A principios de la semana pasada, la ministra de Salud, Carla Vizzoti, anunció que antes de fin de año llegaran al país 20 millones de vacunas Pfizer. Ese logro fue el producto de una larga discusión, que llevó cerca de un año, entre el Poder Ejecutivo y el sector de la coalición gobernante que conduce Cristina Kirchner. Así fue, a punto tal, que el acercamiento con Pfizer generó dos expresiones muy claras de descontento. Dos días después que Alberto Fernández firmó un decreto para habilitar la firma de los contratos, Máximo Kirchner expresó que no quería un país que sea “juguete de las circunstancias”, que se rindiera antes las exigencias de laboratorios extranjeros, sin “autoestima nacional”. “No nos gusta”, dijo, por su parte Mariano Recalde, íntimo de Kirchner.
Finalmente, las vacunas llegarán al país para cierto alivio de la población. Pero la demora producida por esos tironeos tuvo efectos serios. El arribo a tiempo de esos inoculantes hubiera salvado muchas vidas y, además, hoy estaría protegiendo a la sociedad ante la temible llegada de la cepa Delta. Hay que elongar mucho para entender por qué sometieron al país a este problema. Pero además, le hubiera ahorrado un grave costo político al oficialismo. Si esas vacunas llegaban de acuerdo a lo imaginado, en agosto del año pasado, el proceso de vacunación hubiera sido más robusto y a los dirigentes y periodistas de la oposición más extrema les hubiera costado encontrar argumentos sólidos, como los tienen ahora. El sector más extremo del Frente de Todos ha sido, una vez más, muy dañino para el gobierno y muy generoso con la oposición.
Lo peor de todo es que, a la luz de lo ocurrido, no se entiende la lógica de ese conflicto. Si se trataba de ejercer una resistencia heroica en defensa de la soberanía nacional y contra los intereses foráneos, ¿por qué entonces finalmente los rebeldes arrían el pabellón nacional? Parece un hecho indigno. Si, en cambio, no se trataba de eso, ¿entonces por qué resistieron tantos meses? ¿Qué era lo que buscaban? Parece un hecho infantil. Lo cierto es que, finalmente, cedieron. Tarde, pero cedieron.
Esa dinámica tan difícil de entender desde afuera se reproduce en muchos temas centrales del Gobierno. El sábado pasado, por ejemplo, en la presentación de los candidatos del Frente de Todos, Cristina Kirchner anunció dos decisiones que, también, ponían fin a largos meses de discusiones internas. La primera de ellas fue la de pagar con Derechos Especiales de Giro los vencimientos de este año con el Fondo Monetario Internacional. De esta manera, el dinero que llegará como asistencia al país para compensar los efectos de la pandemia será reembolsado al FMI para cancelar deuda. Ese anuncio de la vicepresidenta contradice pronunciamientos muy claros de su sector en contra de esa misma medida.
Si la Argentina hubiera acordado con el FMI hace unos meses, como empujaban desde el Ministerio de Economía, ese dinero habría estado libre para impulsar la recuperación. No lo hicieron y por eso no está. Pero la decisión de pagar, tarde, revela que Cristina Kirchner no quiere romper con el Fondo. Si es así, si finalmente no era una cuestión de principios inamovibles ¿por qué hizo lo imposible por demorar ese acuerdo, planteando condiciones muy difíciles de conseguir? ¿por qué no confió en las sugerencias de los negociadores?
Otra vez: si Cristina tuviera decidido ir al default como la mejor manera de defender los intereses del país todo esto habría tenido algún sentido. Sería muy controvertido pero, al menos, sería también congruente. Pero, dado que al final cede, y envía miles de millones a Washington, ¿cuál es el sentido de complicarle la vida a la visión alternativa que es dominante en la Casa Rosada? Finalmente, se aplica la mirada de Guzmán, o se traen las vacunas Pfizer. Pero tarde,. En este caso, además, hubo una ofensiva muy evidente para forzar la denuncia de Guzmán. Se requiere de una hermenéutica muy sofisticada para entender la lógica que subyace detrás de tanto zigzag, si es que esa. Lógica existiera.
