Reproches cruzados. Pases de facturas. Tensión en aumento. El clima en la Confederación General del Trabajo (CGT) se recalentó en las últimas semanas y todo fue por culpa de Alberto Fernández: dos promesas incumplidas que le hizo a la dirigencia cegetista acrecentaron las diferencias internas por la relación con el Gobierno y la pasividad de la central obrera ante la indiferencia de la Casa Rosada.
El 6 de mayo pasado, hace cinco semanas, una delegación de la CGT salió de la Quinta de Olivos con un sabor agridulce. Allí, sorpresivamente, el Presidente le negó al sindicalismo la posibilidad de designar a alguien de su confianza como superintendente de Servicios de Salud, el organismo que administra los fondos de obras sociales, pero se comprometió a tomar dos medidas clave que aliviarán el déficit financiero del sistema sindical de salud.
Por un lado, el jefe del Estado prometió otorgarles $11.000 millones a las obras sociales para compensar los suculentos gastos del rubro discapacidad en educación y transporte, que representa el mayor porcentaje de los costos del sistema (casi un 37%), y, por otro, accedió a cambiar el sistema de libre elección de la obra social para permitir que cada nuevo trabajador permanezca un año en la que corresponde a su actividad antes de disponer el traspaso de los aportes a otra entidad y evitar así la fuga de los aportes obligatorios al sector privado.
Ambas decisiones todavía no se concretaron. Las explicaciones oficiales sobre la demora en instrumentarlas, a juicio de la CGT, son endebles. En el caso de los $11.000 millones, en la Casa Rosada aseguran que el pago está trabado en el Ministerio de Economía, donde aún se discute si esos fondos serán pagados desde el Tesoro Nacional o mediante partidas de los ministerios de Educación y de Transporte, que deberían hacerse cargo de compensar el gasto del rubro discapacidad. Respecto del cambio en el sistema de libre elección de la obra social, el texto del Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) está frenado en el Ministerio de Salud y nadie sabe por qué no fue elevado a la Secretaría Legal y Técnica de la Presidencia para que pueda firmarse.
Por eso esta semana ardió el grupo de WhatsApp que tiene la conducción de la CGT: allí hubo gruesas críticas contra Alberto Fernández por sus promesas incumplidas (”y no es la primera vez que lo hace”, recordó un dirigente memorioso), quejas contra la ministra Carla Vizzotti, reclamos de que intervenga Héctor Daer (Sanidad), el cotitular cegetista y amigo del Presidente, y una suerte de catarsis que confirma el malestar por la inacción de la central obrera en un momento como el actual, en donde la crisis económica y la emergencia sanitaria se mezclan con la ineficiencia en la gestión oficial.
La decisión del Presidente de no designar a un candidato de la CGT en la Superintendencia de Salud, en reemplazo del fallecido Eugenio Zanarini, también dejó heridas internas. Por este traspié también hubo una inesperada discusión entre los dos miembros del sector de “los Gordos”: el mercantil Armando Cavalieri le cuestionó a Daer que se hayan enterado en Olivos de que Alberto Fernández había resuelto nombrar en aquel cargo a Daniel Alejandro López, amigo y ex socio de Ginés González García. El ex ministro de Salud mantiene desde hace décadas una relación muy estrecha con Carlos West Ocampo, líder de la Federación de Trabajadores de Sanidad y jefe político el cotitular cegetista, y así se explican las destempladas quejas de Cavalieri.
En medio de este clima, para colmo, aparecieron hace quince días las versiones de que La Cámpora quería designar cuatro de sus militantes en la Superintendencia de Salud, lo que motivó una desesperada gestión de Daer ante el Presidente, que detuvo esa jugada y propició un encuentro de la CGT con tres funcionarios de alto rango (Santiago Cafiero, Carla Vizzotti y Claudio Moroni) para tranquilizar a los sindicalistas y darles garantías de que esos nombramientos no iban a producirse. En realidad, esas incorporaciones fueron promovidas por la dupla que maneja la cartera de Salud bonaerense, Daniel Gollán y Nicolas Kreplak, pertenecientes al Instituto Patria y promotores junto con Cristina Kirchner de la virtual estatización del sistema de salud.
En las ultimas horas, además, varios sindicalistas comenzaron a reenviarse a sus celulares un link del Boletín Oficial con la flamante designación de una nueva funcionaria en la estructura de la Superintendencia y todos estaban convencidos de que pertenecía a La Cámpora. Un dirigente pudo confirmar que no era así, pero el episodio revela el estado de nervios de la CGT ante la posibilidad de que el kirchnerismo avance sobre el organismo que regula las obras sociales. Y confirma, obviamente, que respecto de este tema tampoco existe una plena confianza en la palabra presidencial.
¿Qué pasará si se mantiene la indefinición sobre los $11.000 millones y el DNU sobre las obras sociales? Probablemente, nada. La CGT no hará un paro ni una movilización por esos reclamos, y mucho menos en un año electoral donde se pone en juego el futuro del Gobierno. Sin embargo, la sensación de que la central obrera no es precisamente una herramienta eficaz de transformación de la realidad socioeconómica afianza los planes para renovar sus autoridades. El mandato de la actual dirigencia cegetista venció en agosto pasado y desde entonces se mantiene gracias a las resoluciones del Ministerio de Trabajo que extendieron los mandatos sindicales y prohibieron las elecciones en los gremios por la pandemia.
Hay consenso para realizar el congreso de la CGT en octubre próximo, instancia visualizada también como la forma en que la central obrera podría recuperar la fuerza perdida en tantos años de divisiones internas. Será difícil que el Gobierno, tanto el actual como el elegido en 2023, pueda tratar con tanto desdén a una estructura a la que volverían algunos sindicatos poderosos y recuperaría una representatividad hoy en crisis.
Esa es la fantasía que tiene la mayoría de los gremios: que el amenazante poder de fuego de la CGT, o la sensación de que lo tiene, obligue a cualquier Presidente a cumplir sus promesas. Como esas dos que Alberto Fernández hizo hace cinco largas semanas y que son el símbolo de la impotencia sindical.
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