Hay al menos diez motivos que explican por qué la Confederación General del Trabajo (CGT) se siente lejos del Gobierno del que, hace apenas un año, estaba segura de que iba a formar parte. Hay razones políticas, económicas, personales y hasta psicológicas que ayudan a entender las dificultades de una relación compleja, aunque decisiva para un poder político que necesita de los sindicalistas para salir de la crisis.
1. El estilo “equilibrado” de Alberto Fernández. Antes de asumir, en su visita a la CGT de noviembre de 2019, el Presidente le prometió a la dirigencia gremial: “El movimiento obrero organizado es parte del Gobierno que se va a instalar en Argentina desde el 10 de diciembre. Y no es un acuerdo político, es la convicción que todos tenemos”. Hoy, sin embargo, no es es precisamente la sensación que predomina en el sindicalismo.
El primer mandatario no privilegió a la central obrera ni a ningún sector interno y a lo largo de su gestión trató de equilibrar sus gestos para que cada dirigente estuviera contenido. Un intento inédito a la luz de los claros favoritismos demostrados por cada gobierno desde 1983, pero que, en la práctica, no conformó casi a ninguno.
El jefe del Estado eligió de manera permanente al cotitular de la CGT Héctor Daer para participar de algunas reuniones en nombre de toda la central obrera, como la del 9 de julio en la Quinta de Olivos, junto con empresarios del Grupo de los Seis, pero esa actitud ocasionó cortocircuitos con el otro cotitular cegetista, Carlos Acuña, enrolado en el barrionuevismo, marginado de todo contacto con el Gobierno.
Sin embargo, Alberto Fernández también calificó de “dirigente ejemplar” a Hugo Moyano, un enemigo de la cúpula cegetista, durante la tercera inauguración del Sanatorio Antártida, y recibió al jefe sindical y a su familia para almorzar en la Quinta de Olivos (en un polémico contacto sin barbijo ni distancia).
Con el mismo afán de tratar de manera igualitaria a todas las corrientes sindicales, el Presidente participó de un plenario de la CTA de los Trabajadores, dirigido por el diputado ultra K Hugo Yasky, una central obrera que ha competido con la CGT mediante sindicatos paralelos y la creación de agrupaciones opositoras.
Sin embargo, si hay un sector gremial discriminado por el primer mandatario de forma sistemática es la CTA Autónoma, liderada por Ricardo Peidró, cuyo sesgo combativo e independiente del Gobierno le valió quedar marginada de reuniones sobre el diálogo social y de las deliberaciones del Consejo del Salario Mínimo.
2. La influencia de Cristina Kirchner. Durante su gestión presidencial se recostó sobre el sector que hoy maneja la CGT, y que entre 2012 y 2015 estaba expresado en la central obrera conducida por Antonio Caló, mientras que la fracción cegetista liderada por Moyano se oponía al kirchnerismo gobernante.
La administración de Mauricio Macri logró invertir ese cuadro: el moyanismo se unió a la ex presidenta para derrotar al gobierno de Cambiemos y la cúpula cegetista fue responsabilizada por el kirchnerismo duro de no haberse endurecido lo suficiente entre 2015 y 2019. Para la vicepresidenta, el sector de “los Gordos” (Sanidad y Comercio) forma parte del establishment sindical que apoyó a todos los gobiernos y se alió a todas las expresiones empresariales. Por eso los K hostigan cada vez que pueden a la conducción de la CGT y buscan que Pablo Moyano sea encumbrado como su líder cuando la central obrera renueve autoridades.
Muchas de las decisiones oficiales que la CGT interpreta como perjudiciales para su capacidad de incidir en el poder político son “por culpa del Instituto Patria”, según la conducción cegetista. A ese mismo origen le atribuyen los espacios de participación institucional que el Gobierno le fue habilitando a la CTA de Yasky. Y el impulso unilateral en el Congreso a proyectos de ley que la cúpula de la CGT no avaló, como el teletrabajo.
