Los abogados hablan raro. Los jueces escriben en latín. Las leyes que debemos obedecer son incomprensibles para quienes no dominan la jerga. Los procesos judiciales son laberintos borgeanos. Grandes lujos que de la profesión que monopoliza el acceso a la justicia (no se puede hacer casi nada en tribunales sin pagarle a un abogado) y de una de las instituciones públicas con menor credibilidad (el 80% de la ciudadanía tiene poca o ninguna confianza en el Poder Judicial).
Justicia Abierta viene a simplificar lo que siempre nos preguntamos y no entendemos de ese mundo oscuro en el que se definen los límites de nuestros derechos.
La Constitución es la ley suprema, la ley superior del sistema. Esto quiere decir que todas las otras normas tienen que adecuarse a lo que establece la Constitución, no la pueden contradecir.
La Constitución establece dos tipos de normas. Por un lado, tiene reglas que organizan el poder: el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo, el Poder Judicial, sí, pero también otros órganos extra-poder como la Auditoría General de la Nación, la Defensoría del Pueblo o el Ministerio Público. La organización del poder también incluye el reparto de competencias entre la Nación y las provincias y entre la Nación, las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Las discusiones sobre coparticipación de impuestos, por ejemplo, tienen que ver con esto.
Por otra parte, la Constitución organiza las relaciones de las personas (no solo los ciudadanos) con el Estado. Esto se hace al establecer derechos y garantías, que son los mecanismos por los cuales se protegen los derechos (por ejemplo, la acción de amparo).
De esta manera, tanto con la organización del poder como con el reconocimiento de derechos y garantías, la Constitución le pone un límite a la actividad legislativa. Por eso se habla de una tensión entre democracia y Constitución: hay cosas que el pueblo, la mayoría, no puede hacer, ni siquiera a través de una ley. Esta tensión entre democracia y Constitución es aún más compleja cuando la Constitución es rígida, cuando es difícil de reformar, cuando exige una súper-mayoría (dos tercios de los miembros del Congreso solo para declarar la necesidad de la reforma que debe realizar una Convención constituyente elegida especialmente).
A esa tensión se agrega que la mayoría de los países establece algún mecanismo para lograr que la supremacía constitucional (la superioridad de la Constitución sobre todas las demás normas del sistema) se haga efectiva, que se respete. Esto se llama control de constitucionalidad y no surge de la propia norma, sino que fue creado por los jueces.
El sistema europeo de control es muy distinto del argentino, que fue copiado de Estados Unidos. Nuestro sistema es judicial (lo hacen los jueces), es difuso (lo puede hacer cualquier juez, o sea, cualquier juez en la Argentina puede declarar inconstitucional una norma), requiere de un caso concreto (alguien tiene que pedir la inconstitucionalidad, sea una persona, una empresa, una provincia, etc.) y tiene efectos solo para ese caso concreto.
El efecto para el caso concreto en Estados Unidos es algo distinto por la regla del precedente, que hace que los mismos casos se traten de la misma manera. En la Argentina esto no ocurre: un juez puede decir una cosa y otro juez puede decir otra. Incluso la propia Corte Suprema cuando cambia su integración también puede cambiar de opinión sobre la constitucionalidad de una norma en caso similares. Por ejemplo, la criminalización de la tenencia de drogas para consumo personal fue constitucional en la dictadura, inconstitucional durante la transición democrática por una decisión de la Corte de Alfonsín, nuevamente constitucional con la Corte menemista y, por último, inconstitucional por un fallo de 2009. Misma ley, hechos similares, mismo Tribunal, distintos jueces. ¿Seguridad jurídica? Te la debo.
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