Este martes se dio en el edificio del Congreso una cita que generó más intrigas que certezas: en la puerta del despacho de Sergio Massa se sacaron una foto el titular de la Cámara de Diputados junto a Máximo Kirchner, Malena Galmarini, Mayra Mendoza, Martín Insaurralde y los ministros Matías Kulfas y Martín Guzmán.
Muchos lo vieron como una abroquelación del Frente de Todos tras casi un mes de cartas públicas que van, fotos que vienen, gestos y más gestos entre funcionarios que no funcionan y proyectos inconsultos. Al menos si uno habla con los voceros recibe esta versión y está perfecto, para eso les pagan.
Ahora, cuando se raspa un poquito y se comienza a charlar con asesores, diputados y funcionarios, nos encontramos con otro panorama. La foto de supuesto respaldo de Alberto Fernández y Sergio Massa al proyecto de Máximo Kirchner para lograr un impuesto por única vez sobre las grandes fortunas del país se da en un contexto de puja de poder que pone a prueba la paciencia del Ejecutivo y divierte a los kirchneristas de paladar negro.
Hace no más de diez días el proyecto de Máximo estaba totalmente empantanado, siendo rechazado por casi toda la oposición y por buena parte del propio espacio. Con los argumentos del proyecto acabados –la Argentina pasó el pico de la pandemia sin saturar su sistema sanitario, el Ejecutivo ya no paga ayudas ni sueldos a empresas y hasta se dio de baja el IFE– el tiro de gracia a la ley “solidaria” vino de la mano del presupuesto de Martín Guzmán: no tuvo en cuenta esos ingresos extras. Tan añejo quedó la idea que la distribución de la recaudación pretendida ya suena abstracta: un 25% iría a la adquisición de equipamiento para combatir la pandemia.
Pero Cristina escribió una carta sobre funcionarios que no funcionan, personas que prometieron prisión al kirchnerismo y otros que escribieron libros en su contra. Pero Alberto llevó a un acto a los que escribieron esos libros y mandó a promocionar el proyecto de ley de despenalización del aborto a Vilma Ibarra, una de las autoras de esos libros. Pero el cristinismo volvió a avanzar con la modificación de la ley del Ministerio Público y Oscar Parrilli hasta desempolvó uno de los grandes fracasos del segundo mandato de Cristina al cuestionar que los jueces no sean elegidos por el voto popular. Pero Máximo se cortó solo y volvió a la carga con su proyecto de ley sobre las grandes fortunas. Pero Alberto mandó de visita al Congreso a Guzmán y a Kulfas, el otro gran autor de libros que irritaron al cristinismo. Pero en el centro de la foto está Massa. Pero al lado está Máximo. Pero del otro está Kulfas, vea usted.
En el medio estamos todos.
El proyecto para gravar las grandes fortunas por única vez puede ser confiscatorio y de doble imposición, algo tan cierto como que el control de constitucionalidad en la argentina es difuso: si alguien decide accionar, con los tiempos que maneja la Justicia para determinados temas, para cuando todo llegue a la Corte y exista un fallo, esos 300 mil millones de pesos probablemente alcancen para un café con un tostado. O también puede llegar a existir otros dos caminos que se abren según el empresario o funcionario con el que se converse.
Pueden existir aluviones de amparos, o puede que Guzmán logre convencer a los empresarios de que realmente podrían beneficiarse de una futura reforma tributaria que les deje el saldo a favor, algo que por ahora no ha dado sus frutos en la credibilidad: ningún gobierno se ha atrevido a una reforma integral en un país que pasó en menos de 90 años de una presión tributaria del 6% al 24,8% del PBI proyectada para el 2021, que lidera el ranking de mayor tributación sobre ganancias netas del mundo y que ha convivido con una inflación de entre dos y cuatro dígitos desde que se mide oficialmente. Y después nos preguntamos por qué no llegan inversores.
Un ajuste militante. Y también es cierto que hay un par de cositas para tapar. “El presupuesto para 2021 es de ajuste”, sostuvo una fuente que últimamente camina más tiempo el patio de las palmeras de la Rosada que su propio living. “Si los números presupuestados, como mucho, duplican a los de este año, es de ajuste”, deja trascender con la lógica de su lado: el presupuesto del 2020 fue una prórroga del aprobado para 2019 en noviembre de 2018, cuando el dólar estaba a 35 pesos. Mucho menos de la mitad de lo que cuesta hoy en las pizarras oficiales sin impuestos. Es una verdad de perogrullo con solo chusmear la ley de presupuesto, pero que lo reconozcan es otra cosa.
