Santiago guardaba siempre sus juguetes en cajas. A pesar de tener solo cuatro años sabía que no debían estar tirados porque su familia estaba permanentemente lista para huir con rapidez. Por aquellos años, no permanecían más de cuatro meses en la misma casa.
Su papá, Luis María Roberto, era un joven militante político que tenía a cargo una imprenta donde se hacía la revista Evita Montonera. Curiosamente, provenía de una familia fervientemente radical. Su padre, que era comerciante, incluso había estado preso en tiempos de Perón por acopiar azúcar. Luis María solía llevar al pequeño Santiago al taller gráfico en brazos mientras lo dejaba jugar a que manejaba su camioneta Chevrolet. Sólo a él. Por su corta edad, era imposible que recordara la ubicación y no representaba un peligro a la seguridad de la organización.
El 23 de abril del 76, Luis María, de 33 años, y Norberto Morresi, de 17, iban a bordo de esa misma camioneta cuando fueron detenidos. Faltaba un día para que la dictadura militar cumpliera su primer mes en el poder. En la caja del vehículo llevaban varios paquetes de la revista Evita Montonera, que entre el 75 y el 79 funcionó como órgano oficial de difusión de la agrupación político militar. Ninguno de los dos estaba armado. Pocas semanas antes esa revista se vendía abiertamente en los kioscos.
Pasaron 45 años pero Claudio Morresi todavía tiene una escena grabada en la memoria. Volvía a su casa junto a su hermano mayor y mientras abría la puerta le preguntó qué iba a pasar luego del golpe militar. “Ahora va a ser mucho peor”, fueron las palabras premonitorias de Norberto, que le llevaba cuatro años y siempre dejaba que lo acompañe a los partidos de fútbol de la Unión de Estudiantes Secundarios por si faltaba alguno.
Los hermanos Morresi sí se criaron en un hogar peronista. Su papá era zapatero y tenía un sueño: volver a ver al General Perón en el balcón de la Casa Rosada vociferando el clásico “compañeros”. Más de una vez les relató cómo un 17 de octubre -cuando tenía apenas 15 años y trabajaba en una panadería- vio pasar columnas de obreros que caminaban hacia el centro. Ante ese espectáculo poco común, se subió a un camión para pedir por la libertad del teniente coronel y, de paso, conocer la Plaza de Mayo.
Norberto Morresi, apodado “El Rata”, había comenzado a militar en la UES y luego pasó a Montoneros. “Mi hermano era cuadro de honor en el colegio, y como casi toda la juventud de ese tiempo estaba impregnado de las ideas de igualdad social”, explica Claudio. A pesar de su identificación con el peronismo, los papás de Norberto sentían miedo. Le insistían con que extremara las precauciones y siempre avisara en dónde estaba. No le cuestionaban su militancia, en cierta medida sabían que eso hubiera terminado por alejarlo de la familia.
Aquel día se había ofrecido como voluntario para el reparto de las revistas tras enterarse que la persona designada para acompañar a Luis María se había ausentado. A las 9.30, fueron detenidos en zona sur, en avenida Directorio y Perito Moreno. De allí los llevaron a Villa Martelli, cerca del cruce de General Paz y Ricchieri. A las 15, la policía encontró dos cadáveres junto a la camioneta.
Norberto tenía seis tiros en la cabeza, le gatillaron a 45 centímetros de distancia. Luis María había sido ametrallado a la altura del pecho. Sus asesinos incluso intentaron hacer explotar la camioneta con ellos adentro, pero el trapo que pusieron como mecha en el tanque de nafta se apagó antes de tiempo.
Ambos fueron enterrados como NN en el cementerio de General Villegas. El reporte policial con los detalles de la escena quedó oculto en los archivos del Batallón 601 del Ejército. Nadie notificó a los familiares.
A la mañana del día siguiente, Claudio se despertó y notó un clima de gran nerviosismo en su casa. Su hermano Norberto no había vuelto. Algo malo había pasado. Desde ese momento, la familia Morresi no dejó puerta por golpear en comisarías, destacamentos del Ejército e iglesias. Todo fue en vano.
En la casa de Santiago, la situación fue diferente. Su mamá, Rosalina, también formaba parte de Montoneros y sabía que corría peligro. La había alertado un compañero que vio el operativo de los militares desde la ventana de un colectivo. Ese mismo día abandonó la casa con sus hijos y comenzó una peregrinación por distintos lugares. Pidió ayuda a amigos y familiares. Temía por su vida, la de sus hijos y la de quienes le daban refugio. Era consciente de que podía comprometerlos. Durante los primeros años presentó decenas de hábeas corpus a través de los pocos abogados que se animaban a hacerlo. No obtuvo respuesta oficial.
