El acto por el Día de la Militancia fue mutando como señal, pero siempre en función de las tensiones dentro del oficialismo. La información oficial dice que la concentración de este 17 de noviembre en Plaza de Mayo será una nueva muestra de unidad. Había nacido como una movida fuerte de jefes sindicales y de organizaciones sociales para respaldar a Alberto Fernández frente a la posibilidad de una nueva ofensiva de Cristina Fernández de Kirchner. El resultado del domingo impuso de momento un capítulo de suspenso, basado en la necesidad compartida de no repartir culpas públicamente y, al revés, de fabricar el discurso del triunfo en la derrota. La interna y la receta para el nuevo contrapunto con la oposición ignoran el mensaje social más amplio de las elecciones.
Los dos elementos están limitados al foco de la política, casi con inercia de campaña. El oficialismo destaca su remontada en la provincia de Buenos Aires, aun sin dar vuelta la historia anticipada por las PASO. Trata de ganar la “conversación” o imponérsela a Juntos por Cambio. Y restringe todo a esa batalla que entiende como la respuesta del Gobierno a la sociedad después de una elección de medio término que, se supone, es una especie de evaluación sobre el rumbo y los resultados de la primera mitad de la gestión presidencial.
Otra cosa sería un razonable ejercicio para asimilar y amortiguar el impacto. Lo insólito es plantearse el camino del no reconocimiento de lo ocurrido. El oficialismo podría argumentar que logró recuperar terreno en algunos distritos y hasta revertir en un par de provincias -Chaco y Tierra del Fuego, los más celebrado- y algunos municipios del GBA. Quizá lo más significativo tenga que ver con el mayor peso en la Legislatura bonaerense. Se trataría de plantarse en un punto a partir del cual administrar lo que viene en términos políticos e institucionales.
Pero al fabricar la idea de “triunfo”, quedó enredado en la comparación con los resultados de Juntos por el Cambio, casi de manera exclusiva. Los números no acompañan. Es sabido: entre 8 y 9 puntos por debajo en la cuenta nacional, derrotas por poco o mucho en los cinco principales distritos del país (Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Capital y Mendoza, por peso del padrón), pérdida del quórum propio en el Senado, mayor equilibrio aún con final abierto en Diputados.
¿Tiene sentido discutir eso? Ese es el primer problema. Se explicaría sólo en función de la interna oficialista: la necesidad compartida de diluir la derrota. No quedó espacio para cargar el resultado en la mochila de un único referente o sector del Frente de Todos. Son números amargos para CFK, también para el Presidente por lo que expresa el mapa nacional y para el PJ tradicional, a pesar de la factura que exhiben los intendentes del GBA -y que esperan cobrar con el compromiso de dinamitar la ley que impide las re-reelecciones, entre otros puntos- y algunos de los gobernadores ganadores, aunque se por menos de lo esperado.
El segundo problema es que difícilmente la discusión en esos términos resista el paso de los días, más allá de cruces con JxC. La cuestión de fondo es suponer que eso mismo puede ser un buen mensaje fuera del microclima de la política. El oficialismo puso su mayor energía en contener su interna como si el sentido del voto se agotara en la discusión -contrafáctica en tiempo real, se diría- y no significara nada para el conjunto de la sociedad.
En definitiva -como expresión no asimilable a únicos espacios políticos- un conglomerado realmente heterogéneo coincidió en un punto: expresar su descontento o una posición crítica o algún grado de desaprobación sobre la gestión del Gobierno. Se trata de dos tercios del electorado a nivel nacional y el 61 por ciento si se ciñe todo a la provincia de Buenos Aires.
Esa realidad incluye y trasciende a cada espacio. El Presidente en público, otros referentes sobre el escenario y CFK con su silencio lo ignoran como mensaje. Por supuesto, no lo desconocen en el análisis reservado, pero lo que cuenta es la reacción frente al resultado electoral. Es lógico, se ha dicho, que trate de amortiguar el impacto, pero es inquietante que lo niegue frente a una sociedad sacudida por la crisis y con signos de descreimiento general.
Fuera de eso, la tensión doméstica se expresa también a través de trascendidos que se dejan circular. Por ejemplo, desde aliados interesados del Presidente, que hay presión para que Alberto Fernández tome las riendas y dé por clausurado este esquema de poder, frente a la debilidad que se le adjudica a CFK como consecuencia de la derrota. No se entiende porque Olivos habría salido fortalecido a diferencia del kirchnerismo duro. Desde la otra vereda, asoma la concurrencia al acto de hoy como una respuesta para no precipitar el conflicto, aunque sin ocultar el malestar por la convocatoria.
La difusión del acto como otra muestra de unidad es acompañado por el énfasis en señalar que la línea discursiva sobre la inauguración de una “segunda etapa” -después de la primera signada exclusivamente por la crisis heredada y por la pandemia- y el “plan plurianual” para un acuerdo con el FMI cuentan con el aval de todos los socios del oficialismo. Es decir, también de la ex presidente.
Suena a una respuesta por anticipado a la oposición, que reclama que el oficialismo unifique posiciones antes de intentar un acuerdo político. El plan por ahora es desconocido, pero debería ser colocado sobre la mesa de negociaciones en diciembre, según los tiempos anunciados por el Gobierno. En rigor, es antes que nada otro gesto frente a las exigencias no técnicas sino de sustento político que transmite el Fondo. Reclama compromiso del Gobierno y respaldo opositor, con expresión legislativa.
También eso, en breve -según los dichos del Presidente-, estará ante la vista de la sociedad. La letra del plan y sus posibles efectos. En esa perspectiva, parece de bajo vuelo jugarlo con la lógica de la reducida lectura poselectoral.
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