“Si se cortan las asistencias, si los costos del financiamiento en dólares se achican y elevás el presupuesto por debajo de lo que proyectás que va a cotizar el dólar, estás ajustando”. Y los números tienen esa manía de no mentir: el gasto destinado a servicios sociales del presupuesto aprobado en noviembre de 2018 era de 2.6 billones de pesos, unos 81.250 millones de dólares de entonces. El presupuesto aprobado esta semana contempla un gasto de 63.950 millones de dólares para el mismo ítem para el año que viene. 17 mil millones verdes menos, siempre que consideremos el dólar oficial a 85 pesos, sin impuestos. Y mejor no hablar de la cotización de 100 pesos pronosticada en el mismo proyecto.
Por si fuera poco la ley de presupuesto contempla una baja del déficit fiscal a menos de la mitad del actual de un año para el otro, además de la eliminación de todas las asistencias de emergencia.
¿Qué quedó entonces? Épica antisistema luego de que el sistema ya hiciera lo suyo: la misión del Fondo Monetario Internacional partirá del país dejando la certeza de que no le pueden negar a la Argentina el período de gracia para comenzar a devolver el préstamo. Las fotos van y vienen en un país que se ha acostumbrado a hablar más de los gestos que de las acciones reales.
Finalmente, Alberto Fernández defendió el impuesto llamado aporte solidario con la justificación de que tocará a muy poca gente, como si el número bajo hiciera a la legitimidad o no de una normativa. En un contexto en el que debe garantizar la pax dentro de un armado compuesto por moderados y extremistas, al presidente no le quedó otra opción. “Es el mal menor”, sugiere un diputado que votó a favor sin estar a favor. Y defenderlo en público va de la mano: con el micrófono en frente y la pregunta recibida ¿quién se atreve a cuestionar en público el proyecto de Máximo? ¿Quién se atreve a decir “lo cajoneamos durante meses porque asustaba”? ¿Quién se atreve a llevarle la contra a Kirchner Jr. si encima es tan rápido que propone tratarlo en el día de la militancia peronista? ¿Quién podría decir “no” a sacarle plata a los ricos cuando se ajusta a los pobres? Y lo mismo corre para el otro lado: ¿Cómo no apurar un proyecto de ley que suena romántico cuando se votó a favor de un ajuste? Si queremos seguir con los gestos, la seguimos: Máximo decidió no hacer uso de la palabra en la votación del presupuesto y sí lo hizo en la votación del impuesto a las grandes fortunas.
Por si faltara algo, Alberto necesita que salga el proyecto de ley de despenalización y legalización del aborto, algo que no es tan prioritario para Cristina como sí lo es condicionar al Ministerio Público. Algo tenía que ceder.
La escuela de Néstor. En julio de 2003 Néstor Kirchner visitaba por primera vez a su par norteamericano, el republicano George W. Bush. Lo acompañaban el jefe de gabinete Alberto Fernández, el canciller Rafael Bielsa, la senadora Cristina Fernández y el ministro de Economía Roberto Lavagna. El trato entre ambos mandatarios podría haberse denominado cordial: Kirchner se solidarizó con “el pueblo hermano de los Estados Unidos en la lucha contra el terrorismo” cuando todavía dolían las cenizas de las Torres Gemelas y el gigante del norte estaba en guerra. Por su parte, Bush hijo hizo lo suyo para que la Argentina pudiera negociar con sus acreedores privados y con el FMI, donde Estados Unidos es el accionista mayoritario por paliza. El resto, es pintoresco.
En noviembre de 2005, en la IV Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata, Bush tuvo que fumarse un acto en su contra comandado por Hugo Chávez y un Kirchner que no hizo prácticamente nada para evitar los desmanes vividos en las inmediaciones de la reunión de Mar del Plata. Arreglos por un lado, épica militante por el otro. Un mes después Kirchner anunciaba el pago del total de la deuda argentina con el FMI. El 9% del total de la deuda pública argentina se saldó con el 37% de las reservas del Banco Central. En un país que todavía tenía una pobreza del 33,8% era demasiada concesión como para no armar un buen relato épico que justificara la decisión: “Nos ayuda a construir un futuro más justo, inclusivo y equitativo, con una mayor flexibilidad en el diseño y la ejecución de la política económica, un paso que liberará recursos para afrontar con mejores herramientas la lucha por el crecimiento, el empleo y la inclusión social”, sostuvo el presidente ante el aplauso de los presentes en el Salón Blanco.
