La Plaza de Mayo terminó siendo el escenario de un abismo entre la consigna de la “Argentina Unida” y el espíritu del acto que reunió a Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner -protagonista central- con Lula da Silva y Pepe Mujica. La ex presidente apuntó a condicionar las negociaciones con el FMI y el tramo sustancial del discurso del Presidente fue una respuesta, que de hecho convalida aquel papel tutor. En conjunto, además de exponer otro tenso capítulo de la interna, coronaron un mensaje hegemónico, de ensimismamiento, ajeno a buena parte de la realidad.
Un dato significativo de esa abstracción fue el silencio sobre la violencia institucional en la celebración que combina el aniversario de la vuelta a la democracia y el Día de los Derechos Humanos. A la misma hora del acto en Plaza de Mayo, las protestas y los enfrentamientos se sucedían en Miramar por el caso de Luciano Olivera, un chico de 16 años muerto por el disparo de un policía bonaerense. Menos de un mes antes, otro adolescente, Lucas González, había sido víctima de un episodio similar en la Capital. Nada se dijo ahora.
Todo el acto de anoche estuvo marcado por el discurso del kirchnerismo duro. Fuera del contrapunto por la negociación con el Fondo, Alberto Fernández hizo un recorrido en armonía con las palabras de CFK, en lo conceptual y en un punto destacado: colocar a la ex presidenta como víctima de causas judiciales, de manera expresa. La declaró inocente. En rigor, ni siquiera la respuesta a la ex presidente por las advertencias sobre las tratativas con el Fondo rompió esa lógica. Buscó mostrarse firme como máxima instancia de definición, pero en sintonía con la exigencia de dureza. Habrá que ver ahora cuánto se reduce a la platea y cuánto repercute como incertidumbre o freno a un acuerdo que, aún irresuelto, ya proyecta ajustes.
La “unidad” resultó un concepto extraño, negado en términos de convocatoria nacional. CFK fue dura con la gestión macrista y especialmente ácida con la UCR. Pero quizá lo más grave fue la vuelta a conceptos de las épocas de sus grandes guerras, a la larga y en general con resultado adverso, junto con la visión que equipara sus derrotas electorales con virtuales golpes de Estado. Los triunfos opositores serían accidentes de la Historia -en sentido electoral- y fruto de enormes conspiraciones.
Ayer mismo, presentó el resultado de las elecciones de 2015 como el éxito de una alianza entre “jueces con sus togas” y “medios hegemónicos”. Fue la única manera de explicar el fin de su gestión con una derrota, luego de largos párrafos de autocelebración. En el medio, quedó una advertencia que expuso malestar con los resultados en las urnas cuando ponen en crisis el viejo reflejo de adjudicarse la representación del pueblo. “Despabilémonos todos los argentinos”, dijo en obvia referencia a la hora del voto.
CFK colocó casi en el mismo nivel de un golpe de Estado el triunfo opositor de 2015. “Se hizo la noche otra vez para la Argentina”, había dicho sobre la elección perdida a manos de Mauricio Macri. Después, hizo una analogía con el terrorismo de Estado y aludió esta vez sin nombrarlo al lawfare. Alberto Fernández fue más explícito. Pidió “no olvidar a los genocidas” de la dictadura y a “quienes nos endeudaron”. En el mismo nivel.
Podría entenderse como una contradicción semejante descalificación de los espacios opositores y la convocatoria a un acuerdo político para enfrentar la crisis y -en rigor- a convalidar el desenlace de las tratativas con el FMI, cualquiera sea el final. No lo es, al menos en la visión del kirchnerismo y, por extensión, al grueso del oficialismo: el aval que se reclama en un respaldo a ciegas por su condición de responsables únicos del endeudamiento y de la crisis en general.
La interna afloró todo el tiempo en gestos, físicos y verbales. CFK celebró todo el tiempo como si fuera un acto de reivindicación personal. Aludió casi siempre a Lula y en menor medida a Mujica, antes que al Presidente. Y el elogio de gestión estuvo centrado en los doce años y medio de la etapa iniciada por Néstor Kirchner y seguida por sus dos mandatos. La defensa de estos dos años de Gobierno quedó a cargo del Presidente.
El sentido del acto, finalmente, constituyó una expresión de cerrazón por su carácter de demostración partidaria, sin amplitud alguna hacia otros espacios políticos. Pero hubo más. Fue a la vez una expresión de abstracción alimentada por el microclima.
Son varios los indicadores de una concepción profunda. La apropiación de la celebración del Día de la Democracia -como de las batallas por los derechos Humanos- es un dato saliente. Y repetido. También la interna a cielo abierto como eje político en estos dos años de gobierno. Más grave parece la negación o descuidada lectura del significado, no exclusivamente político, de las últimas elecciones.
Hace menos de un mes, el oficialismo registró una derrota sin antecedentes en la historia del peronismo. El punto no es el intento de restarle peso a los espacios de la oposición y en particular a Juntos por el Cambio, al punto de descalificarlos como interlocutores, sino la desconexión que sugiere con el marco de esas elecciones, es decir, la gravedad de la crisis y su propio desgaste.
Ese clima de ensimismamiento se advierte en simultáneo con la exposición de la Interna. Se vio en la Plaza y sobre el escenario. Por supuesto, su expresión más grave fue el juego de condicionamiento impuesto por la ex presidente en las referencias directas a la negociación con el Fondo. Y de la misma manera, las respuestas de Alberto Fernández. Dirimen sus batallas en el terreno más sensible, porque es el punto alrededor del que giran las perspectivas económicas y sociales.
Se trata de la imagen más alarmante que dejó el segundo acto poselectoral del oficialismo. El primero compartido por Alberto Fernández y CFK.
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