Tras algunos meses decidió irse a San Antonio de Areco, a la casa de los padres de Luis María. Allí el pequeño Santiago se acostumbraría a ser conocido como “el hijo del desaparecido”. En su casa no se hablaba del tema. “En el pueblo todos sabían pero lo evitaban. Recuerdo ir al primer cumpleaños y que la gente rumorase a mis espaldas”, revela a la distancia. En el 82 volvieron a la ciudad de Buenos Aires. Santiago empezó a decir que su papá había muerto en un accidente sin dar demasiados detalles.
A pesar de todo, la familia de Luis María no perdió la esperanza hasta 1989, cuando Radio Colonia anunció que los habían identificado. “Mis vecinos vinieron corriendo porque pensaban que estaba vivo. Mis abuelos todavía creían que podía estar en un loquero o en Europa, como se decía en aquel entonces”, explica Santiago.
La esperanza fue cruel con los Morresi. Tras cuatro años de reclamos y marchas, una persona se contactó con el padre de Norberto. Le dijo que su hijo estaba detenido y que a cambio de una importante suma de dinero -equivalente hoy en día a un departamento de dos ambientes- podía organizar su traslado a Suecia.
Desesperado por el reencuentro, y al mismo tiempo desconfiado, exigió una prueba de vida. El presunto benefactor contestó que antes de dormirse siempre le pedía una manzana verde a su carcelero. Era un hábito típico e inconfundible de Norberto. “Finalmente lo encontré”, pensó su padre e inmediatamente comenzó a llamar a familiares y amigos para juntar el dinero. Claudio recuerda la imagen de su madre sentada tejiendo pullovers para que Norberto no tuviera frío en Suecia.
Luego de entregar el dinero, les dieron la dirección de un departamento para ir a buscarlo. Tocaron el timbre. No hubo respuesta. A los pocos minutos, el portero les explicó que nadie vivía allí desde hacía tiempo. Devastados por el engaño, llegaron a la conclusión de que “la patota” obtuvo el dato de la manzana verde de boca de algún miembro de la familia durante una de las innumerables entrevistas con policías y militares para encontrarlo.
A la desaparición de su hermano le siguió la de muchos de sus compañeros de la UES, aquellos que conocía de los partidos de fútbol. Claudio incluso llegó a experimentar el miedo en carne propia. Una noche en el 79 salía de estudiar cuando un control policial detuvo el colectivo. Los uniformados señalaban a quienes debían bajar y luego los registraban. Entre sus cosas Claudio llevaba una revista juvenil indirectamente vinculada con las organizaciones armadas. “El destino quiso que no me eligieran a mí”, rememora. Luego encontró refugio en el deporte: llegaría a la primera de Huracán y de River, entre otros clubes. De aquellos días, cuando esperaban con desesperación cualquier novedad, le quedó una obsesión por no dejar sonando el teléfono.
La verdad sobre el destino de Luis María y Norberto llegó tras un meticuloso e incansable trabajo del prestigioso Equipo de Antropología Forense. Por un lado, habían inhumado restos de tumbas NN en el cementerio de General Villegas. Por otro, pudieron acceder a los archivos del Batallón 601 con la orden de un juez. El padre de Santiago era colorado, muy colorado. Esa particularidad les facilitó atar los cabos sueltos. Fue así que ambas familias también se enteraron que los habían asesinado juntos. Nunca pudieron develar un misterio: por qué los ejecutaron tan rápido, casi en el acto.
En medio de una tragedia tan amarga, las familias de Santiago y Claudio obtuvieron cierto consuelo en el hecho de que al menos no fueron torturados. También se consideran “afortunados” por saber dónde descansan los restos de sus seres queridos, un “lujo” que miles de familiares de desaparecidos no tienen. La mamá de Claudio todavía visita seguido a Norberto en el cementerio. En aquel entonces no obtuvieron justicia, sólo verdad. Pero pudieron cerrar la historia.
Aunque haber encontrado los cuerpos no significó de ningún modo dar por concluida la etapa. Siguieron reclamando justicia y saber qué pasó con el resto de los desaparecidos.
Claudio Morresi y Santiago Roberto nunca tuvieron vínculo personal. Solo los unía aquel episodio trágico y la militancia dentro de diferentes espacios del peronismo. Sin embargo, por obra del destino y la historia común, desde 2019 forman parte del mismo bloque en la legislatura porteña, el del Frente de Todos.
Santiago cuenta que una vez un viejo compañero de militancia de su padre le dijo que una de las últimas charlas que habían tenido fue sobre si sus hijos iban a saber entender que los hubieran expuesto a semejantes riesgos.
-¿Y lo entendés?
-Sí, lo entiendo. Salvando las distancias, parte de eso nos pasa a nosotros. La política es nuestra vocación.
“Yo creo que mi hermano y el papá de Santiago deben estar muy contentos de que nosotros estemos acá. Si estuvieran vivos pelearían por las mismas cosas. Eso te da fuerzas”, concluye Claudio.
SEGUIR LEYENDO: