Natalia entró al edificio centenario del Congreso de la Nación, levantó la cabeza y se vio rodeada, casi acechada, por la presencia de mármoles de tonos claros y columnas monumentales. Había pasado tantas veces por afuera arrastrando con el carro una torre de cartón, le había dedicado tantas miradas embroncadas a esa cúpula, que se quedó quieta y se preguntó a sí misma, en silencio: “¿Qué hago acá?”. Miró a su alrededor y había hombres y mujeres de traje, algunos la saludaban, le daban la “bienvenida”. Ella sonreía y respondía con amable timidez, flamante diputada, adentro de su ropa de trabajo de cartonera azul.
El impulso, casi pánico escénico, tomó su cuerpo y su mente. Sintió que no pertenecía a este universo legislativo, cómodo y formal, que el castillo de rosca y misterio a donde recién llegaba la expulsaba. Se le pasó por la cabeza desaparecer para siempre. Tomar el colectivo, cruzar el puente La Noria y volver ya mismo a su casa, a Villa Fiorito, a tomar mate con los viejos y las viejas del centro de jubilados del barrio.
El miedo sin embargo duró un click. Tantas veces se enojó porque se habían arrogado ahí adentro la palabra de los pobres, tantas se incomodó al escuchar que hablaban en nombre de los excluidos diputados y diputadas que jamás pasaron ni cerca de un barrio popular, que un torrente de valentía sanguínea la invadió, el miedo de la investidura se desintegró y Zaracho no se fue a casa ni dinamitó ningún puente. Ese día juró su banca. Algunos lo hacen por Dios. Ella lo hizo “por la patria cartonera y por la lucha de los pobres en esta tierra”.
“Cómo me voy a ir si vinimos a patear el tablero y traer esa realidad acá”, ríe con cierto pudor un mes después de su asunción, cuando recuerda aquel momento, sentada en un sillón de la pequeña oficina que le corresponde, en un piso 11 con vista al Palacio, bajo dos pequeños cuadros Perón y de Evita, el hombre y la mujer cuyos nombres siempre flotaron como presencias en la casa que hace casi 40 años sus padres levantaron sobre un basural en Villa Fiorito.
La convicción de Natalia Zaracho, 32 años, es personal. Es diputada. Es pobre. Es cartonera. Es militante social y referente política de su gente. Por eso su compromiso es colectivo. Es la voz de muchos que sostienen su representación. Cuando su voz trona, es el eco de las de los 10 mil hombres y mujeres que andan de aquí para allá en todo el AMBA juntando cartones y las de todos los excluidos y trabajadores informales del país. “Tenemos que ser más acá nosotros”, invita la diputada del Frente de Todos.
Natalia viaja en el tiempo a 2001 para sostener su convicción. Ella es, en sí misma, una cicatriz de la crisis política, económica y social que estalló en diciembre de aquel año. Hace dos décadas tenía más o menos la edad que actualmente tienen sus hijos Dilan (15) e Iara (13). El espejo funciona para ver a través del tiempo. “A mí me robaron la posibilidad de pensar, vivíamos en el día a día, eso no puede volver a pasar con los chicos de ahora”, desafía.
Cuando todo estalló, veinte años atrás, también estalló la mesa de la familia de Natalia Zaracho. El terremoto social desordenó todo en su casa y en el barrio entero. Juan, su papá, chaqueño, que ya no vivía con ellos en la casa, fue despedido de la fábrica metalúrgica donde era operario y se dedicó a sobrevivir con changas. María, la mamá, perdió sus dos trabajos como empleada doméstica en cuestión de semanas, apenas entrado el 2002.
El desastre impactó primero en los barrios como Villa Fiorito. En poco tiempo todos andaban en la misma. Sin nada. Al borde del precipicio. Y todos hicieron lo mismo que María. Salieron a la calle a buscar la llave que les permitiera sobrevivir y alimentar a sus hijos. Una peregrinación de nadies en busca de algo para comer, para vender, para sostener la existencia.
