Esta semana se vio marcada por diversas noticias vinculadas al funcionamiento del Estado que hacen pensar sobre un serio problema en la ingeniería de la administración. Vivimos pendientes de las decisiones de la Corte Suprema. Y nos acostumbramos a soportar un sistema tan liviano en el que se pueden cambiar las reglas de un modo tan fácil que si a una vice no le gusta el candidato a procurador propuesto por el Presidente, puede reinventar la ley aunque pueda ser cuestionada por inconstitucional.
Ya en el primer trimestre del año el Alberto Fernández había convocado a una comisión de juristas para que lo asesore sobre la conveniencia o no de ampliar el número de jueces de la Corte Suprema. Luego vino la derogación por decreto de los desplazamientos de jueces federales que había realizado Mauricio Macri también por decreto. Hay un listado interminable de jueces en idéntica situación, pero el Senado se apuró a remover a tres puntuales: Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli.
Finalmente, y amparo mediante, la Corte Suprema dictó una acordada de cuatro miembros más el voto del solitario presidente Carlos Rosenkrantz: todos los jueces debían volver a donde estaban hasta que fueran reemplazados por el mecanismo correspondiente. Algunos vieron que la Corte se contradijo a sí misma, pero si leen el fallo entero se encontrarán con un pequeño palito al Consejo de la Magistratura al que le piden, hablando en criollo, que no cambie las reglas cada dos por tres.
En la Argentina un proceso para designar a un juez puede demorar entre dos y diez años. Ejemplos sobran y hasta hay un juez de Comodoro Py que lleva al menos siete años a la espera de ser designado camarista. El miércoles, el presidente del Consejo dijo que en seis meses estarán listos los reemplazos de Bruglia y Bertuzzi. Imprudencia, impericia, cinismo o pasarán por encima a todos los demás concursos. Elija su propia aventura.
Por si fuera poco, la Corte tiene que recordarnos a todos que las actuaciones de los jueces hasta el día de la fecha ya no son revisables si quedaron firmes, que lo hecho, hecho está y que de ahora en más el Presidente de la Nación del color que sea tendrá que abstenerse de mover jueces de un lugar al otro si es que no pertenecen a la misma especie.
En el medio de todo esta trama política surge el tropiezo del ego. Pocas personas conocen tanto a CFK como Elisa Carrió. Y parece ser que lo peor que podía hacerle Lilita a la vice era decir que estaba de acuerdo con el candidato a la Procuración propuesto por el Presidente, el juez federal Daniel Rafecas. Todos subestimaron el poder de daño de Carrió: una declaración y Cristina se opuso a Alberto Fernández. Marcela Losardo clavó lanza y dijo que el único candidato que impulsará el Ejecutivo es y será Rafecas.
Pero si Cristina quisiera otro nombre, tiene una traba. Para elegir a un Procurador hacen falta dos tercios de la totalidad de los senadores, algo que es prácticamente imposible de alcanzar por el oficialismo en soledad a pesar de tener mayoría en la Cámara alta. ¿Qué gran idea se le ocurre a Cristina? Modificar la ley del Ministerio Público y que todo se resuelva con la mitad más uno de los presentes, algo inconstitucional desde el vamos. La vice tuvo el decoro de hacer entrever que el kirchnerismo tenía algo para ceder: que el mandato del Procurador no sea vitalicio.
¿Nunca se preguntó, estimado lector, cómo es que pasa todo esto? ¿Nunca se le cruzó por la cabeza cómo es que un país que se dice federal tiene provincias que dependen de la recaudación de otras para poder subsistir? ¿Nunca se hizo la pregunta clave de cómo es que en un país con este tamaño para ser presidente baste con hacer un buen número en tres o cuatro municipios y, si pinta, alguna provincia?
El quid. Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Sigmund Freud. Puede que no tengan nada en común –desconozco si los expresidentes se psicoanalizaban– pero el último acuñó una figura metafórica para expresar esa instancia en la que los sujetos maduramos y dejamos de admirar a nuestros viejos como niños para pasar a verlos como pares, sin necesariamente perder la admiración. Pero Alfonsín y Menem cometieron un parricidio literal de la Constitución de Filadelfia, padre directo –junto a la mayoría de sus enmiendas– de la Constitución Nacional de 1853/60.
Luego del colapso institucional, económico y social de la década de 1980 y la posterior estabilización económica y política de los primeros años de Menem, el entonces presidente comenzó a coquetear con la idea de reformar la Constitución para obtener un segundo período. Alfonsín había pretendido modificar la carta magna argentina durante su presidencia aunque con otros fines, como el de establecer más organismos de control que redujeran el híper presidencialismo, algo que el radical veía como uno de los mayores males argentinos.
