Un funcionario que lucha contra el delito en el Conurbano realizó un impactante relato del día que estuvo al borde de la muerte en un búnker narco

Diego Kravetz, responsable de la seguridad de Lanús, publicó el libro “Corré Cagón”, donde repasa anécdotas y reflexiones en primera personas del combate contra el delito. En esta nota, un adelanto de la obra

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Diego Kravetz, jefe de Gabinete de Lanús
Diego Kravetz, jefe de Gabinete de Lanús

A lo largo de las 232 páginas editadas por Planeta y con prólogo del analista político, Sergio Berensztein, el jefe de Gabinete de Lanús y responsable del área de Seguridad, Diego Kravetz profundiza acerca de los pormenores y de la realidad con la que se enfrentan a diario el Municipio y las fuerzas policiales a la hora de combatir el delito en la comuna. El texto es un compendio de anécdotas, ideas y el análisis de políticas públicas en primera persona.

La presentación de “Corré cagón” será el sábado 19 de diciembre a las 20 en el playón ubicado en Avenida 25 de Mayo 131(Lanús Oeste), en el marco de La Noche de los Libros.

El evento contará con la presencia como presentador del libro del intendente de Lanús, Nestor Grindetti y la entrada será limitada para cumplir con los protocolos establecidos por el Gobierno de la Provincia para prevenir contagios de Coronavirus.

En esta nota, un adelanto del libro.

“Te voy a romper el orto”

Había pasado poco más de un año como secretario de Seguridad y la mañana víspera de Navidad de aquel 2016 no modificaba en nada la fisonomía de Villa Sapito, un barrio de apenas cuatro manzanas, pero de las más peligrosas del Conurbano.

Entré a Sapito con Pablo Morales, director de Lucha contra el Narcotráfico. El sol pegaba con fuerza y los vecinos, entre jocosos y ambiguos, me saludaban diciendo “¿a quién se viene a llevar?”. Se reían conmigo o de mí, vaya uno a saber. Pero esa mañana estaba optimista y suponía que nada me podía sorprender. Hasta me había preguntado qué hacía como secretario de Seguridad caminando por Sapito. ¿Era parte de mi trabajo? Sí y no. Podría no haberlo sido, durante muchos años no había sido parte del trabajo de los funcionarios. Pero la gente de ese barrio me conocía porque yo sí lo hacía. Esa mañana de 24 de diciembre estábamos yendo a una casilla que funcionaba como bunker y habíamos recuperado hacía pocos días.

La habíamos detectado a través de una de nuestras cámaras de seguridad. Ese año habíamos sumado más de 200 cámaras nuevas en todo el municipio a las 180 que ya estaban, y el centro de monitoreo que funcionaba las 24 horas nos había confirmado las sospechas: la gente entraba y salía de esa casilla como de un supermercado, y se llevaban paquetes pequeños.

Era tanta la impunidad a la que estaban acostumbrados, que cuando los delincuentes descubrieron las cámaras no huyeron ni se desesperaron ni salieron a los tiros. Al contrario, pusieron una mediasombra para tapar mejor lo que ya habíamos visto y planificar una salida ordenada. Entonces apuramos el operativo. Cuando la Policía Bonaerense cayó con la orden de allanamiento no encontraron ni un gramo de droga. La habían desaparecido a la velocidad de la luz, y no se pudo detener a ninguna persona.

De todos modos, tomamos el búnker. Ahora era nuestro. Ahí no se iba a vender más. Eso me dijeron. Y por eso volví, para comprobarlo con mis propios ojos. Era un trámite: pasar, controlar y volver a mi casa para preparar la Navidad con mi familia. Aunque soy judío, sigo creyendo en Papá Noel y en la alegría de celebrar todo junto a mis afectos.

En el pasillo hacia la casa había una pileta pelopincho con pibitos de cinco o seis años chapoteando su inocencia. Pensé: vida normal, pacificada, como debería ser siempre. Estábamos sin escolta. No necesitábamos armas, ya que iba a ser un paseo breve antes de irnos a almorzar.

Sin embargo, al llegar, la puerta estaba entreabierta. Las cintas de allanamiento estaban rotas. Adentro había una chica de unos diecisiete años barriendo. Le pregunté quién la había mandado.

–No te puedo decir –dijo sin levantar la mirada del piso.

