Se cumplen dos años desde la asunción en el mando nacional de una fórmula inédita en la historia política argentina. El presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Kirchner llevan 24 meses de una convivencia tensa, que empezó en buenos términos a pesar de las peleas del pasado, pero que se desgastó en los vaivenes de una gestión atravesada por las internas. Especialmente, por las miradas encontradas sobre el mejor modo de surfear la crisis económica, y con la necesidad de un acuerdo con el FMI como sombra permanente.
La relación entre los mandamases del Gobierno se construyó sobre un pasado de enfrentamientos. Alberto Fernández había sido jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, pero el vínculo se quebró cuando el funcionario se alejó del matrimonio presidencial, en 2008, por diferencias en el rumbo del gobierno de Cristina Kirchner, en plena crisis con el campo. Durante los 12 años que siguieron, en especial después de la muerte del ex presidente, apenas se dirigieron la palabra. A lo largo de ese tiempo, fueron frecuentes las declaraciones críticas, en público, de parte de Alberto Fernández a su ex aliada.
Con esa historia de enemistad en el pasado cercano, la decisión en 2019 de Cristina Kirchner de designar a Alberto Fernández como candidato del espacio que estaba conformando para competir contra Cambiemos -y que darían en llamar Frente de Todos- provocó una ola de reacciones de sorpresa e incertidumbre sobre la posibilidad de que la alianza pudiera sostenerse a pesar de la mutua desconfianza.
El arrasador triunfo en las elecciones presidenciales sobre Mauricio Macri, que perdió las chances de la reelección, permitió a la dupla presidencial enterrar las peleas del pasado. El 10 de diciembre, desde el balcón principal de la Casa Rosada, Alberto Fernández prometió junto a Cristina Kirchner, ante una Plaza de Mayo repleta de militantes eufóricos: “Nunca más vamos a dividirnos”. Había repetido el mismo concepto en mil entrevistas durante los meses anteriores. Y seguiría haciéndolo en los posteriores para despejar cualquier duda de resquemores en la cúpula frentetodista.
El devenir del vínculo durante los primeros meses de gobierno anduvo sobre rieles. El júbilo provocado por la derrota del macrismo impulsó a Cristina Kirchner y a Alberto Fernández a regar la recién lograda unidad del peronismo, desplazado del centro del poder durante los cuatro años previos. Mientras ocupaban los espacios que se habían repartido en el Estado -cuidadosamente distribuidos con Sergio Massa, no sin ciertos ruidos, según la importancia de cada ministerio y secretaría para ambos líderes-, sentaron las bases para los cuatro años de administración del Frente de Todos.
Tres meses después de la toma de mando, mientras el recién arribado Gobierno empezaba a gestionar, un hecho inesperado irrumpió en el escenario político. La pandemia se transformó en el tema único de la agenda, que se transitó durante la primera parte de 2020 con total sinergia entre el Presidente y una Vicepresidenta que acompañó cada una de sus medidas, al igual que todos los sectores de la política, desde la oposición, a los sindicatos y los movimientos sociales.
Los primeros roces se gestaron en la segunda mitad del año. Mientras bajaba la cantidad de contagios y de muertes, las peleas con la oposición empezaron a aflorar, y el “veranito” de paz política que había forzado el complejo panorama sanitario quedó en el olvido.
Entre las críticas de Juntos por el Cambio, el coronavirus bajó de posición en la lista de preocupaciones del Gobierno. La inquietud principal empezó a ser el manejo de la crisis económica mientras los indicadores de pobreza, desempleo e inflación planteaban un escenario social cada vez más oscuro para el oficialismo.