Actualmente, en la Cancillería argentina y en la Casa Rosada hay un grupo de trabajo abocado a diario en un solo objetivo: que Alberto Fernández pueda reunirse con Joe Biden una vez que el demócrata esté al mando de los Estados Unidos desde el 20 de enero de 2021. Y no es que haya una diferencia con los republicanos, ya que fue Bush el que más hizo por la agenda de renegociación de la deuda argentina y el propio Trump fue el que habilitó a que el Fondo nos concediera el mayor préstamo de su historia: pasa que precisamente por este último dato, es crucial una relación de privilegio con quien sea el presidente norteamericano ya que son los accionistas mayoritarios del FMI.
En ese sentido Alberto Fernández también comienza a dar gestos, como visitar a Luis Lacalle Pou en un encuentro más que amistoso. ¿Qué pesará más en la agenda del presidente, la cercanía al Grupo de Lima o una buena relación con las economías liberales? Por como se ha dado esta semana, las dos cosas. Los discursos para contener a los votantes prestados y las acciones para que su gobierno no sea otro tropiezo. Quedará para otro análisis la relación de atracción y expulsión entre las ideas de ambos Fernández respecto a la Justicia.
Aprender del maestro. Jorge Bergoglio y Hugo Moyano. Estos eran los nombres que repetía Néstor Kirchner a su entorno cada vez que se hablaba del poder real en la Argentina en los primeros meses de su mandato. Para el entonces flamante presidente, el verdadero mando de la Argentina lo tenían esas personas a nivel real y también a nivel simbólico: el arzobispo de Buenos Aires era el poder eclesiástico y el camionero encarnaba al sindicalismo combativo.
También era el tándem sobre el que se había parado Eduardo Duhalde durante su caótica presidencia, los que él designado por la Asamblea Legislativa había sentado en una mesa para pacificar al país. O para intentarlo, al menos.
Alberto Fernández, Jefe de Gabinete de un presidente que asumió débil, tuvo que hacer malabares para poder sostener estas relaciones. Las cuestiones eclesiásticas ya estaban perdidas dado que a Kirchner nunca le interesó demasiado lo que tuviera que ver con el catolicismo. A Moyano se lo metió en el bolsillo con dos asuntos que no le costaron un ápice: le entregó la secretaría de Transporte de Carga a la conducción de Camioneros y, gracias a la inflación, rehabilitó las paritarias nacionales. El resto del sindicalismo se abroqueló.
El resultado dio saldo positivo en un país prebendario: nadie quiere quedarse afuera de un negocio con el Estado, ni mucho menos perderse un negocio por culpa del Estado. La historia puede encontrarse en los bites con sólo googlear un poco y encontrar a Macri, que es Franco, sentado en la misma mesa que Ricardo Jaime, Néstor Kirchner y Hugo Moyano cuando les entregaron la administración del Ferrocarril Belgrano Cargas.
Desde su salida del gobierno de Cristina Fernández en 2008, Alberto ha tenido una postura crítica que todos recordamos, pero que siempre se paraba sobre una frase: “Esto con Néstor no habría ocurrido”. Hoy, ese mantra por momentos se le vuelve en contra dado que quiere intentar un revival del primer kirchnerismo pero con todas las cartas en contra y dos grandes problemas: Cristina comparte el Poder y su hijo se le parece demasiado a ese Néstor con el que no habría ocurrido vaya uno a saber qué.
Ahora que es Alberto quien está en el sillón que alguna vez ocupó su jefe puede que recuerde que con Néstor también ocurrían discursos para el arco militante con acciones hacia todo lo que el discurso combatía. Y quizá también ahora entienda que además de las corbatas anchas y el saco siempre abierto, tenga que copiar de su mentor otro tipo de acciones, como abrazar a los combativos mientras se eleva el tono de voz ante el votante, se negocia con los empresarios y se tranquiliza a los sindicatos. Contener, básicamente, para que no se note y, si se nota, que se acompañe de todos modos.
Por ahora, sumó un nuevo acto nostálgico ya que asistiría al G-20 de manera virtual desde Chapadmalal, bien cerquita de esa Mar del Plata en la que tan bien quedó plasmado el estilo Kirchner para quedar bien con todos. O con la mayoría que se pueda.