Se trata de un cientista político que habla fluido español, inglés y francés, y exhibe un carisma intelectual que le permitió conquistar primero a Hugo Chávez, luego a Nicolás Maduro y por último a Vladimir Putin. Ahora es hombre de negocios, viaja en primera y tiene todos los teléfonos de la nomenclatura del Kremlin. Aterrizó en Buenos Aires para cerrar la venta de la vacuna rusa Sputnik V, se llama Maximilien Sánchez Arveláiz (alias Max Arveláiz), y es tratado como un visitante VIP por orden directa de la Casa Rosada.
Max Arveláiz desembarcó el feriado del 23 de noviembre de un vuelo comercial que partió de Moscú, hizo escala en París y concluyó en Ezeiza. Cruzó rapidísimo por las oficinas de Migraciones -dependen del ministro Eduardo “Wado” de Pedro”, subió a un auto con chofer y partió raudo hacia la zona de Puerto Madero.
El invitado VIP del Gobierno tiene la instrucción de Putin de cerrar esta semana los contratos de venta de la vacuna Sputnik V a la Argentina. El Presidente no quiere intermediarios -un acuerdo de estado a estado- y Max Arveláiz debe monitorear -del lado ruso- todo el proceso legal que ya está en manos de la Cancillería.
El lobbista del Kremlin tiene previsto reuniones con Ginés González García y es posible un cónclave con las enviadas especiales de Alberto Fernández y Axel Kicillof a Moscú. Asimismo, Felipe Solá ya ordenó al departamento legal de la Cancillería una revisión exhaustiva de los contratos públicos que se firmarán entre Argentina y Rusia para comprar millones de dosis de Sputnik V.
Arveláiz exigió un secreto absoluto para sus reuniones con los funcionarios del Poder Ejecutivo, y el ministro de Salud cumplió sus pretensiones sin una sola duda. El delegado de Putin no aparece en ninguna agenda -nacional o internacional- que Ginés González García deba cumplir en las próximas 72 horas.
La pretensión de Max Arveláiz es que haya firma del contrato entre Argentina y Rusia antes que termine esta semana. Solá está trabajando en el asunto legal y aguarda que González García termine de cerrar la provisión de las vacunas para cumplir con los requisitos jurídicos que se exigen desde Balcarce 50.
Nacido en París de madre venezolana, para cuando Hugo Chávez comenzó a hacerse conocido a nivel global a principios del nuevo siglo, “Max” Arveláiz ya le había dedicado la tesis de su maestría del Instituto de Ciencias Políticas Latinoamericanas de la University of London: “Utopía rearmada. Chávez y la izquierda venezolana”.
Los planetas se alinearon cuando logró ingresar a la embajada venezolana en Francia, donde en 2001 le organizó a Chávez un encuentro con intelectuales de la izquierda europea, todo lo que buscaba el mandatario venezolano.
Desde entonces, Arveláiz comenzó una meteórica carrera dentro del gobierno venezolano del grupo llamado “los franceses”: un puñado de asesores considerados como una “casta” de intelectuales extranjeros integrado por el español Ignacio Ramonet (director de Le Monde Diplomatique), el también francés Jacques Sapir y el venezolano –formado en el exterior– Temir Porras, con quien Arveláiz trabó amistad.
Su primera misión estaba concretada y Chávez ya se codeaba hasta con Danielle Mitterrand en tierra bolivariana. Luego, su fluidez con el español, el francés y el inglés le sirvió a Arveláiz para oficiar hasta de traductor de Chávez en sus conversaciones con los intelectuales y fue el gran artífice de la llegada de figuras del mundo cinematográfico a Caracas.
Arveláiz continuó su carrera diplomática para Venezuela como ministro consejero en la misión venezolana ante Naciones Unidas, director general de Relaciones Internacionales del Despacho de la Presidencia, una cancillería paralela al lado del Presidente.
Pero el gran salto llegó cuando Chávez le encargó la embajada de Venezuela en el Brasil de Lula Da Silva. Desde allí frecuentó y organizó encuentros entre Chávez, Rafael Correa, Lula, Fernando Lugo, Néstor y Cristina Kirchner.
“Los franceses” cayeron en una suerte de desgracia tras la muerte de Chávez. Nunca habían caído bien entre los chavistas que los calificaban de “boliburgueses”. Sin embargo, Nicolás Maduro lo envió como encargado de negocios a la embajada venezolana en Washington, donde Arveláiz presentó credenciales para ser embajador ante la gestión Obama.
Nunca ocurrió. Para 2016, luego de 18 meses de espera y con Donald Trump sentado en el salón oval, Arveláiz ya estaba fuera del gobierno y se le perdió el rastro diplomático.
Pero como el cine siempre fue su gran pasión, aprovechó sus contactos generados con los artistas norteamericanos para comenzar una carrera como productor ejecutivo que ya cosechó cuatro películas, debutando con Snowden, dirigida por Oliver Stone.
Allí compartió producción con el argentino Fernando Sulichín, quien tuvo sus líneas en tinta cuando trascendió que habría acompañado al actor Sean Penn a la famosa visita al Chapo Guzmán. Luego vendría una serie de filmes que incluye hasta la biografía de Van Gogh.
Pero con Oliver Stone volvería a trabajar en 2017 en un documental seriado de cuatro episodios con entrevistas a Vladimir Putin.
Y a partir de ahí, como hizo con Chávez y Maduro, Max Arveláiz sedujo a Putin, se sumó a su nomenclatura y desplegó su capacidad innata para hacer negocios alrededor del planeta.
Hoy está en Buenos Aires para vender la vacuna Sputnik V. Mañana Putin dirá.
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