María salió a caminar para encontrar comida o juntar algo de ropa. Caminaba con sol, con lluvia, con frío, hasta que se hacía de noche y al otro día volvía a empezar. El impulso desesperado de salir para sobrevivir al poco tiempo derivó en un oficio, también desesperado: la reventa de cartones y plásticos para reciclar. Y eso naturalizó un sistema: aprender qué calles dan mejores resultados, cuáles son los barrios, las mejores horas para ir y para volver.
Natalia lo vio, lo vivió y lo sufrió a su manera. Era una niña cuando todo se vino abajo y el colapso social transformó la dinámica familiar. El barrio se había picado. María no podía dejar a Natalia en la casa, bajo la custodia de sus hermanos mayores, todas esas horas de calle. Era demasiado peligroso y, a la vez, más manos podían traer más volumen de cartones. Y más cartones eran algo más en la mesa.
A los 12 años, Natalia intentó no abandonar la escuela. No pudo. Pero lo que dejó de aprender en un lado lo aprendió en el otro. Rápidamente comprendió que la organización aliviaba el peso de la angustia. Por decisión o necesidad de su madre, se sumó al cartoneo que todos los días a las tres de la tarde iniciaban unas veinte familias de esa zona de Fiorito. Un éxodo a bordo de un camión hacia los barrios opulentos de la Ciudad de Buenos Aires que se terminaba a la medianoche, cuando ya no quedaba casa, oficina o restaurante que no hubiera dejado en la vereda los desechos del día.
Como los niños no soportaban los kilómetros de caminata, María dejaba a Natalia con otros chicos en alguna esquina segura de la Capital. Zaracho recuerda haber pasado muchos días y muchas noches en la esquina de Rodríguez Peña y Las Heras, pleno Recoleta. La espera no era ociosa, ni mucho menos lúdica. Los niños usaban el tiempo para separar los materiales que iban trayendo en bolsones los cartoneros del barrio.
“Lo que hizo la crisis de 2001 fue desorganizarnos como familia. No había manera de planificar nada. Llegábamos a la una de la mañana a casa, descargábamos los bolsones, nos bañábamos, comíamos. Al otro día amanecíamos a las 11 y tenías que empezar a separar los bolsones para salir a trabajar. Así quedé libre por faltas en la escuela. Intenté en varias pero no pude seguir”, recuerda. Ese agujero le quedó como un más de los varios tatuajes que decoran su cuerpo. No se olvidó. Y en 2019, finalmente, Zaracho terminó la primaria gracias al plan FINES.
Natalia atravesó el fin de la niñez, la adolescencia y la adultez con la misma rutina con la que arrancó junto a su mamá en el incendio post 2001. Separaba cartones, papel blanco, plástico, metales, guardaba ropa o electrodomésticos tirados que podía vender en la feria del barrio, en los trueques, que cada fin de semana eran más grandes. La tarea de los niños y adolescentes también era encontrar los lugares donde podían darles comida que sobraba.
“Teníamos identificado dónde nos daban pan o pollo e íbamos a buscar a esos lugares. No se nos pasaba porque al otro día teníamos que morfar. Éramos chicos con muchas responsabilidades. Y los lunes, miércoles y viernes íbamos a buscar la leche a lo de una vecina del barrio”. Sabían que no podían llegar tarde porque repartían una cantidad limitada de fideos, aceite o azúcar. “Lo necesitábamos, no teníamos nada”, aclara, a una distancia sideral de la romantización.
“No me daba cuenta de la desigualdad en ese momento. Lo único que quería era volver a casa. Quemé parte de la niñez y la adolescencia así, me sentía rara en la ciudad, conocí el Obelisco yendo a cartonear, antes no tenía idea qué había del otro lado de la General Paz”, cuenta.