3. La imposibilidad de sentirse privilegiados. Los reflejos tradicionales del sindicalismo han derivado en la exigencia de que cada gobierno le extienda una alfombra roja para tener acceso directo a la Casa Rosada. Cristina Kirchner fue la primera jefa del Estado que, desde una administración de signo peronista, rompió una regla de oro que rigió la relación entre el poder político y el sindical desde hace décadas y que se expresó en un intercambio: paz social a cambio de un kit de privilegios para consolidar a la dirigencia gremial. Alberto Fernández, aunque con modos menos traumáticos, continuó esa misma línea y reparte gestos entre las corrientes sindicales sin brindarle a ninguna una llave maestra para incidir en las medidas de gobierno.
4. Casi sin cargos en la estructura gubernamental. La CGT preveía que el regreso del peronismo al poder iba a traer aparejada automáticamente la designación de sus fieles en puestos clave como el Ministerio de Trabajo o la Superintendencia de Servicios de Salud, que distribuye los fondos de las obras sociales. Sin embargo, la central obrera quedó excluida del reparto de espacios en el gabinete nacional.
La cúpula cegetista quedó conforme con el nombramiento de Claudio Moroni como titular de Trabajo, a quien lo elogian por su capacidad de gestión y de diálogo, aunque en la estructura de la cartera laboral no hay funcionarios propuestos por la central obrera y sí salidos del andamiaje sindical, como Alberto Tomassone, abogado del gremio de Armando Cavalieri y asesor del ministro, y Mónica Risotto, abogada del sindicato de peones de taxis, que fue nombrada directora nacional de Asociaciones Sindicales.
Moyano aspiraba a que su asesor Guillermo López del Punta fuera ministro o secretario de Transporte, pero debió conformarse con dos cargos de menor jerarquía en esa cartera, la Secretaría de Planeamiento y la presidencia de la Junta de Seguridad en el Transporte. En ese mismo ministerio, sin embargo, fue encumbrado como jefe de Gabinete el abogado de la Unión Tranviarios Automotor (UTA) Abel De Manuele. Los gremios ferroviarios también lograron espacios: Agustín Special, de La Fraternidad, es subsecretario de Transporte Ferroviario, y Daniel Vispo, de la Unión Ferroviaria, quedó a cargo de la empresa Belgrano Cargas y Logística.
Una cosecha módica de puestos para un sindicalismo que durante el reinado del metalúrgico Lorenzo Miguel, en los años setenta, ponía, sacaba o vetaba ministros del gobierno peronista. Otro signo de pérdida de poder.
5. Obras sociales. Es el músculo más sensible del poder sindical, que le brinda atención médica a 14 millones de personas en todo el país, y el Gobierno pasó de comprometerse a designar un candidato de la CGT para presidir la Superintendencia de Servicios de Salud, el médico David Aruachan, a incumplir sorpresivamente su promesa y nombrar allí a Eugenio Zanarini, un hombre de confianza del ministro de Salud, Ginés González García. La relación de la central obrera con el ministro está llena de zigzagueos: de por sí, los sindicalistas tardaron casi tres meses en acceder al despacho del titular de Salud porque el pedido de audiencia efectuado en diciembre nunca fue contestado hasta marzo, cuando ya había comenzado la pandemia.
González García consiguió en abril una ayuda adicional para compensar la caída de la recaudación de las obras sociales, aunque el dinero nunca salió del Tesoro Nacional, como querían los sindicalistas, sino de fondos propios del sistema de seguridad social y que provienen del aporte de los trabajadores. Y el ministro no avanzó hasta el momento con su promesa de elaborar junto con la CGT un proyecto de ley complementaria para corregir asimetrías que, según la dirigencia gremial, profundizan la desfinanciación del sistema de salud.
