La invasión efectiva de Rusia a Ucrania provocó un giro en los comunicados del Gobierno, que recién con los tanques lanzados abiertamente hacia Kiev eligió los términos para una condena. No borró los capítulos previos. En todo caso, los próximos pasos definirán hasta qué punto es posible desarmar la imagen de imprevisibilidad o desconfianza generada hacia afuera -con costos inevitables- y las muestras de precariedad interna. Tal vez lo registre en estas horas Santiago Cafiero, rumbo a la reunión de la Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
La Cancillería pareció no haber apuntado en las últimas semanas -desde antes el viaje de Alberto Fernández a Moscú- una cantidad de datos que hacen increíble el modo en que se manejó frente a la escalada que anticipaba la decisión de Moscú. Gravitan sin dudas las cuestiones domésticas, marcada como está la gestión exterior por la parcelación de cargos y embajadas que impone la interna. Y pesa también la falta de profundidad y reacción políticas. En cualquier caso, el resultado es malo y por momentos desconcertante.
La primera declaración oficial, el martes pasado en la antesala de la invasión a Ucrania, había sido evasiva en cuanto a las responsabilidades y, más allá de la formalidad pretendida de equilibrio, sólo potenciaba la consideración hacia Moscú expresada apenas tres semanas antes por el Presidente en su cita con Vladimir Putin. De inmediato, hubo gestiones -práctica repetida- para amortiguar lo que en medios oficiales se reconoce como malestar de Washington y se traduce como inquietud local con mirada reducida a la negociación con el FMI.
Desde esa perspectiva, la segunda declaración, el jueves, estuvo más en línea con una condena más explícita a la ofensiva de Rusia e incluyó una línea de peso, al reclamar el pleno respeto la “integridad territorial” de Ucrania. El pronunciamiento distendió en parte el cuadro previo, aunque no desarma las prevenciones por la línea diplomática del Gobierno.
En ese contexto, hubo un gesto diplomático llamativo mientras Cafiero se preparaba para su viaje a Ginebra, donde el lunes comenzará a sesionar el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que preside ahora la Argentina. Y fue destacado en medios políticos de cultivada relación con el circuito de la diplomacia.
Los representantes de las embajadas en Buenos Aires de Estados Unidos, la Unión Europea -y cada uno de los países que la integran-, Gran Bretaña, Japón, Canadá y Australia dieron a conocer un comunicado que rechaza con “máxima firmeza” la invasión rusa a Ucrania y, con los cuidados del caso, dice que espera que el gobierno argentino se mantenga en la línea de condena al presidir el encuentro en Ginebra. Es preciso el texto en los puntos que destaca: el respeto a los derechos humanos, la defensa de la integridad territorial de Ucrania y el rechazo al uso de la fuerza.
El canciller había tenido una señal en directo y clara de Washington antes del ataque abierto de Moscú. Pasó algo inadvertida mediáticamente pero no se trató de un dato menor. La semana pasada, recibió a Marc Stanley: el encuentro y las declaraciones del embajador constituyeron un gesto positivo -interpretado todo y únicamente en la lógica de la negociación con el FMI-, luego del impacto que había generado la visita del Presidente a Moscú.
El representante de la administración Biden se encargó también de transmitir la “preocupación” de Washington por la escalada de Rusia, tan solo unos días antes de la invasión a Ucrania. Ese mensaje fue expresamente incluido en el comunicado posterior de la embajada de Estados Unidos, pero no en la información de la Cancillería.
¿El Gobierno desconocía la dimensión del problema a esa altura? ¿No tenía información, no hacía un buen análisis puertas adentro? Es posible que subestimara la posibilidad de un ataque militar y, a pesar de la gravedad y velocidad con que crecía la tensión, considerara que tenía margen para procesar sus propias internas, que exponen por estas horas la referida condena oficial y silencio con malestar que se deja trascender desde algunas franjas del kirchnerismo.
Por supuesto, había datos objetivos a la vista y antecedentes sobre el largo proceso de reacomodamiento geopolítico que viene desarrollando Rusia después del colapso de la Unión Soviética, a principios de los 90. Es un largo proceso, que Putin busca presentar como un problema de seguridad que niega de hecho nacionalidades y soberanías, con mirada del tablero posterior a la Segunda Guerra Mundial y previo al fin de la URSS.
Resulta extraño que, al margen de la lectura de procesos, el Gobierno no contara al menos con fragmentos de la información más o menos reservada que circulaba en ámbitos diplomáticos desde que Moscú puso en marcha la estrategia militar sobre Ucrania.
Del mismo modo, ni la cerrazón presuntamente ideológica ni las internas explican que el Gobierno no haya buscado coordinar posiciones al menos con el país que considera su principal aliado en América Latina: México. Precisamente, México sostuvo de entrada la necesidad de que sea respetada la integridad de Ucrania. El Gobierno no lo mencionaba en esas horas previas a la invasión.
El juego inicial con Moscú, el peso de las internas en cada decisión y los vaivenes en organismos internacionales -la OEA, por ejemplo- sumarían entonces también impericia. Algo inquietante, además, en el horizonte que empiezan a advertir algunos economistas. La cuenta del impacto mundial entre posibles datos a favor -soja, por ejemplo- y en contra -petróleo y gas, en primera línea- perfila resultado negativo. Es bastante más que un cálculo de exportaciones e importaciones, en un mundo que podría agitar inflación y suba de tasas. Se verá cuál es la lectura política. Y no sobran buenos antecedentes.
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