Viendo perdida la posibilidad de frenar la reforma pretendida por el justicialismo, Alfonsín decidió pactar con Menem un Núcleo de Coincidencias Básicas para encarar una reforma constitucional y hacia allí fuimos.
Ahora que todos opinan sobre la injusticia del sistema electoral de los Estados Unidos en el que el candidato que saca menos votos puede convertirse en presidente de todos modos, es bueno recordar que la primera pérdida que nos dejó la reforma de 1994 es la supresión del Colegio Electoral, copiado del país del norte y que tenía un sentido que aún lo tiene allí: el pueblo está representado en la Cámara de Diputados, las provincias –o Estados– se encuentran representados en la Cámara de Senadores y el jefe de Estado no es el presidente del pueblo, sino el de los Estados Unidos de América. O el de la República Argentina.
La idea es federal. Si Estados Unidos tuviera voto directo, alcanzaría con hacer una buena elección en un puñado de ciudadades. Para dimensionar, sólo el estado de California cuenta con 40 millones de habitantes.
La Argentina copió el modelo por una sencilla razón: el colegio electoral obligó por años a que, para ser Presidente, hiciera falta algo más que mimar a los habitantes de dos o tres distritos. Pero surgió el voto directo, algo que celebraron en Olivos.
Por la oposición surgieron incorporaciones interesantes, como la Auditoría General de la Nación (AGN), el Consejo de la Magistratura, el Ministerio Público y la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires, entre otras cosas.
Aquí viene lo bueno: el artículo 85 de la Constitución reformada dice que la AGN “se integrará del modo que establezca la ley que reglamenta su creación y funcionamiento”. Lo mismo dice del Consejo de la Magistratura y del Ministerio Público. Es obvio que el denominador común es que se metieron en la Constitución instituciones en bruto y le pasaron el desbaste de la piedra al Congreso de la Nación. El tema es que las constituciones son difíciles de reformar y en el Congreso sólo se necesita rosca.
Aún más increíble resulta que la Constitución establezca cómo funcionará el Poder Ejecutivo, cómo se compondrá el Congreso, pero nada diga de la composición de la Corte Suprema, algo que podría detallar tranquilamente y nos ahorraría un montón de discusiones que solo politizan aún más al ya politizado Poder Judicial.
Entre tanto constitucionalista con presencia en medios, decidí ir a buscar a quien fue mi profesor de Derecho Constitucional. No daré el nombre porque él no tiene la culpa de que yo trabaje de periodista.
“El capitulo del Poder Judicial se lo tocó muy poco. Fue lo que menos tocaron. Por eso pervive la exención al impuesto a las ganancias. Del estatuto del Juez lo único que cambió fue el límite de 75 años. El resto quedó en lo que se llaman cláusulas abiertas”.
Al motivo para tal ausencia, el doctor lo explica en “lo finito del consenso de 1994”, algo que resumió en “un pacto entre dos caudillos: a Alfonsín le importaba someter al Presidente a un control y la incorporación de tratados internacionales, y Menem solo quería la reelección”.
Lo que importaba era el núcleo de Coincidencias Básicas que hasta incluía la figura del Jefe de Gabinete con el objetivo de atenuar el presidencialismo. No se rían. El resto lo patearon para adelante. Por ello, ni bien se aprobó la nueva Constitución, el prestigioso jurista Germán Bidart Campos sentenció que no era “ni mamarracho ni obra de arte”.
"Cuando la Constitución dice “la ley fijará” saque la pistola que es un problema para más adelante», sostiene un jurista de amplia trayectoria en el Poder Judicial y agrega: “El Constituyente no solucionó el problema y ahora explota. Es como el artículo 75 inciso 19 (desarrollo humano, protección de la moneda, unión nacional, progreso económico, etcétera): es un poema, pero no hay forma de bajarlo a la realidad”. Y ese es el problema de una Constitución declaracionista: se erosiona la conciencia constitucional. Si la norma no se cumple, nadie termina creyendo en la norma. Y convengamos que es un riesgo que una constitución no sea creíble.
El número de los miembros de la Corte ni se mencionó porque, parafraseando a Alfonsín, no pudieron, no supieron, no quisieron. Aparte, el menemismo venía de llevar el número de miembros del máximo tribunal a nueve integrantes en 1990. Cosas de la vida: en Estados Unidos, algunos demócratas quieren ampliar aún más la Corte. Y después lo miramos de costado a Alberto Fernández.
Procurando. El texto Constitucional es aún más abierto en materia de la figura del Procurador General de la Nación. En su artículo 120, la carta magna crea al Ministerio Público y dentro del mismo coloca a un Procurador General y a un Defensor General. Sin embargo, también patea su organización a una ley que lo reglamente.