Detrás de la chica había una arcada cubierta con una cortina de tela que daba a otra habitación. Y de la habitación salía música. Una brisa movió la cortina y pude ver las piernas de dos personas recostadas. Entré. La habitación era de dos metros por dos. En la cama había una parejita. Y una pistola.

Me presenté como secretario de Seguridad y les pregunté qué hacían ahí.

–Rajá de acá, boludo, ¿o querés que te pegue un tiro?

No, no quería, por supuesto.

Y entonces empezó la locura. En un movimiento entre torpe y desorientado, el flaco se tiró a agarrar la pistola. La amenaza había sido bastante contundente y, a pesar del miedo, con mi compañero hicimos lo único que nos salió para protegernos: tirarnos encima suyo para evitar que agarrara el arma. La chica nos puteaba y nos tiraba manotazos.

Pudimos inmovilizarlo. Yo me senté arriba suyo mientras el muchacho gritaba como un loco.

–¡Cuando salga te voy a buscar y te voy a romper bien el orto! ¡Bien el orto te voy a romper!

La escena duró cinco minutos, pero a mí me parecieron seis días hasta que llegó la Bonaerense.

Ahora sí había droga: mil doscientas dosis de paco envueltas en papel glasé. La que no estaba en el allanamiento de cuatro días atrás, la habían vuelto a traer y seguían vendiendo. Una cosa increíble.

–Soltame, no tengo nada que ver, te lo juro, hermano –dijo el pibe mientras lo esposaban.

–¿Recién me ibas a romper el orto y ahora somos hermanos?

–Sí, ¡y te voy a romper bien el orto! –volvió a descontrolarse.

–Ok.

La Policía se lo llevó junto con las otras dos chicas que estaban en la casa. Nosotros nos fuimos. Yo no podía ni manejar. Pocas veces había sentido que el cuerpo no resistía la presión. No me respondía. Estaba muy nervioso, temblaba. Estaba cayendo en que un segundo más, uno menos, y mi vida se terminaba con un balazo. Un movimiento mal hecho, o hecho demasiado tarde, “algo” fuera de lugar y se acababa el cuento.

Habíamos ido dos veces a esa casa: en el primer operativo, con una estrategia robusta, un tiempo de observación prudencial, un análisis de todos los escenarios posibles y una cantidad de efectivos, no encontramos ni droga, ni narcos, ni delito alguno.

Cuatro días después, sólo para corroborar que todo estaba en orden, desarmados, y casi sin querer, terminamos desbaratando a la banda, o al menos deteniendo al responsable de ese bunker, al que no volvieron más.

Nada parecía tener una explicación. O sí: varias. Y esas explicaciones fueron apareciendo de a poco.

Alguien les había avisado de las cámaras o las detectaron ellos mismos. El que sabe mirar, las ve, están ahí. Más grave es que alguien los hubiera alertado sobre el operativo, porque no debía enterarse nadie que no fuera de los nuestros. Quizás, simplemente, al saber de la cámara, sospecharon que podía caer la Policía y se fueron. Hasta ahí, el comportamiento era el lógico, el previsible.

Lo extraño es que hubieran vuelto como si nada. No cinco meses más tarde, sino apenas cuatro días después. Y al compararlo con otros casos, descubrimos que era lo más común. Los delincuentes, después que la Policía hubiera identificado el búnker y lo hubiera allanado, volvían al mismo lugar con total tranquilidad e impunidad.

En ese primer año de gestión habíamos avanzado en la estrategia, habíamos implementado mayor y mejor tecnología, y habíamos multiplicado los operativos. Pero algo faltaba. Si uno desalojaba una casa donde se vendía droga y a los tres días los delincuentes estaban otra vez exactamente en el mismo lugar, lo que se estaba pidiendo casi a gritos era mayor presencia física.

Teníamos que estar ahí; ir, hablar con la gente, indagar, ver y que nos vieran. Teníamos que empezar y terminar el día en la calle y volver a empezar, temprano, al día siguiente. Día tras día, todos los días. Teníamos que volver al lugar del delito una y mil veces hasta que se dieran cuenta de que no íbamos a cansarnos.

No servía de nada entrar y salir. Teníamos que estar ahí, acompañando a la inmensa mayoría de gente honesta y tranquila. Teníamos que empezar a ser parte de los barrios. Y de esas vidas.

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