Todo al final sale –las vacunas Pfizer, el acercamiento al Fondo—pero con fórceps, con lo cual se debilitan los eventuales resultados positivos de cualquier estrategia económica o sanitaria. Un pie se tropieza con el otro, a pocos metros de un precipicio. ¿Qué podría salir mal?
En el mismo discurso, Cristina Kirchner desmintió que ella fuera a privatizar el sistema de salud. “Yo estoy afiliada a una prepaga. Mis amigas también. ¿A quién se le ocurre que privatizaría el sistema de salud? Las cosas que inventan”. Apenas dos días después, la Casa Rosada destrabó el serio conflicto que afectaba desde hace meses al sistema de salud, en medio de una pandemia, con la angustia que eso significaba para trabajadores y trabajadoras de la Salud: se decidió que los salarios subirían 44 por ciento y las prepagas podrían aumentar 36 por ciento en lo que resta el año. El Ejecutivo había empezado con los aumentos el ultimo día del año pasado, pero debió eliminarlos luego de la discusión con la vicepresidenta. En el medio, empezaron a circular amenazas de una reforma radical de todo el sistema. Eso gatilló otro conflicto que, ahora se ve, era innecesario.
Si se mira atentamente, en los últimos anuncios hubo un giro fuerte del Gobierno hacia posiciones centristas. Por un lado, las urgencias sanitarias pesaron más que el sentimiento antinorteamericano, o las extravagantes simpatías con la Rusia de Putin, y eso permitió que llegaran las vacunas Pfizer. Por otro lado, se acercó a la posibilidad de recorrer un sendero de negociación con el Fondo Monetario que debería terminar con un acuerdo antes de marzo del año que viene, cuando haya que pagar dinero que la Argentina no tiene. Finalmente, la mirada anti empresaria cedió ante la necesidad de que el sistema de salud no quiebre.
El giro que, finalmente, ha permitido la vicepresidenta, se produjo pocas semanas antes de la elección legislativa. Naturalmente, la escasez de vacunas y la incertidumbre financiera no fortalecen al oficialismo. El miedo a perder acercó a la vicepresidenta hacia las posiciones del Presidente, de su ministro de Economía y de su ministra de Salud. En algún sentido, es la misma lógica que derivó en la designación de Alberto Fernández como candidato. Cuando llegan las elecciones, si teme el resultado, Kirchner gira hacia la moderación.
En ese sentido, las preguntas son obvias: ¿Qué pasará después de las elecciones? ¿Cristina volverá a pulsear con la línea de la Casa Rosada y el Ministerio de Economía? ¿O entenderá que, especialmente en la gestión económica, es necesario consensuar una mirada común de largo plazo? Después de las elecciones aguardan serios desafíos, por ejemplo, frente a la inflación brutal que afecta al país. ¿El enfoque del Gobierno será congruente, o la pulseada eterna entre sus distintos sectores, someterá a la sociedad a un camino tortuoso, donde cada día habrá que esperar los resultados de disputas cuya lógica es tan difícil de comprender? ¿Es pragmática Cristina, como sugieren sus últimos movimientos? ¿Es principista, como se deduce de su resistencia a vacunas norteamericanas y en favor de las rusas? ¿Es ambas cosas? ¿Combina bien una cosa y la otra o ese matete corroe al Gobierno por dentro y, por tanto, complica demasiado a un cuerpo social ya demasiado herido? ¿Dónde está el Presidente mientras ella va y viene? ¿Cumple su rol cuando espera tanto tiempo, con las vacunas, con la deuda, con la inflación, que la realidad se imponga a las ideas de su socia?
“Este es un gobierno que tarda tiempo en resolver sus diferencias pero, al final, las salda a favor del pragmatismo”, dijo hace unos meses el economista Daniel Marx, un experimentado negociador de la deuda argentina. Sería tal vez razonable que quienes conducen el Frente de Todos evalúen si ese tiempo que necesitan para resolver sus problemas está disponible. Por momentos parece que juegan con fuego.
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