Quién es Putin, el ex agente de la KGB al que Alberto Fernández le ofreció ser su mejor aliado

El legajo del presidente ruso está lleno de oscuras muertes de opositores y críticos, represión a la disidencia interna, persecución a las minorías sexuales y alianzas con autócratas del mundo entero

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Alberto Fernández y Vladimir Putin,
Alberto Fernández y Vladimir Putin, este jueves, en su encuentro en el Kremilin

Ya resultaba extraña la oportunidad para el viaje. En la misma semana en la que sumó una crisis en su coalición de gobierno a los problemas perennes de la inflación, pobreza, una economía sin incentivos para la inversión y un acuerdo con el FMI que aún tiene demasiados cabos sueltos, el presidente decidió ratificar su viaje a Rusia y China a estrechar la mano con dos de los mandatarios autocráticos que más alarmas han encendido en los últimos tiempos por las violaciones a los derechos humanos, el ajuste de los cerrojos a la disidencia interna y su expansionismo beligerante hacia el exterior.

Pero lo sucedido en Moscú fue más allá de lo esperado.

Mientras el mundo contiene la respiración ante el despliegue masivo de tropas rusas en la frontera con Ucrania, Alberto Fernández se sentó este jueves mano a mano con Vladimir Putin en el Kremlin y se desnudó como pocas veces. “Estoy empecinado en que Argentina deje esa dependencia tan grande con el FMI y con Estados Unidos y tiene que abrirse hacia otros lados y creo que Rusia tiene un lugar muy importante”, le dijo al ex agente de la KGB que ha gobernado su país durante dos décadas y ya limpió los obstáculos legales para seguir en el poder otros 15 años.

Y por si aun quedase alguna duda, Fernández se ofreció -en realidad ofreció al país que gobierna hasta el 10 de diciembre del año próximo- como puerto principal para el desembarco ruso en la región: “Tenemos que ver la manera de que Argentina se convierta en una puerta de entrada de Rusia en América Latina, para que Rusia ingrese de una manera más decidida”, ofrendó sin ambigüedades apenas se saludaron y antes de compartir un almuerzo de tres horas en el Kremlin.

Vale entonces preguntarse a quién y a qué le estaba abriendo la puerta Fernández en Moscú.

¿Es al líder que llegó al poder en 1999 como un reformista y fue virando en un autócrata sobre el que se levanta una larga sombra de asesinatos de ex aliados, opositores y críticos? Allí están como testimonio desde Boris Nemtsov, que recibió cuatro balazos por la espalda mientras atravesaba un puente frente al Kremlin, al ex agente secreto Alexander Litvinenko, envenenado con polonio radiactivo luego de escribir dos libros denunciando que Putin había dado la orden de asesinar al magnate Borís Berezovski, que apareció ahorcado; o la periodista Anna Politkovskaya, el caso más emblemático de una treintena de periodistas que investigaban al poder y aparecieron muertos desde la llegada de Putin al gobierno.

Fernández le ofreció a Putin
Fernández le ofreció a Putin ser su mejor aliado en América Latina

Ante esos antecedentes, Alexei Navalny, el último dirigente que intentó asomar la cabeza para oponerse en serio a Putin, puede considerarse un afortunado: sobrevivió a un envenenamiento y apenas purga una condena arbitraria -según el veredicto del tribunal europeo de Derechos humanos- en condiciones carcelarias deplorables ante el clamor internacional por su liberación.

Los que tampoco la pasan nada bien en Rusia son los homosexuales, transexuales y cualquiera que no comparta el “enfoque tradicional” que reafirmó Putin una vez más hace pocas semanas en el que “una mujer es una mujer, un hombre es un hombre, una madre es una madre y un padre es un padre”.

La persecución a las organizaciones de la comunidad LGBTQ en Rusia es brutal. Las golpizas a homosexuales en las calles con total impunidad son cotidianas. El mandamás ruso ha sido categórico cada vez que le han preguntado sobre las nuevas normas que han liberalizado las relaciones de pareja, la sexualidad y la concepción de familia en buena parte del mundo en las últimas décadas. Para él, se trata de “perturbaciones socioculturales de Occidente”. El año pasado sostuvo que “creer que un niño puede convertirse en una niña y viceversa es monstruoso y al borde de un crimen contra la humanidad”.

Para asegurarse de que nada vaya a cambiar, en plena pandemia firmó una reforma constitucional que no sólo le habilitó su reelección hasta 2036 sino que prohibió formalmente cualquier tipo de matrimonio entre personas del mismo sexo así como las adopciones transgénero y bloqueó cualquier legislación futura que flexibilice estas normas, al establecer la “fe en Dios” como un valor central para la vida del país.

¿A ese Putin será al que Fernández le abrió las puertas de Argentina de par en par?

Porque también hay otro Putin, el que actúa en el mapa geopolítico global, donde si algo caracteriza sus movimientos son sus alianzas con los líderes más autocráticos del planeta. En Europa no tiene mejores amigos que el húngaro Viktor Orbán y el bielorruso Alexander Lukashenko, que ya avisó que será el primero en acompañarlo si decide invadir Ucrania para “devolverla al seno de nuestro eslavismo”. En Medio Oriente, su socio principal es el dictador sirio Bashar Al-Asad, a quien ayudó a salir airoso de la guerra civil.

Será por eso que allí donde las democracias están más consolidadas y Putin tiene menos amigos, el objetivo estratégico es horadar el sistema y su credibilidad. Organizaciones civiles y gobiernos han denunciado la intervención de hackers rusos amparados por el Kremlin en los procesos electorales de Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, Francia y República Checa, entre otros, con el objetivo de polarizar los electorados y fortalecer a los candidatos que Moscú presume más cercanos a sus intereses. Y no termina allí, porque también gigantes informáticos como Microsoft y Facebook y hasta grandes laboratorios de Estados Unidos, el Reino Unido y Canadá han advertido que en plena pandemia también piratas informáticos que operaban desde el territorio ruso penetraron en los sistemas de sus científicos que investigaban para dar con una vacuna contra el COVID-19.

En América Latina, hasta ahora, sus mejores migas las hizo con la Venezuela de Nicolás Maduro, la Cuba de Miguel Díaz-Canel, la Nicaragua de Daniel Ortega y la Bolivia de Evo Morales. En todos los casos, Putin suele ofrecer apoyo político en foros internacionales y alguna asistencia militar, de infraestructura energética o de transporte y con la otra mano solicita un acceso amplio a recursos naturales y posiciones estratégicas, como los cientos de millones de barriles de petróleo venezolano que han partido hacia Moscú a precio de remate.

Putin percibe que el respaldo que ha dado a los regímenes populistas latinoamericanos caídos en desgracia lo habilita a pasar por caja a cobrar en cualquier momento. No es casualidad que en los últimos días haya amenazado con que una posible venganza si Ucrania entrara a la OTAN sería instalar bases rusas en Cuba o Venezuela. En este último caso, quizás se trataría apenas de blanquear las que ya existen hace tiempo, según han denunciado ex generales venezolanos que huyeron al exilio.

Caracas, La Habana y Managua eran, hasta ahora, las capitales del continente americano donde el teléfono de Putin tenía línea abierta. Alberto Fernández dijo este jueves que no sólo desea sumar a Buenos Aires a ese equipo. Pretende que la capital argentina tenga el principal conmutador y se convierta en la puerta de entrada de la Rusia de Putin a América Latina.

La próxima escala de la gira es en la China de Xi, con un legajo que rivaliza con el del ruso. No hay con qué ilusionarse.

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