6. Un Congreso distante. Más allá de la buena relación personal y política del presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, con el cotitular de la CGT Carlos Acuña, el Frente de Todos no consensúa sus proyectos laborales con la central obrera, según se quejan los dirigentes cegetistas. Aquí también le adjudican al kirchnerismo duro imponer su agenda de temas sin consultas previas: fue uno de los componentes que caracterizó el debate sobre la ley de teletrabajo. Los sindicalistas de la CGT admitieron que los llamaron para pedirles su opinión cuando la iniciativa ya estaba redactada y definida. De la misma forma, los legisladores oficialistas tampoco atendieron los pedidos de la CGT de introducir cambios en el sistema de obras sociales.
7. Falta de participación y de comunicación. Sin cargos en el gabinete, la CGT pretendía al menos incidir en las medidas de gobierno. Nunca lo logró. Y la pandemia profundizó la brecha: si bien la cúpula cegetista apoyó la estrategia sanitaria elegida por Alberto Fernández, primero insistió sin éxito en la flexibilización de la cuarentena para evitar la debacle económica y luego tampoco logró que la Casa Rosada convocara al sindicalismo y al empresariado para definir cómo se podría reactivar la economía en la postpandemia. Hay un problema adicional: los sindicalistas protestan porque no tienen interlocutores válidos en muchos ministerios: la pelea por los espacios de poder entre los miembros del Frente de Todos afecta la gestión. Además, la CGT se queja de que se entera por los diarios de muchas medidas oficiales. Probablemente no sea nada personal: le suele suceder lo mismo a gobernadores, intendentes, legisladores y dirigentes del oficialismo.
8. Sesgo antiempresarial. “Sin empresas no hay trabajadores”, advierten con frecuencia los dirigentes de la CGT con una lógica implacable, sobre todo en esta crisis pandémica, pero que es vista como un acto de traición a la clase obrera por el kirchnerismo duro y su mirada demonizada sobre los empresarios. Bajo esa lupa se examinó la reunión de la CGT con los dueños de grandes compañías agrupados en la Asociación Empresaria Argentina (AEA) y también, pese a que fue alentado por Moroni, el acuerdo alcanzado con la Unión Industrial Argentina (UIA) para suspender al personal sin tareas con una asignación económica equivalente al 75% del sueldo neto. Aun hoy, pese a los pedidos de la CGT, al Gobierno le cuesta sistematizar el diálogo tripartito para salir de la crisis. Curiosamente, o no tanto, hay más avances en las conversaciones que diez sindicatos mantienen con movimientos sociales para elaborar el plan que contempla la creación de 4 millones de fuentes de trabajo.
9. “Sensación” de ajuste económico. A este gobierno peronista le tocó administrar los críticos recursos de una Argentina que arrastraba los problemas económicos heredados del gobierno macrista, aunque la necesidad de acordar con el Fondo Monetario Internacional (FMI) lo puso a las puertas de un ajuste. La CGT se resiste a aceptarlo sin medidas de contención social: por eso, en su última reunión del consejo directivo, la dirigencia de la central obrera criticó el recorte de la ayuda económica y la nueva fórmula de movilidad jubilatoria, e incluso se insinuó la posibilidad de una medida de fuerza si no escuchaban sus reclamos. En la central obrera imaginan que el aumento de los precios que se aceleró y el descongelamiento de las tarifas tendrá un correlato en alguna alternativa para contener los salarios en 2021. El diálogo con el Gobierno no se rompió, pero a la CGT le costará más que antes llegar a plantear sus demandas ante la plana mayor del poder.
10. Desconfianza creciente. A esta altura de la enumeración, la conclusión es lógica: hay un clima de desconfianza recíproca que torna impredecible cómo evolucionará la relación Gobierno-CGT. Esta central obrera no es la misma que la de aquellas épocas de apogeo del sindicalismo, en los momentos de mejores índices del empleo registrado. Y desde 2021 se sumará otro componente que interferirá en el vínculo con la Casa Rosada, que es la elección de las nuevas autoridades de la CGT, postergada este año por la pandemia. El gran condicionante, por supuesto, será la situación económica. Y con un telón de fondo que serán las necesidades del oficialismo por mantener su caudal de votos en las elecciones legislativas. Una suma de elementos que, acumulados en un año decisivo, sumarán inquietud al Gobierno y a un poder sindical acorralado.
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