Tres puntos básicos resumen a esta altura cierto consenso sobre el desastre que provocan el quiebre prolongado de la presencialidad en el proceso educativo y, en espejo, la persistencia de la fórmula más extendida pero no única para reemplazarla, es decir, la educación virtual: problemas de conectividad, alarmantes cifras de chicos en edad escolar que pierden todo contacto con el “aula” y daño por ahora difícil de medir en términos de socialización. Suena dramático, entonces, que a esta altura haya sido imposible establecer una suerte de pacto político para la educación frente al coronavirus. El Gobierno no avanza, los gremios juegan fuerte y hasta las internas cruzan la relación con jefes provinciales y opositores.
Vale traducir el problema, aunque sea parcialmente, en cifras. Según estimaciones de medios vinculados con la educación, casi un millón y medio de estudiantes de los niveles inicial, primario y secundario tuvieron problemas graves: desde la pérdida de cualquier vínculo con la educación hasta situaciones calificadas como de baja intensidad educativa (por ejemplo, discontinuidad en tareas y devoluciones con los docentes). Relevamientos que circulan en el Ministerio de Educación y en organismos como Unicef registran que casi la mitad de los hogares tienen problemas de acceso fijo a Internet y un número similar no cuenta con PC disponibles para uso educativo.
Por supuesto, las restricciones a las clases tradicionales constituyen un desafío mundial. Se estima que en los momentos de mayor dureza con las cuarentenas, afectaron de un modo u otro a la casi totalidad de los estudiantes. El punto es que la mayoría de los países hizo esfuerzos por sostener la vuelta a las clases, con medidas parciales, idas y vueltas según la expansión del virus. El caso argentino es extremo: en la mayoría de los distritos, prácticamente no hubo clases en todo el 2020. En trece provincias hubo “actividades presenciales” de algún tipo, que involucraron a sólo el 1% de los estudiantes, según un trabajo de CIPPEC. Y la incertidumbre se proyecta para este año.
Algunos especialistas hablan directamente de tragedia educativa y de catástrofe para una generación. Pero otra vez, asoma la incapacidad o los cálculos binarios para manejar la situación. Se trata de administrar las restricciones, no de cerrar o abrir simplemente. La presión en este terreno recién empieza a ser advertida. Y una combinación de factores sigue trabando una salida consensuada, sobre todo, pero no únicamente, en el oficialismo.
El Gobierno fue flexibilizando su discurso, atado a las exageradas proyecciones de vacunación para este mes y febrero. Y con dos consideraciones convergentes. En las palabras, buscó acuñar la idea de “presencialidad cuidada”, giro que expuso el ministro Nicolás Trotta. Y en términos políticos, como ya ocurrió especialmente con las restricciones nocturnas, colocó la definición en manos de cada gobernador. No se trata sólo de una cuestión de federalismo.
No está claro todavía cuáles serían los lineamientos prácticos de ese avance hacia las clases presenciales cuidadas, fuera de la guía que supondrían algunos parámetros epidemiológicos. En principio, para la semana que viene está previsto un encuentro del Consejo Federal de Educación. Se verá con qué letra llegan y se van los ministros provinciales.
De todos modos, aún si las palabras de Trotta son interpretadas como un giro real hacia la presencialidad -con características adecuadas a los tiempos de pandemia-, asoma en medios políticos la impresión de que los gremios docentes mayoritarios -en especial los nucleados en Ctera, de fuertes vínculos con el kirchnerismo- están jugando una batalla particular contra Horacio Rodríguez Larreta y, a la vez, condicionando al Gobierno nacional.
La falta de un entendimiento con el jefe de Gobierno porteño no puede ser abstraída de la pulseada con el dirigente de Juntos por el Cambio con creciente proyección como referente opositor. Pero a la vez, ese condicionamiento se proyecta hacia el ministerio de Educación nacional.
La oposición ya tomó este tema como un renglón destacado en su política. La mayoría de los dirigentes, con todo, busca no sectarizarlo por convicción o por razones prácticas. Podría restarle volumen al reclamo social que por ahora apenas se vislumbra pero que podría extenderse hacia fines del mes próximo. Algunos prefieren incluso acotar las declaraciones y dejar el espacio a las opiniones de los expertos en educación.
En esa línea, generó algún malestar, contenido, la dura declaración de Mauricio Macri reclamando que abran las escuelas y cuestionando al Gobierno y a las estructuras sindicales. Eso no sorprendió ni pareció un problema. En cambio, sí inquietó su llamamiento a la acción, que podría sesgar una demanda social.
Alberto Fernández reacciona con especial enojo frente a cada cuestionamiento de su antecesor. Pero no puede desatender los problemas domésticos. El mensaje de los gremios provoca malestar. Eso explica en parte el propio reclamo de Trotta, bajo el formato de una demanda de tolerancia y sentido común para analizar el tema. Ayer mismo, Adriana Puiggrós, de notoria mala relación con el ministro y con un lugar formal como asesora presidencial, salió a descalificar los intentos de Rodríguez Larreta.
El Presidente encuentra así un problema múltiple. El dato central, más allá de Macri, es que la apertura de las escuelas parece limitada como demanda a los planteos de la oposición: no sólo verbales, en el caso de Rodríguez Larreta. Los gremios mueven sus fichas, también internas. Y en ese contexto, busca no perder definifivamente ese espacio.
La evolución del coronavirus genera incertidumbre y en términos prácticos, el punto es cómo administrar las medidas sanitarias. Pero con una guía principal en este caso: la vuelta a clases como objetivo. Es más que táctica política.
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