Alberto Fernández fue beneficiado por la derrota de Donald Trump y la llegada de Joseph Biden a la Casa Blanca. El cambio de paradigma político en Washington transformó en esfinge a Jair Bolsonaro y creó un vacío de poder que Estados Unidos y la Unión Europea buscaban rellenar para tener un interlocutor que escuchara sus necesidades domésticas y compartiera sus perspectivas globales.
Al principio de su mandato, Alberto Fernández sufrió la desconfianza global que provoca la cercanía institucional de Cristina Fernández de Kirchner. Era un cliché que limitaba las expectativas en Estados Unidos, Francia y Alemania: si el presidente compartía el poder con CFK, la Argentina sólo podía tener una agenda de inserción internacional vinculada a Bolivia, Venezuela, Cuba, China, Irán y Rusia.
Pero Alberto Fernández exhibió un inesperado realismo diplomático y puso a prueba el prejuicio del Departamento de Estado, el Palacio del Eliseo y la Cancillería de Alemania. Benjamín Netanyahu, Emmanuel Macron y Ángela Merkel le dieron una oportunidad en 2020, y el Presidente cumplió con las primeras expectativas.
De idéntica manera sucedió hacia fines de 2019 con Donald Trump, al que Alberto Fernández considera un error inexplicable en la historia moderna de Occidente. Trump le pidió al Presidente que actuara en una operación secreta en Venezuela, y los resultados fueron satisfactorios hasta que el propio líder republicano se disparó en los dos pies.
En plena pandemia, y con Biden ya sentado en el Salón Oval, Alberto Fernández inició un movimiento de diferenciación diplomática respecto a Jair Bolsonaro, Sebastián Piñera y Luis Lacalle Pou, que aún continuaban alineados a la Grand Strategy de Trump.
El presidente entendió su oportunidad y multiplicó las críticas a Trump, exigió una menor asimetría entre naciones ricas y países pobres, planteó otro método para negociar la deuda externa (pública y privada), y reclamó un trato igualitario al momento de contener y asistir a los estados más débiles en plena pandemia.
No hizo nada distinto a lo que pensaba. Y ocupó ese espacio de poder que conecta las necesidades y expectativas del Gobierno con las necesidades y expectativas de Europa y Estados Unidos. “Creo que tenemos una oportunidad histórica; veremos qué sucede”, comentó anoche Alberto Fernández en el aeropuerto de Fiumicino.
La agenda cumplida ayer en Italia puede ser una evidencia de la construcción geopolítica que desea Alberto Fernández, mientras tiran piedrazos desde el Senado para proponer decisiones que solo sirven para jugar al TEG.
A las 4 de la mañana (hora Argentina) recibió a Kristalina Georgieva, directora del FMI, y a continuación su ministro de Economía, Martín Guzmán, y su secretario de Asuntos Estratégicos, Gustavo Beliz, participaron de un seminario sobre sostenibilidad de la deuda con la participación de Yanet Yellen, secretaria del Tesoro, el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, la propia Georgieva, y el prestigioso académico de Columbia, Jeffrey Sachs.
Todo bajo los auspicios del Vaticano y Francisco.
Y al caer la tarde, a pocas horas de regresar a Buenos Aires, el presidente se encontró con John Kerry, enviado especial para medio ambiente de Biden. Kerry es un ícono del poder global y estuvo con Alberto Fernández casi una hora para intercambiar ideas sobre el Acuerdo Climático de París, el FMI y Venezuela.
Al promediar la charla, Kerry transmitió un mensaje de Biden que el Presidente comentó frente a los periodistas que lo aguardaban en el hotel Sofitel. “Kerry me pidió que organizará un encuentro en América Latina” sobre Cambio Climático, confió Alberto Fernández.
Una tarea que la Casa Blanca sólo propone a sus eventuales aliados en la región y que aplicada en términos de acumulación de poder puede significar para la Argentina un mejor posicionamiento en la negociación de la deuda con el FMI.
Alberto Fernández fluye en Europa y logra objetivos que van más allá de las expectativas. Pero esos resultados favorables pueden transformarse en un pantano diplomático si a continuación no cumple lo que esperan de él.
La estrategia desplegada por Alberto Fernández para negociar con el FMI, su mirada sobre el nuevo orden mundial y los reclamos respecto a la solidaridad internacional frente al COVID-19, fueron avalados en Lisboa, Madrid, París y Roma.
El jefe de Estado protagonizó un almuerzo con Emmanuel Macron que sorprendió por la profundidad de la conversación y por las decisiones políticas que empezaron a madurar mientras el tiempo quedaba suspendido en el Palacio Eliseo.
Fue ese momento inédito en la historia de un Presidente de un país mediano adonde su anfitrión con una silla permanente –de cinco- en el Consejo de Seguridad de la ONU lo observa con suficiente capacidad personal para articular políticas que beneficien a ambas partes.
A esos niveles de poder real e institucional, la sorpresa sólo aparece por la capacidad de análisis. Y en ese almuerzo hubo sorpresa por el tono de conversación entre Alberto Fernández y Macron. El resto ya se sabe: todos los jefes de Estado tienen información clasificada, leyeron a Hobbes y alguna vez pisaron una alfombra roja.
Alberto Fernández anoche estaba feliz en el avión que lo traía a Buenos Aires. Pero ahora tiene que cumplir con las expectativas que creo en los gobiernos de Portugal, España, Francia e Italia, y con los enviados de Biden que lo recibieron una tarde lluviosa en Roma.
Y al respecto, como simple ejemplo, se puede citar un caso protagonizado por dos personajes que el Presidente detesta: Mauricio Claver -actual titular del BID y ex representante de Trump en el FMI- reveló que los dos créditos asignados por el Fondo a Mauricio Macri tuvieron como finalidad geopolítica facilitar su triunfo y evitar que CFK regresara al poder.
Macri fracasó en el cumplimiento de las expectativas creadas. Perdió los comicios, Cristina Fernández de Kirchner controla el Senado, y Argentina debe al FMI 44.000 millones de dólares que condicionan su economía y su inserción mundial.
En este contexto, y al margen de las ideas o los ensayos en la mesa de arena, Alberto Fernández tiene un problema estructural que puede traicionar sus deseos, sus expectativas y sus compromisos.
En plena pandemia, con una inflación hirviendo y a pocos meses de los comicios, el Presidente aún no detenta un aparato de Estado que satisfaga lo que esperan en Lisboa, Madrid, París y Roma.
Macron, por ejemplo, pretende que Alberto Fernández lidere al bloque regional hacia la búsqueda de una salida institucional de Venezuela. Así lo señaló en público y en privado. Y lo mismo sucedió en las charlas con Kerry, Pietro Parolin –secretario de Estado Vaticano- y Pedro Sánchez, jefe del Gobierno español.
La crisis en Venezuela es un tema con extensión infinita y sirve para medir a un líder político que aparece con voluntad de representar a América Latina. Sin embargo, el régimen populista de Nicolás Maduro y su destino es apenas un renglón de la agenda global.
Alberto Fernández confirmó en Europa que el Cambio Climático se transformó en un eje estructural de la administración de Joseph Biden. El Cambio Climático aplicado a la estrategia global de los Estados Unidos significa que la economía, la seguridad, las relaciones bilaterales, el conflicto con China y la diplomacia formal estarán articulados y dependientes de la “agenda verde” que aplica Biden desde el Salón Oval.
Martín Guzmán y Gustavo Beliz entienden este nuevo capítulo de las relaciones de poder entre Washington y el resto del mundo. Y de hecho, el ministro de Economía y el secretario de Asuntos Estratégicos fueron los únicos representantes de la comitiva oficial que participaron del coloquio organizado por Francisco en el Vaticano.
Pero Guzmán tiene que enfrentar la inflación que no cesa, la negociación con el FMI y el Club de Paris, y la guerra de guerrillas que comandan desde la Cámara Alta. Y Beliz, a su turno, debe lidiar con el Consejo Económico y Social, las relaciones con los organismos multilaterales y las tareas especiales que recibe del propio presidente.
Si Alberto Fernández hace una abstracción institucional de Guzmán y Beliz, y busca otros funcionarios de ese rango y con formación académica e idiomas, el resultado termina en cero. Esta falla estructural, proyectada en el tiempo, puede complicar sus relaciones de poder con Europa y Estados Unidos.
La clave es entender que no se trata sólo de convocar a un evento internacional o de explicar al peronismo. Berlín, Washington o París buscan una continuidad de los temas planteados, y el seguimiento de estos temas depende de la formación y la experiencia de los funcionarios a cargo, más que del tiempo asignado para postear un tuit o hacer lobby en un hotel cinco estrellas.
Aunque Alberto Fernández prefiere obviar los comentarios públicos, el viaje a Europa sirvió para comprender la influencia que tiene Francisco en las relaciones exteriores de la Argentina. Está omnipresente, pese a su dilema ideológico de fortalecer la agenda geopolítica de un presidente que sancionó el aborto a pocos meses de asumir.
El Papa y Biden son amigos, profesan la misma religión y se tienen respeto intelectual. Francisco influye en las negociaciones con el FMI, advierte a Alberto Fernández sobre su lado ciego y tiene un hecho a favor que es inédito en la historia en la diplomacia: construye para otro y no pide nada cambio.
Es más: si lo pidió, no se lo dieron.
Macron almorzaba con Alberto Fernández en el Eliseo. Hablaban de Francisco. El Presidente de Francia solicitó al Presidente de Argentina que le dijera al jefe del Estado Pontificio si “por favor podía rezar por él”. Alberto Fernández cumplió con el recado, durante la audiencia a solas en la Sala Paulo VI del Vaticano.
-Por supuesto, lo hago-, le contestó el Papa.
Y concluyó: Que Emmanuel lo haga por mí.
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