Alberto Fernández desconcierta por momentos a los suyos, no por su exposición mediática en continuado -ya descontada- sino porque a veces complica las propias estrategias defensivas frente a cuestiones críticas. El ejemplo de estos días son los movimientos que en lugar de desplazar el festejo de Olivos, lo sostienen en primer plano. Eso es un problema interno. Más graves son las señales de poder que expone en ese andar. Buscó marcarle el terreno a la Justicia en la causa por el cumpleaños de Fabiola Yañez. Y fuera de cálculo, transformó en tema propio el caso de la profesora enceguecida de ultrakirchnerismo, con un aval que descolocó a su círculo más próximo en privado y al ministro del área, en público.
La sucesión de reacciones presidenciales de ese tipo genera a esta altura un par de interpretaciones contrapuestas. La primera indica que Alberto Fernández no evaluaría el impacto de su palabra y de cada gesto, que ya no son la de un político en el llano, desprovisto de responsabilidad o sin capacidad de daño, sino la del jefe del Estado. La segunda dice que, al revés, es consciente de ese peso. Y lo utiliza. Suele hablar en primera persona cuando enumera lo que a su juicio son logros del Gobierno. Una concepción de poder, más allá del sentido propagandístico.
Importa el efecto real de cada mensaje. Y la previa, esta vez, como refuerzo: el Presidente decidió sentarse frente a un micrófono determinado para trasmitir lo que quería decir. Su juego en la causa por el festejo en Olivos durante la cuarentena ya había sido expresado en el escrito presentado ante la Justicia. En radio, sólo agregó presión pública.
Alberto Fernández sostiene, al menos contra el sentido común, que no cometió delito asistiendo a una reunión social de hecho convalidada, además, porque fue realizada en la residencia presidencial. En su extensa presentación, sostuvo que se trató de una reunión privada, destaco su obvia condición de “esencial” según los términos del DNU y reiteró que no hubo contagios. Todo, junto con el ofrecimiento de una donación para cerrar el trámite.
En sus declaraciones, no se limitó a hacer una síntesis de lo expuesto, que para algunos era innecesaria en la lógica de sacar ese título de la cartelera en el último tramo de campaña. Pero esa no resultó la cuestión de fondo. De hecho, el mensaje para Sebastián Casanello fue condicionante con el clásico del elogio para vestirlo: lo calificó como un buen juez y afirmó que aspira a que analice y resuelva el tema “jurídicamente”, es decir, tomando como bueno su planteo. ¿Qué sería obrar de modo antijurídico? Atender -dijo- “palabras que se escriben en los diarios”.
Existe otro elemento nada menor. El Presidente decidió dejar lado en este caso a Gregorio Dalbón, a quien había consultado inicialmente. La cronología indica que fue después de que el abogado -que representa a Cristina Fernández de Kirchner en algunas causas y juega el papel de duro en su contraofensiva judicial- hiciera declaraciones insultantes contra el juez y sobre todo contra el fiscal Ramiro González. Es más, sugirió tener con qué ir en su contra. Esa secuencia objetiva fue explicada como una toma de distancia por parte del Presidente, según él mismo expuso en reserva. El punto, aún en ese caso, es la señal previa: sonó a advertencia de “carpetazo”.
La defensa presidencial de la profesora fanatizada fue más sorpresiva. Se trata de un episodio grave en sí mismo y por lo que revela como práctica de imposición de una línea ideológica en el aula, desde el lugar de “autoridad” que ocupa el docente. Un hecho frente al cual parecía que el Gobierno ya había fijado posición, con la crítica del ministro Nicolás Trotta.
Un dato es que el funcionario quedó desautorizado. Un agregado inesperado luego de que al menos hasta las elecciones la situación del Gabinete parece contenida. Eso es lo que se dejó trascender después de los dos últimos cambios de ministro. Sin embargo, más delicado es el impacto de la afirmación presidencial en defensa de la docente en cuestión, Laura Radetich, en dos terrenos. El primero, como en el referido caso de la Justicia, es el mensaje a las autoridades que deberán resolver el tema por la vía administrativa, empezando por la escuela. Y el segundo, la educación y la sociedad en general.
El Presidente consideró que la docente fue “estigmatizada” y que, en otras palabras, se trató de un saludable ejercicio de debate. En rigor, el video muestra que estuvo lejos de eso, no por las formas, sino por el fondo, con la docente descalificando al alumno en duros términos. Pero además, Alberto Fernández se colocó de un lado del escritorio al decir que la profesora “sabe cómo es la verdad” -por lo que se desprende, en términos absolutos- y al desconsiderar el punto de vista del alumno. “Es evidente que el chico tiene una idea formada que es resultado de escuchar cosas dichas”, afirmó.
Pensado no sólo como delicada cuestión de fondo, sino en los términos reducidos de la campaña, las declaraciones presidenciales agregaron un rubro imprevisto a la agenda de los candidatos oficialistas. Igual, resulta combustible para polarizar la elección. Y por eso mismo, clausura la posibilidad de debate serio sobre un hecho grave, extremo si se quiere, pero seguramente no único. Mal aporte.
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