Tal vez las más duras pruebas que sufrimos los argentinos durante los dos gobiernos del presidente fueron los atentados terroristas contra la embajada de Israel y contra la AMIA, la institución mutual más importante de la colectividad judía de la Argentina, ocurridos en 1992 y 1994.
Fueron los dos primeros ataques terroristas en América Latina, a partir de un conflicto que se desarrollaba en Medio Oriente. De la manera más bárbara y sangrienta, la Argentina adelantaba la era del horror globalizado que tendría su punto culminante en 2001 con el ataque terrorista a las Torres Gemelas.
Como ministro del Interior, a partir de enero de 1995 me hice cargo de las consecuencias políticas, sociales y operativas que pusieron al Estado nacional ante el desafío de una modernización absoluta de sus estructuras, su doctrina de acción y su doctrina de conducción de la seguridad interior.
Soy testigo del dolor que generó en el presidente Menem y en su equipo esa seguidilla de atentados, y de su férrea decisión de seguir adelante en su política de alianzas internacionales, que incluía, por supuesto, la mejor convergencia histórica con el Estado de Israel, que nunca antes había tenido ningún gobierno argentino.
Nuestras prioridades fueron avanzar en las investigaciones para llevar ante jueces argentinos a los responsables y ejecutores de los atentados y además generar las condiciones operativas para evitar que la Argentina sufriera nuevos atentados.
Fue un proceso a veces amargo, porque la miopía de algunos impedía reconocer todo lo que avanzamos en la búsqueda de ambos objetivos. Evidentemente, al final del día, nuestro esfuerzo no resultó suficiente para detener, juzgar y condenar a los responsables de ambos atentados, pero la verdad histórica es que usamos todos los recursos disponibles para lograr ese objetivo, tanto los recursos locales como los que pusieron a nuestra disposición los gobiernos amigos.
En esa tarea nos ayudaron también dirigentes de la oposición que supieron deponer intereses facciosos por el supremo objetivo de “afianzar la justicia” —como también manda el Preámbulo—, persiguiendo a los responsables de esos ataques a toda la Nación argentina, usando todos los medios a nuestro alcance.
En cambio, el objetivo político de evitar un nuevo atentado lo conseguimos mediante la adecuación de las estructuras de la Policía Federal Argentina, la Gendarmería Nacional y la Prefectura Naval para enfrentar el nuevo desafío del terrorismo internacional.
Durante los dos gobiernos del presidente Menem, la premisa de la unión nacional fue nuestra guía y nuestro principal mandato. Por eso pusimos especial énfasis en el enorme desafío que significó para el país enfrentar el terrorismo internacional —un fenómeno que recién comenzaba a ganar su dimensión global a partir de los atentados de Buenos Aires— desde la perspectiva de defender la Nación argentina a partir de la fortaleza de la convergencia de las fuerzas democráticas en pos de objetivos comunes.
No fue una tarea sencilla, pero fue una misión fructífera. Aunque aún nuestra experiencia en el gobierno no haya sido valorada de un modo equilibrado y suficiente, cualquier mirada histórica responsable no podrá eludir el ejemplar final que tuvo el ciclo argentino liderado por el presidente Menem.
En las elecciones de 1999, los ciudadanos argentinos eligieron a la Alianza que encabezaba el doctor Fernando de la Rúa para hacerse cargo del gobierno. Fue un desafío inédito para toda nuestra sociedad porque por primera vez en la historia del país se debía realizar un cambio de mando entre partidos o coaliciones de distinto signo político.
También era la primera vez que el peronismo —y sus aliados— debía dejar el gobierno como resultado de un proceso democrático y no como consecuencia de un golpe de Estado.
El reto que teníamos por delante todos los argentinos era enorme: lograr una transición armoniosa y sin conflictos de modo tal de terminar de fortalecer un sistema democrático que habíamos logrado rescatar del infierno de la hiperinflación y la virtual anarquía diez años antes.
Una vez más recurrimos a la gran herramienta de la unión nacional para conquistar ese objetivo y lo conseguimos. El diálogo y la concordia generaron los mecanismos idóneos para que todo transcurriera en paz y en orden.
Fue una conquista histórica de la democracia argentina, que nos daba el derecho a ilusionarnos de que empezábamos a vivir en un país normal.
Hubo transición, hubo cambio de gobierno y comenzó una nueva administración democrática sin sobresaltos y con una sociedad que, más allá de los disensos y las polémicas, pudo sentirse protegida por instituciones que funcionaron de un modo armónico y sin generar tensiones suicidas para la vida en común.
La experiencia política de la década de 1990 se puede resumir en la idea de que la unión nacional es la condición necesaria para que los argentinos construyamos un futuro mejor que cada uno de los presentes caóticos que hemos padecido cada vez que la lógica de las facciones se impuso por sobre la lógica de la concordia.
Cada paso de nuestra experiencia en el gobierno bajo el liderazgo del presidente Menem es una prueba de lo que afirmamos.
Porque apostamos a la sensatez, al sentido común y a la memoria de los argentinos es que queremos dejar estos testimonios de unos años durante los cuales nuestro país pudo pensar y diseñar un futuro mejor y posible.
Extracto del capítulo “La revolución de la convivencia democrática”, por Carlos Corach, del libro Los noventa
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