¿Sirven las campañas electorales?
Existen tres grandes teorías clásicas que identifican y evalúan los efectos positivos o negativos que las campañas tienen sobre el sistema democrático en general, y sobre la opinión pública en particular.
En primer lugar, para la ya mencionada teoría de los efectos mínimos, las campañas sólo refuerzan identidades, transformando las identificaciones partidarias o las predisposiciones políticas latentes derivadas de una determinada posición en la estructura social, en la manifestación explícita del voto. Para los defensores de esta teoría, la propaganda política y los mensajes de campaña sólo influyen potencialmente en los ciudadanos desinteresados e indiferentes con la política, ya que para el resto la atención respecto a la información que circula durante la campaña no sólo es selectiva, sino que está orientada y condicionada en función de sus opiniones previas. En otras palabras, desde esta perspectiva, las campañas no tienen la capacidad de cambiar la opinión pública ya formada producto de la influencia de otras variables que ya hemos reseñado en capítulos anteriores.
En segundo lugar, la teoría de la enfermedad o “video-malaise” (Robinson, 1976) directamente enfatiza los efectos antidemocráticos de las campañas, fundamentalmente por la perversa influencia y los sesgos que introducen los medios de comunicación que para captar la atención de sus audiencias y obtener ventajas de mercado, convierten a las campañas en espectáculos melodramáticos y superficiales que degradan la deliberación, el debate informado y, en definitiva, la esfera pública (Habermas, 1994; Nimmo y Combs, 1990; Iyengar, 1994).
Por último, para la teoría de la movilización las campañas tienen un impacto positivo para el sistema democrático, en tanto promueven la participación, proveen información útil para la decisión electoral, y generan un mayor compromiso con los asuntos públicos (Norris, 1999).
Este debate está lejos de ser una cuestión saldada, y mi propia experiencia me ha demostrado que el interrogante en relación con los efectos democráticos (o incluso antidemocráticos) de las campañas no tiene una respuesta unívoca, válida para todo momento, contienda y lugar. Como veremos al analizar las diversas campañas en las que participé como consultor y/o encuestador desde la recuperación democrática de 1983, la influencia o no de las campañas en nuestro país ha sido muy dependiente de los contextos y, en particular dadas nuestras recurrentes crisis, en la mayoría de los casos de los escenarios económicos. Esto no significa, sin embargo, que en determinados contextos hayan primado otros temas, o que las estrategias de campaña no hayan sido decisivas para el resultado final.
En junio de 1985, y en el marco de un estudio a propósito de la campaña por el conflicto territorial con Chile vinculado al Canal de Beagle, procuramos abordar la problemática de los efectos atribuidos por el público a las campañas. En este sentido, indagamos en dos niveles: en el primero, se les pidió a los entrevistados una apreciación global sobre las consecuencias que la campaña tuvo para los demás; en el segundo, se les solicitó opinión acerca del efecto logrado en ellos mismos.
Es interesante observar la clara propensión de los entrevistados a minimizar los efectos de la campaña a nivel personal, en tanto le otorgan gran relevancia para decidir la conducta de los demás. Esta “ilusión” se traduce en cifras inequívocas: apenas el 17,4% cree que la campaña no tuvo efecto para los demás, pero casi el 50% (47%) está convencido de que no lo afectó personalmente. Lo mismo sucede con el voto: mientras que sólo el 27,7% admite que la campaña los ayudó a decidirse, casi el 70% (69,9%) consideró que ayudó a mucha gente a decidirse por el sí.
Lo cierto es que las campañas electorales son momentos claves de expresión de la opinión pública. Y que cuando las cosas no van bien, las campañas no resuelven nada, y tienden a convalidar muchas de las cosas que la gente percibe desde el más simple sentido común. Mi experiencia en esos contextos me ha demostrado además que, con una campaña muy lograda, en muchas ocasiones a lo máximo que se puede aspirar es a profundizar las tendencias generales que ya se evidenciaban al comienzo de la contienda: que el que esté mal en términos de opinión pública se desmorone y hunda del todo, y que el que venga bien pueda terminar aún mejor.
Pero no hay recetas mágicas que garanticen el triunfo, a pesar de que no faltan los iluminados que se autopromocionan como “hacedores” de presidentes. Por ello, a veces la mejor campaña —sobre todo para los oficialismos— es gobernar: dedicarse lo menos posible a la campaña formal, y demostrar capacidad para resolver los problemas de la gente.
