Entre el 6 y el 10 de mayo los entredichos entre israelíes y palestinos llegaron al punto de ebullición, arrojando un deterioro considerable de la seguridad, y suponiendo ahora el riesgo de una nueva guerra. Los incidentes registrados en Jerusalén llamaron la atención de la comunidad internacional, creando una ventana de oportunidad que los islamistas están aprovechando para vigorizar su reputación, particularmente con actos beligerantes de “resistencia” hacia Israel.
Desde el 10 de mayo en adelante, el lanzamiento de cohetes desde la Franja de Gaza responde a este propósito, aún pese a la realización de que tales acciones presumen un casus belli; pudiendo incluso provocar una intervención a gran escala. En efecto, si bien Israel ya llevó a cabo bombarderos en Gaza, su liderazgo amenazó con tomar medidas de retaliación más contundentes, dejando entrever la posibilidad de una invasión terrestre.
La escalada de las tensiones comenzó en Jerusalén, luego de que la justicia israelí ordenara el desahucio de seis familias palestinas en el barrio oriental de Sheikh Jarrah. Más allá de las disputas por la tenencia legal de las viviendas afectadas, la sociedad palestina interpretó que los operativos policiales en la zona eran una provocación, sobre todo porque ocurrieron en anticipación a Laylat al-Qadr, la noche sagrada en donde los musulmanes conmemoran la Revelación islámica, cerca del cierre del Ramadán. En este sentido, tal y como es sabido, los hechos políticos adquieren cierta simbología cuando se los ubica en las ocasiones especiales que marca el calendario.
La misma regla aplica para los colectivos de judíos ortodoxos que patrocinaron la resolución judicial. No solo que la venían aguardando desde hace décadas, sino que la misma se produjo en el marco de Yom Yerushalayim, cuando los israelíes conmemoran la reunificación de la Ciudad Santa tras la Guerra de los Seis Días. A propósito de ello, en 1967 las tropas hebreas recapturaron los barrios orientales de la ciudad, incluyendo propiedades previamente adquiridas y habitadas por judíos, al menos hasta su expulsión a manos de fuerzas árabes en la guerra de 1948.
Con este precedente en mente, grupos expectantes de manifestantes nacionalistas acompañaron la labor de los policías, celebrando el desplazamiento de árabes como un acto de reparación histórico. Aunque a ciencia cierta no se sabe quién tiró la primera piedra, lo concreto es que esta situación degeneró en enfrentamientos entre civiles; entre árabes palestinos y judíos israelíes comúnmente referidos como colonos. Como podría esperarse, la intervención de la policía antidisturbios aportó más leña al fuego, acrecentando el sentimiento de injuria entre los palestinos.
En rigor, los últimos acontecimientos agraviaron tensiones de larga data y que reflotan todos los años -en mayor o en menor medida- durante los rezos por el Ramadán. En esta ocasión, los incidentes en Sheikh Jarrah ya se extrapolaron como un asunto de interés panislámico. Esto se vio reflejado en duros enfrentamientos en la mezquita de Al-Aqsa, donde la policía disparó balas de goma y granadas lacrimógenas para dispersar a protestantes violentos, dejando un saldo de decenas sino cientos de heridos (según la fuente consultada).
Si de símbolos se trata, durante la noche del 10 de mayo una bomba incendiaria, presuntamente lanzada por protestantes contra la policía israelí, prendió fuego un árbol en la Explanada de las Mezquitas, precisamente en el patio de Al-Aqsa. Mientras tanto, con la llamarada como telón de fondo, multitudes judías celebraban con banderas y cánticos la reconquista de Jerusalén. Además de ser una fecha patria en Israel, para muchos judíos constituye una festividad religiosa propiamente dicha.