“Pero cuando ves la película completa veníamos colgados de un camión, en muy malas condiciones, bajo la lluvia, veníamos arriba de todos los bolsones, te pegaban los cables, los árboles, estábamos expuestos a la falta de empatía de los otros”, dice Natalia y no se refiere solo a la indiferencia, a sentirse invisible o ajena en el desierto de la ciudad, como escribió Albert Camus. “Me corté un montón de veces abriendo bolsas con vidrios o jeringas, esas cosas que uno no se da cuenta en su momento y hoy lo pensás y es muy feo y muy grande la desigualdad”, vuelve al presente Natalia.
Tiempo después, una noche en alguna esquina porteña Natalia se cruzó con un muchacho que le dijo que se llamaba Juan Grabois y que, junto con unos amigos, traía mate, comida e ideas para transmitirles a los cartoneros y cartoneras sobre cómo organizarse. Los invitó a reflexionar sobre lo que no veían: que cartonear era un trabajo tan digno como cualquier otro. Los ayudó a perder la vergüenza.
“Mucha gente descreía de esas palabras, yo también al principio, pero empezamos a armar la primera cooperativa, Amanecer, con cartoneros de Fiorito y Villa Caraza. Y funcionó. Hoy tenemos más de 4.000 afiliados, hay siete secretarías que ordenan el trabajo y situaciones de la gente: género, consumo de drogas, salud, obra social”, cuenta Zaracho, con un pantallazo de cómo empezó y hasta dónde llegó la idea de ese chico Juan llevó a las esquinas junto al mate y las facturas.
No fue tan fácil. “Nos representaba la canción de Damas Gratis, ¿la tenés? Esa que dice ‘son todos unos chorros’, que dice ‘se robaron todo, son capaz de vender a su mamá'. Para nosotros la política era eso en 2001″, se ríe cuando recuerda las dificultades que había entre los cartoneros y la gente de la villa para creer en la palabra de alguien de afuera.
Cuando empezó a entender que la organización colectiva daba resultados concretos y mejoraba el día a día, Natalia lentamente modificó su perspectiva sobre la política y la militancia. Entonces, ya entrada la primera década de los 2000 se sumó a uno de los tres comedores de Fiorito, El Atardecer, con su mamá y dos vecinas. Cocinaba la merienda con torta fritas y mate cocido para repartir entre los pibes. Y allí, de nuevo, llegaron militantes de lo que a partir de 2018 sería el Frente Patria Grande, con el liderazgo de Juan Grabois.
Al principio, de nuevo, el descreimiento gobernó la intuición de Natalia. “Yo me cagaba de risa, era muy peleadora, decía ‘estos vienen acá a lavar su conciencia y después vuelven a su casa y tiran la cadena y tienen agua, prenden la tele, tienen sus comodidades’. Yo era muy de pelear, de decirles ‘ustedes se van y nosotros seguimos acá'”.
Natalia no les creía a esos jóvenes universitarios que intentaban acompañar la organización en los barrios. Corría 2008 y ella ya era mamá de Dilan. Con cierta reticencia Zaracho se había sumado a la cooperativa de cartoneros pero no quería militar más allá del comedor. “Yo estaba muy enojada, muy descreída, como la mayoría de los vecinos del barrio. Nos cagaron tantas veces que cuando te empiezan a hablar decís... Pero después me puse a pensar que estos pibes que venían al barrio elegían venir, elegían estar militando, pensar espacios recreativos, talleres, centros culturales, y la verdad que me interpeló. Los veía con compromiso”, cuenta.
En 2014 esa idea se corporizó en una salita de atención sanitaria en Villa Caraza, el barrio vecino a Fiorito, en Lomas de Zamora: “Gise, una médica que conocí en Fiorito en la cooperativa, un día me citó en su consultorio en Caraza, me iba a dar unos folletos para estudiar sobre prevención de salud para darle a los compañeros de la cooperativa. Me senté y me quedé esperando y no me atendía más porque aunque había dos médicas más venían las pibas del barrio y decían que solo se atendían con Gise. Yo estaba acostumbrada a que si la salita atiende hasta las cinco, a las cuatro y media ya no quedaba nadie. Y eran las siete y Gise seguía recibiendo pibas”.