Investigación y peronismo
Después del impacto que tuvieron los estudios que realizamos en 1983 —y ese pronóstico tan certero como inesperado—, aparece una importante demanda de investigaciones específicas en distritos diversos y para distintos candidatos, que comienza a permitir el financiamiento de diferentes planes de estudios, por lo que en 1985 me decido finalmente a instalar una filial de Julio Aurelio S.A./ Aresco en Buenos Aires.
Lentamente, nuestras encuestas no sólo comienzan a concitar la atención de grandes medios como La Nación y Clarín, que publican datos y pronósticos, sino que también se integran progresivamente a las nuevas prácticas político-electorales de los partidos que emergían de la mano del proceso de modernización de las campañas electorales que había inaugurado la elección presidencial de 1983.
Tanto en la etapa que va desde las elecciones refundacionales hasta las legislativas nacionales de 1985, como en la que va desde ese año a las decisivas elecciones de 1987, fui trabajando en casi todas las provincias para el peronismo en algunas de sus variadas facetas y expresiones internas, pero sobre todo con los sectores vinculados a la renovación. Por esos años, tenía una relación cercana con los principales personajes de ese movimiento, como Antonio Cafiero, José Manuel De La Sota, Carlos Grosso, Luis Macaya, José Luis Manzano y, en alguna medida, Carlos Menem. Mi tarea principal por aquellos años era proveer datos, información estratégica e inteligencia analítica a un peronismo que se renovaba para volver a gobernar. Así comencé a trabajar no sólo en la provincia de Buenos Aires sino también en Santa Fe, Entre Ríos, Chaco, Formosa, Salta, San Luis, Misiones y Tucumán.
Pensando en las elecciones, la idea era utilizar las legislativas de 1985 como trampolín para recuperar espacios de poder. Con respecto a si se alcanzó o no ese objetivo, hubo ciertas diferencias de criterio. Pero es indudable que el peronismo logró reaparecer en la escena política, sobre todo en los ámbitos centrales, y en particular en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA). Si bien había una gran euforia radical que venía del triunfo de 1983, que en cierta forma se extendió a las legislativas de 1985 cuando en la primera elección intermedia el alfonsinismo gana en provincias que nunca habían dejado de ser peronistas, el Partido Justicialista se reacomoda en el conurbano donde gana con facilidad, pese a que el radicalismo triunfa en la provincia de Buenos Aires por una diferencia de 100 mil votos.
La derrota en la mayoría de los distritos del país pareció acelerar los tiempos de los dirigentes de la renovación, comenzando a enterrar en el olvido de la derrota o condenar al ostracismo de la política provincial a la mayoría de los dirigentes históricos que venían de la etapa previa a la dictadura.
Yo ya desde esas elecciones sostenía, aún cuando el gobierno de Alfonsín no había comenzado a experimentar las dificultades que vendrían poco tiempo después, que había que prever la posibilidad de un cambio de rumbo en el país. Y que ese cambio se iba a expresar de diferentes maneras, pero con un fundamento común en la provincia de Buenos Aires, y de una manera distinta en el interior.
Todo eso que fuimos gestando desde las elecciones de 1985 fue de alguna manera preparatorio para el gran éxito electoral de 1987, donde el peronismo ganó en 12 provincias, en muchas de las cuales participé haciendo estudios para candidatos peronistas ligados a los sectores renovadores.
En la provincia de Buenos Aires fueron unas elecciones muy cerradas, lo que despertó el interés de los medios por los sondeos y pronósticos. Tanto Clarín como La Nación publicaron con mucha frecuencia datos sobre las elecciones a gobernador que enfrentaban a Antonio Cafiero con el radical Juan Manuel Casella, el líder radical de la provincia de Buenos Aires.
Tuve por entonces la satisfacción no sólo de trabajar con Antonio en esa campaña, sino también vaticinarle el triunfo de 1987, incluso frente a la incredulidad del círculo más íntimo del candidato que por entonces se conocía como la “Cafieradora”, y que estaba integrado por sus hijos Mario y Anita, Eduardo Amadeo, Heriberto Muraro, entre otros pocos muy cercanos a Cafiero.
