) están empantanas. Quedaron muy cerca de cerrarse, luego de que el Presidente anunciara la existencia de un entendimiento con el organismo, pero la discusión sigue viva por la elección del camino para llegar al déficit negociado.
Esa traba en el ida y vuelta entre Buenos Aires y Washington demoró la llegada de la “letra chica” del acuerdo al Congreso, donde los legisladores del oficialismo y la oposición esperan el documento para poder terminar de diseñar su postura parlamentaria.
Existe una diferencia clave entre unos y otros. El peronismo del interior, que respalda a Fernández, y Juntos por el Cambio, tienen la voluntad política de acompañar el documento final del acuerdo, más allá de los detalles de la letra chica. La Cámpora, el kirchnerismo y el cristinismo hacen crecer las dudas sobre su decisión, especulan y marcan diferencias con el rumbo de la Casa Rosada.
La demora provocó un nuevo escenario político en el que el 22 de de marzo se convirtió en una señal de alerta para el Gobierno. En esa fecha se vence una nueva cuota que la Argentina le debe pagar al Fondo por un total de 2.800.000 millones de dólares. Ese dinero no está en el Banco Central. El Gobierno no tiene disponibilidad. Si no logra refinanciar la deuda, entrará en una demora del pago.
En términos técnicos, no podría considerarse un default si Argentina no cumple con la cuota del FMI, ya que esa terminología solo se utiliza para la deuda con privados. En este caso, se comenzarían a demorar los desembolsos, pero esa demora impide un refinanciamiento. Todo lo que no se paga, se acumula y el pago no tiene posibilidades de restructurarse.
Más allá de los tecnicismos, lo que puede generar un cambio brusco es el impacto político de la demora y el golpe exacto que dé en la macroeconomía. Si esa demora se concretara, Martín Guzmán quedaría en la cuerda floja por no haber podido evitar la hecatombe y cerrar un acuerdo a tiempo.
Actualmente todos los sectores del Frente de Todos cuestionan por lo bajo al ministro de Economía. Antes era solo el kirchnerismo y La Cámpora, ahora también surgen críticas del albertismo y el peronismo federal. Sin embargo, el titular del Palacio de Hacienda sigue teniendo la banca de Alberto Fernández.
Diferente es la situación con Cristina Kirchner, con quien lo une una relación oscilante que, en la actualidad, está cuasi congelada. La Vicepresidenta analiza los vaivenes con el FMI junto al gobernador bonaerense, Axel Kicillof, su dirigente de máxima confianza en materia económica.
El ex ministro de Economía no es un nexo entre ella y Guzmán, sino quien le pasa en limpio en que estado de situación está la negociación con el Fondo. Kicillof tiene buen trato con el actual ministro de Economía y defendió el acuerdo en público. Es una mirada institucional. Necesita que haya acuerdo para poder gobernar. Si fuera un legislador raso, probablemente lo cuestionaría con dureza.
Guzmán no se pregunta si deberá pagar un costo político alto en el caso de no poder lograr que el acuerdo salga del Congreso a tiempo. No está preocupado por su posicionamiento político o por su estabilidad dentro del esquema del Gobierno. Está abocado a resolver lo que cree prioritario en la negociación con el FMI.
Mente fría. No titubea e intenta no marearse ante tantas operaciones internas de desgaste. Sabe, aunque lo disimula bien, que están esperando su caída. Aún así, no se inmuta. Parece abstraído del microclima de la política doméstica. Del fuego cruzado que tanto ha dañado al gobierno de Fernández.
Si Argentina incumple el pago también existe la posibilidad de que el dólar de un salto y la devaluación empiece a ser el tema del verano, que el riesgo país suba, que los bonos caigan, que los organismos de crédito nieguen los préstamos y que la macroeconomía sufra una fuerte presión. Un desajuste de las variables.
En ese contexto, el estado de la negociación con el Fondo profundizó las diferencias entre el Gobierno y el kirchnerismo duro. Los motivos por los que unos creen que era el mejor acuerdo posible y otros aseguran que la negociación es terrorífica y que no están dispuestos a afrontar el ajuste que, tarde o temprano, habrá que hacer para cumplir con los objetivos fijados por el Fondo.
En la Casa Rosada fueron corriendo la fecha de envío del acuerdo al Congreso. El lunes pasado dejaron entrever que podrían mandarlo el viernes que pasó, el último miércoles dijeron que se postergaría para después del 1 de marzo, y en las últimas horas abrieron la posibilidad de que se envíe después del fin de semana.
Lo cierto es que la demora impacta en la cadena de pasos que debe transitar el programa económico acordado con el FMI hasta ser respaldado en las dos cámaras del Congreso. Primero debe llegar en forma completa a los legisladores, después la oposición puede pedir un tiempo para leerlo en profundidad y debatirlo. Un paso posterior podría ser volver a llamar a Guzmán al Parlamento y, luego, ponerle fecha al tratamiento.
Los días pasan y el 22 de marzo empieza a quedar cada día más cerca. La sirenas de alerta empezaron a sonar en el interior del peronismo.
En paralelo, en el Gobierno sigue vigente la duda sobre el accionar de La Cámpora en el momento en que se vote el acuerdo y el impacto posterior que podría causar en la convivencia de la coalición. Hay un clima de unidad por necesidad que parece no romperse. Todos saben que por separado no tienen poder de fuego.
Pero si La Cámpora no apoya el acuerdo, una nueva interna podría estallar dentro del gobierno nacional. Ese momento es el que están esperando todos en el oficialismo para saber cómo queda la estructura de la coalición y cuál es la reacción de Alberto Fernández. En definitiva, cómo sigue su gestión en los complejos meses que le quedan a la segunda etapa del gobierno.
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