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Fue el 6 de octubre de 2000, en pleno gobierno de la Alianza formada por la Unión Cívica Radical y el Frepaso, frente que reunía a agrupaciones de centroizquierda y peronistas críticos del menemismo.
Gobernaba el radical Fernando de la Rúa y su vicepresidente era Carlos Chacho Álvarez, jefe del Frepaso, que aquel 6 de octubre protagonizó un acto de gran espectacularidad pero que no tuvo los resultados políticos con los que él especulaba.
El vicepresidente presentó ese día su renuncia. Reaccionaba de ese modo drástico frente a la denuncia de una supuesta venalidad en el voto de una Ley de Reforma Laboral en el Senado, pero su gesto, aunque en ese momento nadie podía prever la crisis que se avecinaba, fue leído como un arrebato de gran liviandad institucional antes que como una gesta ética.
La renuncia, que Álvarez y su círculo íntimo leían como posible detonante de un 17 de octubre -el pueblo reclamando por el regreso de un vicepresidente popular y entronizándolo como líder, a imagen y semejanza de lo ocurrido con Juan Domingo Perón en 1945- tuvo como principal resultado la extinción de su autoridad y su pase a un destierro político del que no ha regresado.
Todos los argentinos que hayan sido testigos de aquel acontecimiento -un gesto cuya irresponsabilidad quedó expuesta en toda su hondura cuando estalló la crisis de 2001- tienen en este momento una sensación de déjà vu frente a la arremetida institucional de una Vicepresidente contra el Presidente de la Nación, a quien pretende extorsionar tirando del mantel como aquella vez hizo Chacho Álvarez. Debería tener presente que este último nunca más pudo sentarse a la mesa.
El kirchnerismo, que se sirvió del calificativo “destituyente” para deslegitimar toda crítica a sus sucesivas gestiones, hoy incurre desembozadamente en esa práctica, con la masiva presentación de renuncias -casi un quite de colaboración, un sabotaje- por parte de los funcionarios que responden como soldados a Cristina Kirchner.
Ambos vicepresidentes, con dos décadas de distancia, tienen en común un mismo propósito -debilitar al Presidente-, y posiblemente un mismo error de cálculo: Chacho Álvarez confundió su imagen positiva, que tenía una raíz esencialmente mediática, con un liderazgo genuinamente popular, y en ese error, secó su caudal.
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En la coyuntura actual, Cristina Kirchner confundió la aquiescencia de gobernadores, intendentes y sindicalistas peronistas que la dejaron hacer durante estos dos años, concediendo todo, con una genuina aceptación de su liderazgo.
Ahora, esos mismos sectores apoyan a Alberto Fernández frente a la embestida de su vicepresidente, no como un fin en sí mismo, sino justamente como un medio para dejar en evidencia que el kirchnerismo es pasajero y el peronismo lo permanente; es un apoyo circunstancial al jefe de Estado, tampoco incondicional, que busca en realidad atenuar el poder de decisión de Cristina Krichner, un poder que ésta ejerce sin sutilezas, ni respeto alguno por otras jefaturas, tanto o más legítimas que las que ella impone.
La embestida contra el Presidente empezó en realidad antes del domingo aciago del kirchnerismo. El protagonismo de las figuras cercanas a la vicepresidente en la campaña fue el signo de la compulsión de Cristina Kirchner por hacerse cargo del gobierno apostando a que el resultado sería positivo, y podría de este modo atribuírselo por completo a su intervención.
Las cosas se dieron de una manera muy distinta: su arremetida actual parte de la base de no hacerse cargo de su cuota parte en la derrota del domingo pasado, y por ende busca teñir de mayor kirchnerismo la gestión porque no ha leído el mensaje de las urnas.
Tampoco parece tener conciencia histórica. Está serruchando alegremente la rama en la cual está sentada, como si la agitación institucional que está generando no fuese a tener consecuencias para ella.
Eso sí, hay un resto de prudencia: los funcionarios judiciales que le responden no han presentado la renuncia, en consonancia con la preocupación esencial que inspiró todos sus actos políticos en lo que va de esta tercera gestión kirchnerista: la auto-protección judicial.
Esa misma atención que pone en sus temas personales es un espejo invertido de la desaprensión con la cual convierte un revés electoral de su fuerza en una crisis institucional del Estado argentino, con el consecuente desprestigio del país ante el mundo.
Chacho Álvarez no tuvo su 17 de octubre y, de mantenerse este espectáculo de irresponsabilidad institucional, es difícil que la actual alianza de gobierno tenga siquiera un digno 14 de noviembre.
Tal vez Cristina Kirchner se salga con la suya y avance en su control de la administración, pero debería recordar una ley de la política que en el caso de Chacho Álvarez se verificó con toda contundencia: el poder se gana, se pierde y se recupera; pero que la autoridad es como la vergüenza: una vez que se pierde, no se recupera más.
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