Alberto Fernández había impuesto su voluntad política frente a Cristina Fernández de Kirchner cuando avaló un informe de Naciones Unidas que confirmaba la violación sistemática de los derechos humanos en Venezuela cometida por Nicolás Maduro y sus grupos de tareas cívico-militar.
El kirchnerismo duro y sus aliados políticos en el Frente de Todos, acicateados por la nomenclatura del régimen populista de Maduro, intentaron torcer la posición presidencial y evitar que Argentina votara a favor del informe Bachelet.
Con el aval silencioso de CFK, la diplomacia argentina en la OEA intentó boicotear la decisión de Alberto Fernández. Carlos Raimundi, un ex diputado con escaso conocimiento de política exterior, aprovechó su designación en la OEA para jugar al lado de Maduro. Fue un bochorno que la Casa Rosada pagó en prestigio internacional.
Antes de ordenar su ratificación diplomática en Ginebra, Alberto Fernández había dialogado con la expresidente Michelle Bachelet para conocer los detalles de su certera investigación. Cuando concluyó la conversación telefónica, el jefe de Estado no tenía dudas acerca del voluminoso informe realizado por cuenta y orden de la ONU.
La posición argentina frente al informe Bachelet fue un triunfo diplomático de Alberto Fernández. El Presidente capitalizó ese movimiento de política exterior en su conversación con Joseph Biden y durante los encuentros que mantuvo con Jair Bolsonaro y Luis Lacalle Pou. Ya no aparecía Argentina cercana a Maduro y su régimen populista, que aplicaba el terror sistemático para permanecer en el poder.
El jefe de Estado evaluó que la derrota de Donald Trump ponía en retirada la hipótesis de conflicto contra Maduro y que habría la posibilidad de establecer una mesa de diálogo político respaldado por el Grupo de Contacto, el Mercosur y Biden. Alberto Fernández se sentía cómodo en ese escenario y aguardaba su oportunidad para iniciar la fase II de su hoja de ruta en Venezuela.
Esa fase II implicaba reclamar la suspensión del bloqueo económico y financiero ordenado por la Casa Blanca sobre Venezuela, exigir que el régimen populista cese de inmediato en la violación de los derechos humanos y convocar al diseño de una transición ordenada con todas las partes involucradas.
Alberto Fernández contaba con sus socios del Mercosur, los países claves del Grupo de Contacto -España, Italia, Francia, Alemania y Gran Bretaña-, el papa Francisco y la anuencia del presidente electo Biden, que necesita evitar un conflicto en América Latina que complique aún más la agenda internacional que heredará de Trump.
En este contexto geopolítico, adonde la secuencia se alineaba con los parámetros previstos por el Presidente, no se entiende por qué la Argentina decidió callar frente al fraude cometido por Maduro en los comicios legislativos del domingo pasado. El silencio de Alberto Fernández, en contra de la información reservada que maneja y sus propias convicciones, transformó su política exterior en un lodazal.
“El Presidente cree que haciendo silencio sobre las irregularidades en Venezuela, mantiene una posición de no alineamiento con Estados Unidos. Su pensamiento atrasa 40 años, y lo peor es que da una señal al mundo de falta de convicción sobre los valores republicanos e independencia de los poderes del Estado. Tanto el Grupo de Lima como el Grupo de Contacto -Argentina está en ambos- condenó está elección como una farsa. No hay forma de explicar la posición del país. Esto nos condena al aislamiento y nos resta toda credibilidad”, opinó Diego Guelar, exembajador en Estados Unidos, Brasil, la Unión Europea y China.
A su turno, el especialista en relaciones internacionales y exembajador Mariano Caucino sostuvo que “el gobierno argentino ha optado por un silencio ensordecedor ante el fraude y la violación sistemática de los derechos humanos en Venezuela. El Presidente cree -añadió Caucino- que puede quedar bien con tirios y troyanos, pero lamentablemente eso no es posible: va rumbo a quedar mal con todo el mundo”.
Por último, Facundo Suárez Lastra -vicepresidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de Diputados- argumentó que “la posición a veces ambigua, otras veces de apoyo y soporte al régimen de Maduro por parte del presidente Fernández, se debe a la equivocación de privilegiar la contención de los diversos sectores que integran el Frente de Todos. Lo que conciben como virtuoso para el frente interno es totalmente contraproducente en la imagen internacional de la Argentina y afecta seriamente nuestra reputación como país en la comunidad internacional”.
Desde otra perspectiva, el silencio diplomático de Alberto Fernández se puede explicar por la correlación de fuerzas adentro de la coalición de gobierno. Cuando impuso su postura respecto al informe Bachelet, el Presidente aún mantenía una importante imagen pública a favor y CFK permanecía recluida en su despacho del Senado aguardando su oportunidad política.
Ese escenario de poder cambió en las últimas semanas: Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner casi no se hablan, la imagen positiva del jefe de Estado cayó y Maduro ejecutó una filosa operación de lobby en el Frente de Todos para evitar la condena de la Argentina.
A su vez, Alberto Fernández desconfía de Felipe Solá y eso le juega en contra al momento de tomar decisiones respecto a la crisis de Venezuela. No es común que un Presidente no convoque a su canciller para analizar cómo responder ante un acontecimiento institucional de semejantes características.
El Presidente recibió muchísimos informes -públicos y reservados- acerca del fraude cometido por Maduro para preservar su poder interno. Y ya no tiene dudas sobre la responsabilidad institucional del régimen populista.
Pero privilegió mantener el frágil statu quo con CFK y el Frente de Todos. Una decisión política que dañó su agenda internacional y fortaleció la hipótesis de cohabitación tácita con la vicepresidente que preocupa -mucho- en el Mercosur, la Unión Europea y el equipo de transición de Joseph Biden.
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