El pronóstico salió también publicado en La Nación. Estaba en Bariloche para el cierre de campaña del candidato peronista Remo Constanzo cuando me llama quien por entonces era el Secretario General y Jefe de Redacción del tradicional diario fundado por Bartolomé Mitre, que iba a publicar el resultado de una suerte de mesa de discusión en torno a las elecciones de Buenos Aires, donde todos coincidían en el triunfo de Casella. Ahí dije que por el traslado de votos que veníamos observando en las últimas mediciones, mi proyección era que Cafiero estaba revirtiendo la tendencia inicialmente desfavorable y que ya estaba al frente.
Estas elecciones no sólo fueron importantes en lo profesional, sino también desde el punto de vista personal y familiar. De hecho, retorné formal y definitivamente a la Argentina para la asunción de Cafiero como gobernador.
Lamentablemente, en la etapa subsiguiente dominada por la interna con Menem por la candidatura presidencial del peronismo para 1989, los pronósticos que pude darle fueron certeros y premonitorios, pero malos para las aspiraciones políticas personales de quien fuera un gran dirigente y amigo.
Al mismo tiempo que trabajaba en la renovación del Partido Justicialista, mantenía mi autonomía, y realizaba otros trabajos para clientes privados. También me reincorporé a la Universidad de Buenos Aires, donde en el año 1996 me convertí en titular de las cátedras de Análisis Político, y de Opinión Pública; cargo que ya había alcanzado en 1988 en la Universidad de Lomas de Zamora. En 2013, por resolución del Consejo Superior de la UBA, me convertiría en Profesor Consulto de la Facultad de Ciencias Sociales.
Cuando se impuso Menem empecé a tener un contacto frecuente con su vicepresidente Eduardo Duhalde, que tenía la actitud de incorporar las encuestas y las tecnologías electorales a su actividad política cotidiana. Con él trabajé mucho, tanto cuando fue vicepresidente de la Nación como, cuando después de haberse distanciado de Menem, se alzó con la gobernación de la provincia Buenos Aires.
Durante la década de 1990 también tuve un rol importante en la campaña a gobernador de José Manuel De la Sota, que le gana al radical Mestre después de haber empezado una campaña con más de 20 puntos debajo. En esta misma década se incorporan a la consultora mis hijos, lo que sin dudas amplió los horizontes de la empresa y nos permitió diversificar nuestra cartera de clientes políticos y del sector privado.
Como relaté en la introducción a estas páginas, desde siempre me sentí identificado con el peronismo, lo que me valió el calificativo de “consultor histórico del peronismo” que me acompañó durante toda mi trayectoria. Si bien creo que esa definición no hace justicia con la gran cantidad de investigaciones que realicé para los más variados clientes del sector público y privado, jamás renegué de ella. Pero nunca mi compromiso partidario, mi simpatía o incluso mi amistad con algún candidato en particular colisionó con la objetividad con que históricamente desempeñé mi labor profesional. Aun trabajando desde una óptica consustanciada en esencia con los intereses del partido, siempre fui consciente de la importancia estratégica de una lectura totalmente objetiva y desapasionada de los resultados, que rehúye cualquier tentación facilitadora o acomodaticia en los intereses de corto plazo, para que pueda volcarse en recomendaciones operativas, prácticas y capaces de asegurar, mediante su correcta aplicación, la obtención de las metas propuestas.
Nunca presenté encuestas ni realicé pronósticos electorales con datos ideologizados o sesgados por mis preferencias en materia política. Y creo que no sólo mi propia trayectoria lo avala, sino el hecho de que Aresco sea una de las consultoras pioneras en opinión pública en Iberoamérica, una empresa con un gran presente, y un promisorio futuro de la mano de mis hijos Federico y Juan Manuel.
Entre los factores claves que permitieron que Aresco sea una de las empresas locales con más años de trayectoria en el área de la opinión pública están sin duda no sólo el profesionalismo, la seriedad y la confidencialidad con las que nos hemos manejado en todos estos años, sino también la confianza que hemos sabido construir con nuestros clientes. Una confianza que no sólo alude a la confiabilidad y rigurosidad de las herramientas metodológicas e instrumentos de medición, sino también a nuestro propio expertise como profesionales de este campo.
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