Las incipientes fricciones internas, negadas sistemáticamente por el entorno de Alberto Fernández, fueron evidenciados por la propia Cristina Kirchner en octubre. Su primera carta pública con críticas a la gestión nacional inmortalizó la expresión “funcionarios que no funcionan” para referirse, elípticamente, a la administración de Alberto Fernández y su equipo, entre alusiones a la suba del dólar, la “extorsión devaluatoria”, y la existencia de una “economía bimonetaria”. Después, en la Casa Rosada negaron hasta el cansancio que la vicepresidenta hubiera cuestionado la gestión. Pero el resto del arco político descifró en el hilado de sus palabras un velado malestar.
Aquella misiva fue la primera expresión de los “matices en la unidad”, como llama Alberto Fernández a las profundas diferencias que existen entre la Casa de Gobierno, por un lado, y el Instituto Patria y La Cámpora, por el otro.
Uno de los hitos de las desavenencias se dejó traslucir en los primeros meses de 2021, con el frustrado intento del ministro de Economía, Martín Guzmán, de despedir al subsecretario de Energía, Federico Basualdo, que responde al kirchnerismo, por diferencias sobre un tema tan sensible como el aumento de tarifas. La agrupación que responde a Máximo Kirchner impidió que el funcionario más importante del Gabinete desplazara a un subalterno dentro de su propio ministerio y dejó en claro, de esa forma, quién mandaba en la gestión de la política económica.
El momento político más tenso en la pareja ejecutiva no se produjo hasta meses después, tras las elecciones primarias. Conocida la catastrófica derrota, Cristina Kirchner, irritada con los resultados, mantuvo el silencio durante tres días a la espera de que Alberto Fernández impulsara los cambios que le venía sugiriendo desde hacía meses. Ante la falta de reacción del Presidente, ordenó a los ministros de su órbita, con Eduardo “Wado” de Pedro (de Interior) a la cabeza, que presentaran sus renuncias. Así lo hicieron.
Al día siguiente, en otro acto de presión política extema, Cristina Kirchner arremetió con una nueva misiva, donde endilgó a Alberto Fernández la responsabilidad por el revés en las urnas y lo exhortó públicamente a que reemplazara a un grupo de altos funcionarios designados por el jefe del Estado que ella reprobaba. Entre ellos, sus dos “manos derechas”: el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, y el secretario de Comunicación de la Presidencia, Juan Pablo Biondi.
En un contexto de alta presión política, con la crisis ya desatada, Alberto Fernández no tuvo otro remedio que aceptar la imposición de la jefa política del espacio. Aunque discutió con su círculo íntimo la posibilidad de romper con el kirchnerismo, finalmente accedió a desplazar definitivamente a varios ministros de su entorno, aunque logró retener a Cafiero, desplazándolo a la Cancillería. En su lugar designó, con aval de la Vicepresidenta, al gobernador de Tucumán, Juan Manzur, que tomó licencia en su provincia y desembarcó con su equipo y un alto perfil en el primer piso de la Casa Rosada.
Lo que siguió fue un período de tensa calma, que no aflojó hasta dos semanas después, cuando Cristina Kirchner asistió a un acto encabezado por el Presidente en la Casa Rosada. Aunque permaneció en silencio durante la totalidad de la ceremonia en el Museo del Bicentenario, envío así una señal de que el Frente de Todos permanecería unido en la carrera hacia las Generales.
En el camino a la siguiente elección -la definitiva- el vínculo se mantuvo apacible, pero las tensiones permanecían. En la Casa Rosada y el Senado buscaron poner paños fríos a la disputa mientras rediseñaban la campaña junto a los equipos de Massa, que intentó mantenerse al margen del conflicto. En el esquema de intento de equilibrio entre el ala albertista y el kirchnerismo tuvo un rol clave el consultor catalán Antoni Gutiérrez Rubí, que desde su postura de neutralidad actuó como especie pivot en la relación.
