Cosas extrañas de la política local, la velocidad de la coyuntura y el pesado andar de la Justicia -que cuenta sus pasos en años- confluyeron para alterar por completo los planes con que Alberto Fernández imaginaba marcar la agenda para el arranque del año político. El vacunagate que estalló hace unos pocos días y la causa por la ruta del dinero K, con condena a Lázaro Baéz después de ocho años, repusieron el foco sobre la corrupción y en sentido amplio, sobre el manejo del poder. A su regreso de México, el Presidente debe definir algo más que el discurso del lunes próximo ante el Congreso. El tema de fondo es el costo de estos días en materia de credibilidad y, en esa línea, cómo intentar revertirlo. La única señal parece ser el endurecimiento del discurso contra la Justicia. No es nuevo, pero esta semana desdibujó en parte el capital que suponía para acompañarlo.
Está claro, lo señalan incluso algunos referentes opositores cuidadosos de lecturas lineales, que el impacto del escándalo con las vacunas de privilegio -también, acomodo o favor político- es potente pero difícil de proyectar aunque toca una cuerda sensible, en medio de los temores e incertidumbre de la pandemia. También los son otros dos elementos inquietantes que rondan la cabeza de consultores, casi contradictorios: la posibilidad de un agotamiento fugaz como otros temas alarmantes y, al revés, la posibilidad de que detone alguna reacción de fuerte enojo antipolítica.
Es un terreno inestable, visto así, pero nada tranquilizador para el laboratorio político. Las encuestas que se acumulan de manera creciente, en la perspectiva de un año electoral, ofrecen datos que son leídos casi con el mismo interés que las cifras muy prematuras sobre preferencia –o rechazo- en el voto. Esos elementos cualitativos también exponen costados llamativos. Hay caída de imagen o confianza y como lo indica el sentido común, la inflación lidera el rubro económico considerado como primer problema. Las medidas frente al coronavirus dividen opiniones sobre el manejo oficial. En medio de todo, y de manera significativa, la corrupción se sostiene como un renglón destacado de condena.
Todo eso sirve para el análisis en el escritorio. Con un elemento destacado, que no demanda mayores estudios: la necesidad de generar expectativa y manejar la agenda política. El punto, también sabido, es que el sustento central es constituido por la credibilidad y la afirmación de poder.
Ese es en definitiva el objetivo de fondo sobre el que gira cualquier movida o “estrategia” en el circuito oficialista, golpeado con los dos temas de impacto referidos. El Presidente, según se dejaba trascender, venía bastante conforme hasta la semana pasada con el balance provisorio de febrero, con la prioridad colocada en lograr una mayor provisión de vacunas contra el coronavirus, llave sanitaria, con impacto social, económico y político.
El Gobierno consideraba la vacuna -sobre todo después de la validación de la Sputnik V- como un capital político propio. Del mismo modo, admitía que la vuelta clases había quedado en el haber de la oposición. El giro presidencial de respaldo a la presencialidad, cuidada, fue sumado como un punto que al menos ponía al oficialismo en condiciones de disputar ese terreno. Una especie de locura de microclima político, pero un elemento gravitante en el cálculo del día a día.
La vacuna es la esperanza -mundial, claro- para la vuelta a un marco más normal que permita descomprimir socialmente y reanimar la economía. En las cuentas locales, siempre más delicadas, se agregaba cierta tranquilidad por el dólar, pero con preocupación extendida por la inflación. La reacción oficial cruza presión sobre los precios con el intento de construir un marco de compromiso entre empresarios y jefes sindicales. Una señal de acuerdo, aunque sin convocatoria a fuerzas políticas. Y con el refuerzo de la convocatoria del Consejo Económico y Social.
La suma parecía ideal en una presentación conjunta para exponer afirmación política con sello “albertista” o moderado. La pieza central, por supuesto, seguía siendo razonablemente la apuesta a la vacunación, aunque con el lastre generado por la incontinencia en la difusión de cifras sobre la llegada de vacunas y velocidad del programa de aplicación.
Eso, como si se descontara capital político de sobra, corría en paralelo con la idea de sostener las cargas sobre la Justicia, un ingrediente ya naturalizado como parte del juego de los compromisos domésticos de la alianza oficialista. El foco fue puesto definitivamente en la Corte Suprema. En todo caso, la discusión sigue siendo cómo revertir en la práctica las causas por corrupción que involucran a Cristina Fernández de Kirchner y ex funcionaros. Todo indica que habría un capítulo judicial ampliado, en la línea de restarle atribuciones al máximo escalón judicial.
Ese imaginario de fortaleza política, asociada centralmente a la vacunación como capital exclusivo y suficiente, entró en crisis -se verá hasta qué nivel de profundidad- con el vacunagate. Es sabido: la reacción presidencial fue una dura descarga sobre jueces, fiscales y medios, además de Mauricio Macri.
Esa construcción de hecho defensiva resultó seguida en apenas veinticuatro horas por la condena a Lázaro Báez en la causa por la ruta del dinero K, que remite a la obra pública y a CFK. Oscar Parrilli, como es habitual, fue el primero en rechazar el fallo y en hablar otra vez de lawfare. No está claro si habrá otras reacciones públicas, aunque el impacto sobre el núcleo kirchnerista es obvio.
Este es el escenario que recibe a Alberto Fernández en su regreso de México, una visita ensombrecida también por el escándalo local. Debe preparar su discurso del lunes próximo ante el Congreso, para inaugurar por segunda vez un ciclo de sesiones ordinarias. Se decía que volvería a hablar sobre la necesidad de reformar la Justicia, tal vez, como adelanto del proyecto para recortarle atribuciones a la Corte. El contexto ha sido agravado: la carga indisimulable sería frente a hechos de corrupción o privilegios del poder.
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