El impacto visual de estos episodios, retransmitidos una y otra vez por los medios internacionales, vino como pólvora de cañón para las plataformas islámicas y para los sectores más radicalizados de la escena palestina. El 9 de mayo la corte suprema israelí demoró por treinta días los desalojos, pero -con tanta saña y pasiones encontradas de un lado y otro- el daño ya está ocasionado. Primero y principalmente, Hamas se empoderó discursivamente para luchar por los lugares santos supuestamente violentados por Israel, lanzando cohetes en una escala no vista desde 2014.
En segundo lugar, a razón de demostraciones protagonizadas por árabes israelíes en sitios como Lod, Acre, Jaffa, Rahat y Umm al-Fham, cabe la posibilidad de que en los próximos días aparezcan disturbios civiles dentro de Israel; en aquellas localidades que concentran población que no comulga necesariamente con la idea de un Estado nacional judío. Conjugado esto con el prospecto de mayores revueltas en Jerusalén oriental y en Cisjordania, Israel quizás podría verse envuelto en una crisis de la talla de una intifada, con importantes repercusiones en la región. No obstante, de momento este escenario no es una preocupación inmediata.
Por lo pronto, estando los agravios palestinos en el foco de atención, Hamas y otros elementos terroristas como la Yihad Islámica compiten por notoriedad local e internacional, señalando a los observadores que la paz entre árabes e israelíes -asumiendo que esta fuera todavía posible-, debe discutirse en las ciudades palestinas antes que en Washington, Camp David, o Dubai. Una cosa son los intereses nacionales y las agendas de seguridad consensuadas a nivel Estado, y otra muy distinta las ideas que vecinos mortales intercambian en los mercados y cafés de las calles árabes.
Si los Acuerdos de Abraham demostraron la relativa irrelevancia de la causa palestina en la alta política, y particularmente entre los actores sunitas, los últimos acontecimientos recuerdan el poder de movilización que arrastra la misma. Los analistas que despotrican contra el Estado judío aseguran que esta furia es la contracara de la ocupación y de la discutida discriminación sistemática que sufren los palestinos. Otras interpretaciones más juiciosas atribuyen culpa a las barreras psicológicas de un lado y otro, a veces perpetuadas por posiciones políticas inflexibles y decisiones insensatas.
Entre estas últimas podríamos incluir el desalojo de las familias palestinas antes mencionadas, a sabiendas del perjuicio para la estabilidad y la convivencia que tales medidas ocasionan, por no hablar de la seguridad de los propios ciudadanos israelíes. Sin embargo, en cualquier caso, la demonización militante de Israel, efectuada desde abajo hacia arriba, es producto de las circunstancias y de resentimientos acumulados, fácilmente explotados por grupos que buscan mayores cuotas de poder e influencia. Aquí es donde entra en juego Hamas.
En verdad, la histórica reticencia de los líderes palestinos a renunciar a viejas aspiraciones maximalistas ha convencido a los israelíes de que el esfuerzo por la reconciliación no vale la pena: que la fórmula “territorios por paz” no garantiza ni seguridad ni tranquilidad. En Israel esta realización ha desmejorado las voluntades políticas para ofrecer o concretar concesiones, en especial frente a una contraparte incapaz de asumir compromisos y de ganarse, por medio de proposiciones pacíficas, el apoyo de los suyos. Dicho de otro modo, entre los palestinos la moderación no cosecha avales ni votos, sino rencores y acusaciones de traición.
Mediante el lanzamiento de cohetes, Hamas busca aprovechar las tensiones para denostar la incapacidad del establecimiento secular, presidido por el octogenario Mahmud Abbas, para restituir la dignidad palestina tras los incidentes en Jerusalén. No en vano, el 29 de abril Abbas canceló indefinidamente las elecciones legislativas que supuestamente serían celebradas el 22 de mayo. Aunque viene prometiendo comicios desde 2006, la arbitrariedad oficialista no responde a las acciones de Israel, pero más bien a la intensa y perpetua rivalidad entre los herederos de Yasir Arafat y los islamonacionalistas (y yihadistas) de Hamas. De haber tenido lugar, los militantes islámicos posiblemente les habrían ganado a los partidarios de Abbas.
Desde esta mirada, cohetazos mediante, Hamas dibuja su centralidad inevitable en el conflicto israelí-palestino. Por más que a los occidentales les cueste creer, Hamas gana popularidad con cada guerra con Israel, porque para muchos palestinos el honor espiritual se antepone al bienestar físico. Hamas se promociona internamente mostrando su maximalismo, midiendo su compromiso en función de los daños y el temor causado en el enemigo, aceptando —con la furia nihilista propia de los fundamentalistas— que la destrucción de vidas y propiedad en Gaza es un costo inevitable.
Hamas es bicéfalo en la medida que su liderazgo es pragmático, mas al mismo tiempo sujeto a la cultura política fatalista de su entorno. Es decir, así como los ataques contra Israel responden a una ideología radical, también proyectan la creencia de que tales acciones beneficiarán al grupo, confiriéndole relevancia internacional y apreciación doméstica. Dentro esta lógica perversa, cuanta mayor sea la destrucción ocasionada por la retaliación israelí, mayores serán los réditos finales, al menos en el corto plazo.
Por otra parte, Hamas aparentemente ha conseguido una sofisticación armamentística y operativa sin precedentes desde que el sistema defensivo Cúpula de Hierro fuera inaugurado en 2011. Pese a las virtudes del escudo misilístico que protege los cielos israelíes, el 11 de mayo un cohete gazatí impactó Holón, dentro del área urbana de Tel Aviv. En Ascalón, uno cayó sobre un tanque de almacenamiento de combustible. Al momento de escribir estas líneas, fuentes de la seguridad israelí aseguran que se producirán más ataques dirigidos hacia el centro del país. Ya han muerto al menos 6 civiles israelíes y 53 gazatíes, incluyendo miembros y operativos de Hamas.
Asumiendo que las hostilidades continúen, vale preguntarse hasta dónde llegará Israel para amedrentar a sus adversarios y recuperar capacidad de disuasión. Hasta ahora, la llamada “Operación Guardian de las Murallas” se ha limitado a ataques quirúrgicos y bombardeos a Gaza, pero algunas fuentes sugieren la posibilidad de una invasión terrestre, sobre todo si los cohetes continúan cayendo en las próximas jornadas. Semejante decisión invariablemente resultaría en mayor destrucción y muerte, pero algunos expertos israelíes vienen sosteniendo que algún tipo de incursión física -más o menos restringida- es necesaria en última instancia.
Vista la cuestión desde la óptica de la seguridad nacional, lo cierto es que Israel no tiene una política o una estrategia clara hacia Gaza. A grandes rasgos, su accionar se restringe a “cortar el césped” de vez en cuando, eliminando a líderes y comandantes terroristas para que otras generaciones ocupen su lugar. A esta problemática hay que sumar los desafíos inherentes de la guerra urbana, consideraciones de costo político internas, y el irreparable daño reputacional que sufre Israel en la comunidad internacional cada vez que se defiende.
Como establece Avi Issacharoff, Hamas podría estar suponiendo, en base a estos cálculos, que los israelíes se han ablandado, y que no buscan una conflagración longeva que altere fundamentalmente el statu quo en Gaza. Teniendo en cuenta el impasse político poselectoral en Israel, “un conflicto prolongado contra Hamas podría darle al Gobierno de [Benjamín] Netanyahu el oxígeno que necesita” para complicar los prospectos de que se forme una coalición de oposición.
En suma, quizás podríamos estar en la antesala de una guerra con todas las letras. Su gestación final dependerá de lo que ocurra en los próximos días. Si bien los altos mandos israelíes deben resolver difíciles dilemas antes de emprender acciones contundentes, las condiciones están dadas para asumir que buscarán recomponer el poder de disuasión. Por otro lado, quedará por verse si Hamas cuenta con una estrategia de salida a la guerra que deliberadamente está buscando.
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