La voluntad de unidad con fines electorales se mantuvo incólume a pesar de los rumores de ruptura post-crisis interna durante los dos meses que siguieron, y se cristalizó el jueves previo a las generales del 14 de noviembre, cuando Cristina Kirchner decidió formar parte del acto de cierre de campaña que se realizó en Merlo. Asistió a pesar de la inesperada operación quirúrgica a la que se había sometido sólo seis días antes, lo que constituyó un nuevo mensaje de aval a la fórmula que ella misma había generado. El respaldo fue tibio: estuvo presente, pero permaneció callada, sentada frente a una mesa sobre el escenario.
Las elecciones legislativas generales abrieron un nuevo capítulo en la minada relación. A diferencia de la noche de las PASO, en noviembre la Vicepresidenta no fue al búnker montado en el Complejo C de Chacarita, donde la primera plana del oficialismo esperaría con extrema ansiedad y temor unos resultados que se auguraban muy adversos. Aludió a motivos de salud, pero hubo especulaciones sobre un creciente malestar de su parte ante la posibilidad de una derrota aún peor que la de las Primarias.
La remontada en los resultados con respecto a las PASO fue utilizada por el presidente Alberto Fernández para empezar a empoderarse e incluso independizarse, en cierta medida, de Cristina Kirchner. La noche del domingo 14, una vez conocidos los primeros porcentajes del escrutinio definitivo, el Presidente festejó la distancia de un punto y medio con Juntos por el Cambio en la provincia de Buenos Aires como si hubiera sido un triunfo. Y se puso al frente de la agenda política con un mensaje institucional, emitido casi en paralelo al acto político, donde anunció que llamaría a la oposición a un debate en el Congreso sobre un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional por la deuda externa. Eso sí: se encargó de destacar que tenía el aval de la Vicepresidenta.
Dos días después, encabezó como único orador un masivo acto en la Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada, donde Cristina Kirchner tampoco estuvo. La excusa fue el festejo del Día de la Militancia. El evento había sido convocado por los movimientos sociales afines al Presidente y un sector de la CGT, integrado principalmente por los Camioneros de Hugo y Pablo Moyano, en la previa de los comicios, para defender la figura presidencial en caso de una caída estrepitosa en los resultados. Ese día, el primer mandatario llamó, inesperadamente, a la realización de internas dentro del Frente de Todos. Su mensaje fue interpretado como una clara muestra de sus intenciones de presentarse a la reelección en las elecciones presidenciales de 2023.
En la plaza inundada de militantes se encontraba La Cámpora, que se había sumado a la organización a último momento. Pero Máximo Kirchner y Wado de Pedro escucharon al Presidente desde lejos. Se habían posicionado, adrede, a una prudente distancia física, que también fue política. El kirchnerismo no avalaba la celebración de una derrota que dejó a Cristina Kirchner con sustantiva menor gravitación en el Senado, donde había reinado con mayoría y quórum propio durante los dos primeros años del gobierno.
Falta al menos un año para que comience la batalla interna del oficialismo para las presidenciales y en los espacios de Alberto Fernández y Cristina Kirchner saben que necesitan uno del otro para llegar con volumen político. “Sin un buen gobierno del Frente de Todos en los dos años que vienen, no hay 2023 para nadie en el peronismo”, resumió a Infobae, días atrás, un importante armador con terminales en ambos espacios. El oscilante vínculo entre el Presidente y la Vicepresidenta se encuentra hoy en una etapa de recomposición, en especial con la necesidad urgente de cerrar un acuerdo por la deuda antes del cargado vencimiento de pago de marzo.
Con ese arreglo en la agenda inmediata, y cuando las Presidenciales aún están lejanas, Alberto Fernández convocó para hoy a una marcha “por la unidad” para hoy, con motivo del Día de la Democracia. Cristina Kirchner le dio su respaldo y no sólo estará presente en el escenario que ya se montó frente a la Plaza de Mayo, sino que brindará, también, un discurso. Toda la atención estará centrada en sus palabras, que evidenciarán el estado actual de la relación entre las dos cabezas principales de una coalición de gobierno que parece estar, aunque de modo latente, en permanente estado de conflicto.
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