Un reflejo, algo, la hizo verse en Gise. “Empecé a escuchar otra mirada porque yo estaba muy a la defensiva todo el tiempo, con todas las cosas que me habían pasado”, admite. Gise, como Grabois, le aportó otra mirada. La invitó al Encuentro de Mujeres en Mar del Plata en 2015 y así, además de ver el mar por primera vez, Natalia observó el universo de mujeres organizadas, el feminismo popular. “Antes no me cabía mucho. Me parecía que era un feminismo de clase media, o alta, que no nos interpelaba”, explica.
Algo más se despertó en ese momento en el cuerpo y en la mente de Zaracho. Inmediatamente cursó el taller de Economía Popular que dictaba, entre otros, Grabois. Así, conceptualizó lo que hasta ese momento Natalia dejaba bajo el gobierno de su intuición. “Me di cuenta que nosotros inventamos nuestro trabajo, hoy somos trabajadores, me dejó de dar vergüenza pensar que soy cartonera. La economía popular es inventar tu trabajo para subsistir”, reflexiona.
Así, Natalia se dio cuenta que para transformar su realidad necesitaba de la política. Que eso no era necesariamente algo malo. Zaracho se sumó a las reuniones, a las asambleas y rápidamente todos vieron en Natalia una oradora combativa, reflexiva, con proyección de lucha. Se sumó a los espacios de discusión de Nueva Mayoría, dentro del Frente Patria Grande, y era capaz de decirle en la cara a cualquiera: “Dejen de hablar por nosotros, eso que vos decís acá a Fiorito no llega”. Lo que más le molesta a Natalia de cierto sector de la política es que subestimen a los pobres.
No fue fácil asumirse como militante política. Le costó mucho identificarse porque ella veía que el militante era el que llegaba al barrio desde afuera. Y un día de 2019 Gise la llamó por teléfono y le preguntó dónde había nacido. Ella respondió: “En el Hospital Evita de Lanús”. Preguntó por qué. Gise le dijo: “Porque queremos que seas candidata”. Zaracho no entendió. O no quiso entender. Primero pensó que era para concejal en Lomas. “Diputada nacional”, le respondieron. Lanzó un “no” automático. “Estaba muy cagada. Nos hicieron creer tanto tiempo que no estamos preparados. Era muy canchera de pico en las asambleas pero me asusté”, sonríe. Pero se quedó pensando.
Gise le dijo: “Si siempre reclamás un lugar para ustedes, que no hablen por ustedes”. Discutieron un rato, Natalia le pidió un día para pensarlo y luego dijo que sí. Entró en el puesto 26 de la lista que encabezó Sergio Massa. El año pasado, por la salida de Daniela Vilar al gobierno bonaerense, se abrió un lugar para ella. Y asumió la banca en diciembre y hasta 2023. Representa la agenda que se sintetiza en las tres T: tierra, techo y trabajo. Milita por un salario universal, por todos aquellos como ella que intentaron buscar trabajo formal y fueron rechazados, por los villeros anónimos que son fagocitados por la burocracia y el rechazo.
- ¿Qué cambió en tu cabeza desde 2001?
- Nos dimos cuenta que ya no alcanza con tirar piedras. El salto a la política tiene que ver con nuestra evolución y con entender que de arriba no va a caer nada, la teoría del derrame y la de la meritocracia, eso de las oportunidades, no existe. Tenemos que discutir eso, disputar los lugares de poder, no para tener poder sino para transformar la realidad.
- ¿Qué te genera escuchar a quienes hablan del mérito?
- Para los que hablan del mérito nosotros somos un ejemplo. Pero estamos hablando de falta de oportunidades y no es lo mismo para ellos que para nosotros, por más que le pongamos voluntad. Hoy soy diputada por una lucha colectiva, pero no es lo mismo para un pibe de la villa que no tiene oportunidades. No va a tener la misma facilidad de llegar que el marido de Pampita. Es muy fácil hablar cuando no te faltó nunca nada.
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