El ex convencional constituyente Jorge Yoma afirmó en diálogo con Infobae que la figura del ministerio público “se metió al final de la convención, y como no había tiempo de discutir los detalles, salió”.
Aquí, Yoma marca algo que nadie se atrevió a vislumbrar hasta ahora, y es lo que los constitucionalistas llaman leyes constitucionales, o sea las que deben dictarse por orden de la Constitución y con una aprobación que hace prácticamente imposible que pueda modificarse. Ejemplo básico número uno y por lejos: la Ley Convenio de Coparticipación, veintiséis años después, sigue sin existir.
Dentro de esas leyes constitucionales surge la Ley del Ministerio Público, de la cual Jorge Yoma fue autor: “Les dimos a los miembros de la Procuración General el mismo rango y las mismas jerarquías que el Poder Judicial”. O sea, el Procurador goza de la misma jerarquía y estabilidad que un ministro de la Corte, y lo mismo ocurre de allí para abajo.
¿Y qué hace falta para ser elegido juez de la Corte? Dos tercios del total del Senado. “Lo saben Maqueda y Rosatti que fueron constitucionales conmigo en 1994”, remarca Yoma, “saben que esta reforma es de dudosa constitucionalidad”. Explicado de modo llano: el proyecto que impulsa el cristinismo es supuestamente inconstitucional desde antes de que comiencen a redactarlo.
“El espíritu del constituyente fue otorgarle a los fiscales las mismas garantías e inmunidades que tiene el Poder Judicial”, sostiene Yoma y tira un centro a la oposición: “Creo que más allá de la discusión, eliminar la mayoría de los dos tercios o limitar al procurador en su ejercicio, bien vale una acción de inconstitucionalidad, porque la Corte puede fallar en su contra”.
Si alguien entendió esto mucho antes de que comenzara el debate fue el juez Daniel Rafecas. Carrió ni pensaba en volver a hablar en los medios cuando el candidato a ocupar el máximo sillón de los fiscales le dijo al Presidente “si no hay dos tercios, yo me bajo”.
El proyecto presentado por el kirchnerismo tuvo un punto que le cayó bien a algunos miembros de la oposición, como fijar la duración del tiempo de un Procurador General. O sea: quitarle el rango de vitalicio y que tenga que renovar credenciales para seguir en el Poder. Casi todos los consultados coincidieron en algo: lejos de generar confianza, esto politiza aún más a la Procuración ya que “si le pones plazo, en el último año se pone a jugar para ser reelecto”. ¿Suena a poco serio? Piense en el escenario por un minuto.
La reforma de 1994, hasta ahora, trajo tantas satisfacciones en materias de derechos y garantías como dolores de cabeza en cuanto a las instituciones, a pesar de haber pretendido ser más institucional. “En el ’94 confluyeron los pactos preexistentes, de tradición federal, pero se dejó de mirar a Estados Unidos para pasar a la Europa de la posguerra en materia institucional; puntualmente a Francia y bastante a España”, sostiene uno de los profesores más respetados de la Universidad de Buenos Aires, y agrega que siquiera fue “muy federal en los hechos y, si lo quiso ser, no se notó”. Puntualmente apunta a la creación del tercer senador provincial y a la elección directa de estos, lo cual hace que la diferencia entre un diputado y un senador sea sólo en cuál recinto se sienta.
Justo en un país con una atracción centralista hacia Buenos Aires por cuestiones históricas, el sacrificio del Colegio Electoral terminó de inclinar la balanza para que en la zona territorialmente más chica se decida al presidente de un país con un sinfín de producciones, culturas, necesidades y aspiraciones.
Sentencia. Quizá le pedimos demasiado a la Constitución. Hoy pocos reconocen las diferencias de funciones entre un diputado y un senador. Ni hablar de que se piensa en ampliar la cantidad de diputados en base a un decreto de la última dictadura. Puede que el mayor problema sea que pensamos que esa Constitución fue redactada por semidioses y no por políticos entre los que estaban Raúl Alfonsín, Álvaro Alsogaray, Chacho Álvarez, Alberto Balestrini, Antonio Bussi, Antonio Cafiero, Lilita Carrió, Adelina de Viola, Graciela Fernández Meijide, Jorge Yoma, el matrimonio Kirchner, Eugenio Zaffaroni, César Jaroslavsky, Gildo Insfrán, Aldo Rico, Palito Ortega y Evangelina Salazar. La Biblia y el calefón.
No es por discriminar, pero ¿qué pueden saber de derecho constitucional una actriz, un cantante popular, un coronel o un general golpista? Poco importa a esta altura.
Después de todo, como solía repetir el doctor Carlos Fayt, en la Argentina “la Constitución es un listado de sugerencias”.