
La muerte de Diego Maradona, la conmoción por el final desolador, fue a la vez una última tentación y también una condena para su uso político. Miserias de todo tipo, la mayor, quizás, deslizar culpas a la familia por el final previsible y penoso de un velorio que no debió ser ese, entre otras razones principales por respeto a las despedidas negadas a miles de familias en la cuarentena. La caravana camino al cementerio mostró otra alternativa, espontánea, impactante. Pero antes, había pesado un modo de entender el poder, reducido. Si la idea era no limitar el adiós al fútbol –una cancha, un solo club- y darle simbología institucional a la expresión popular, la imagen no estaba en la Casa Rosada sino en la otra punta de Avenida de Mayo, en el Congreso.
No importa mucho si todo fue muy elaborado o si fue puro cálculo en velocidad, reflejo ideológico y oportunismo, con el agregado de cargarle también a la familia de Maradona la elección del lugar y luego el límite horario. Se sumaron después cuestiones operativas insólitas, muy visibles y contradictorias para el mensaje sanitario, pero no menos graves que la huella del significado político.

Dicho de otra forma: si lo que se pretendía era darle carácter de reconocimiento institucional –no en sentido rígido, sino de representación social-, el marco indicado hubiera sido el del Congreso, expresión de pluralidad, imperfecta como en cualquier sistema pero amplia y federal. No fue el caso. Para completar, la fría relación de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, además de la renovada batalla con el gobierno porteño, terminaron de imprimir una foto política pequeña, nada novedosa pero amplificada a la vista de todos por la muerte del ídolo.
Parece una “autochicana” que el duelo nacional haya sido tan particular en el Senado: suspendió una sesión para homenajear a Maradona, el jueves, y ayer mismo retomó su actividad por el empeño del kirchnerismo para avanzar y darle media sanción a la reforma de la ley orgánica del Ministerio Publico Fiscal. Es sabido: el proyecto apunta centralmente a facilitarle la designación del jefe de los fiscales –el aval bajaría de dos tercios de los senadores a la mitad más uno- y también a un mayor control parlamentario, entre otros puntos. El menos polémico de ellos, analizado en soledad, refiere a limitar el tiempo en el cargo.
No se trata de un tema sin rostros. En rigor, expone parte de la pulseada doméstica más significativa del oficialismo en torno del proyecto y del nuevo procurador general. El ciclo de sesiones ordinarias concluye el lunes sin que haya sido movido un centímetro el pliego del candidato presidencial, el juez Daniel Rafecas. Y muestra una carga inconclusa del oficialismo contra el procurador interino, Eduardo Casal. Además, la iniciativa tiene sello: CFK. Habrá que ver cómo sigue, empezando por la confección presidencial del listado para sesiones extraordinarias y siguiendo por los problemas –o escasa voluntad en algunas filas oficialistas- para dar la batalla en Diputados.
En este punto, la señal de riesgo no tiene que ver sólo con la letra sino especialmente con el sentido. Legisladores con recorrido y algunos expertos en derecho señalan –y en este tema incursionó también el Presidente- que la elección del jefe de los fiscales es decisión del Senado y que modificar la ley orgánica como se pretende no iría a contramano de la letra de la Constitución. Sí, en cambio, considerando su condición de órgano extrapoder, autónomo, destacan que una reforma que lo haga de hecho dependiente del Gobierno o de la mayoría gobernante iría, sin vueltas, contra el espíritu de la Constitución.
No es un dato menor. Y se expresa de diferente modo en otros ámbitos institucionales. Un punto destacado, si se quiere por familiaridad y no por dependencia orgánica: el Poder Judicial es por definición un poder “contramayoritario” o preservado de la mayoría en cada elección. Y en rigor, el propio mecanismo del Poder Legislativo impone una reconfiguración de las Cámaras que amortigua el impacto de un solo acto electoral. La renovación por mitades en Diputados y –con menos potencia- por tercios en el Senado genera un andar político que exige a veces más de un turno electoral para generar o consolidar mayorías.
El requisito del voto de los dos tercios de los senadores para designar al jefe de los fiscales va en una similar dirección de equilibrios, en un marco de independencia de los otros poderes. La exigencia de una mayoría especial de votos de los senadores –como el caso de los jueces de la Corte Suprema- generalmente demanda o fuerza acuerdos políticos. La calidad de esos acuerdos depende del nivel de los liderazgos, y por eso pueden ser sustanciales o puro canje de favores. Eso no puede ser definido por la letra.
Visto en esa perspectiva, inquieta el sentido de la ofensiva kirchnerista sobre el Ministerio Público. Esa una pieza de una partida mayor, que cada tanto un vocero como Oscar Parrilli expone en aparente soledad. Hace poco volvió a hablar de la elección de jueces en las urnas. No asoma hoy como tema probable. Pero revela una visión conceptual.
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