Jorge Fernández Díaz es sinónimo de pasión, tanto en el periodismo como en la literatura. Sus palabras no sólo parecían sensores que podían internarse en el corazón de las personas cuando escribía sobre el amor, sino que también pueden ser como estiletes dirigidos contra el establishment de la dirigencia nacional si pone la lupa sobre la política.
En la larga entrevista con Infobae, en su barrio de Palermo natal, ese estilo apasionado se convirtió en un bisturí de la realidad nacional, aunque esta vez con la excusa del lanzamiento de su nueva novela, La traición, en la que el agente Remil vuelve en una historia de ritmo vertiginoso en donde se mezclan el Papa, políticos setentistas, ex revolucionarios, corruptos y mujeres misteriosas en una Argentina reciente.
Fernández Díaz aprovechó la mayor parte de la cuarentena obligatoria para escribir este libro, sucesor de los exitosos El puñal y La herida, y confesó que la visita a este medio fue prácticamente su primera salida: quizá eso explique los intensos 54 minutos de una charla en la que fue derribando sin pausas algunos de los mitos que sostienen lo que él llama “la nueva Santa Alianza” que llegó al poder.
-¿Por qué regresó Remil? ¿De qué se trata su libro?
-Inventé a Remil, un agente de una agencia paralela de inteligencia, hace varios años, cuando escribí El puñal y luego La herida, una trataba sobre la narcopolítica y la otra sobre los feudos provinciales. En ambas novelas traté de contar cosas que los periodistas sabemos, intuimos, pero no podemos publicar de alguna manera. Los periodistas podemos publicar el 20% de lo que sabemos porque lo otro es impublicable, sería irresponsable difundirlo o no tenemos pruebas. Siempre me pareció que los fenómenos interesantes del lado oscuro de la política eran indecibles y cuando encontré en el periodismo una barrera para contar las cosas, logré saltarla con la ficción.
-¿Estas novelas de ficción parecen complementos de sus columnas políticas en el diario La Nación?
-El artículo de los domingos me obligó a estudiar muchísimo, a volver a la historia política, a releer a los llamados pensadores nacionales, a los años 70, y eso fue muy transformador. Muchas cosas las había leído a los 20 años, cuando estaba cerca de la izquierda nacional, pero ahora los volví a leer de una manera crítica. Esto influyó mucho sobre mi tarea periodística y también se fue filtrando en las novelas de Remil, que son thrillers políticos. Confieso que había escrito un ensayo de 1000 páginas sobre el fenómeno del kirchnerismo, que tenía terminado en marzo cuando llegó la pandemia, y la editorial me dijo que no podían publicarlo porque no había mercado. Y Nacho Iraola, el director editorial de Planeta, me dijo: “¿Por qué en este tiempo de cuarentena no escribís una novela de Remil?”. Sentí que esa novela podía ser como una extensión de ese ensayo o podía destilar de alguna manera todo lo que sentía que había pasado, sobre todo durante los últimos cuatro años.
-¿Cuál fue el origen de la historia de La traición?
-Comienza con un viaje que hice hace dos años para vivir dos meses en París. Fui becado por Mozarteum Argentina y estuve viviendo dos meses allá. Y cuando estaba en el aeropuerto de Orly, a punto de viajar a Sevilla para dar una charla con Pérez Reverte, se me ocurrió la idea iluminadora. En ese momento, acá estaba estallando la Argentina: habían apedreado el Congreso de la Nación, habían tirado 14 toneladas de piedras, se había disparado el dólar, todo el mundo jugaba con el helicóptero y todos apostaban a que ese gobierno también se iba a ir antes, con lo cual la idea de un partido único, de que sólo el peronismo puede gobernar, iba a quedar totalmente instalado.
-¿Le ayudó la distancia para encontrarle la vuelta a la historia?
-Creo que sí. Porque fui pensando en todo esto y en cómo intervenía la Iglesia de manera importante en la política argentina, uniendo al peronismo, acogiendo a los setentistas, articulando con los referentes sociales, en una alianza muy destructiva cuando estaba en la calle y que ahora está perjudicando mucho la gobernabilidad porque los que hicieron aquello son los que gobiernan hoy. Así que se me ocurrió en el aeropuerto una idea sobre un amigo del Papa, totalmente inventado, que llama a los agentes de inteligencia, Cálgaris y Remil, a París y les dice que está preocupado… claro, el Papa tiene relaciones con personas non sanctas, sindicalistas multimillonarios, corruptos, personajes incluso violentos, y a todos recibe, con todos se saca fotos y con todos confraterniza. Ya sabemos que Bergoglio, en lugar de jugar al Nintendo o al dominó, le encanta jugar a la política, ser el Perón de Santa Marta y mover las fichas en la Argentina desde hace varios años. Porque él realmente no quería ser Papa, él quería ser un Juan Domingo Perón, ese era su gran sueño y sigue tratando de serlo. Y entonces se me ocurrió la idea de que hay alguien cerca de él que está preocupado por esas relaciones peligrosas y porque alguien se había tomado en serio la ficción. ¿A qué me refiero con la ficción? A que aquí ha habido una glorificación de los 70, una especie de neosetentismo, una especie de juego a que “estoy en una revolución”. Juego a que el gobierno anterior fue una dictadura, juego a que estoy haciendo la resistencia peronista, juego a que hay persecución como en la Revolución Libertadora. Son todos juegos de Palermo Hollywood porque no tienen consecuencias. En realidad, no tienen consecuencias para los que juegan, pero tienen consecuencias para la democracia.
-¿Cuál es el eje de la historia que cuenta La traición?
-El eje fue que alguien cercano al Papa estaba preocupado porque uno de estos ex setentistas se había tomado en serio la idea de que estaban en un estado prerrevolucionario frente a una dictadura y que era necesario dar un golpe de efecto. Un poco a la manera de Gorriarán Merlo. Esa idea era inquietante y me pareció que había una novela ahí. Cuando volví a la Argentina, seguí viendo cómo se manejaba en la calle esta nueva alianza formada por pobristas eclesiásticos, setentistas o neosetentistas alucinados y progresistas que durante toda su vida vivieron denunciando la corrupción y de repente se plegaron al autoritarismo y a la corrupción sin que pase nada. Me pareció que todos estos personajes tenían que estar en la novela porque formaban parte del asunto que quería tratar.
-El libro es más corto, pero con un ritmo que deja sin aliento.
-Tenía que ser una novela más corta, como cortada a cuchillo, que fuera más intensa que las otras o que, por lo menos, tuviera la intensidad de las otras, pero más condensada. Para lo cual tuve que estudiar también: volví a las viejas novelas de Maigret. Porque yo recordaba que Simenon, que hoy es considerado una especie de Balzac del siglo XX por los franceses y los europeos, escribió esas novelas que eran cortas, pero en las que pasaban muchas cosas de una manera muy intensa. Me pregunté cómo podía lograr eso y entonces me leí ocho novelas de Maigret. Estudié su estructura, sus trucos que justamente no parecen serlo, donde las cosas te capturan y no podés dejar de leerlo. Así que me puse a escribir con esa idea de un Remil más condensado, pero que no te deje dormir, aunque a quien no me dejó dormir fue a mí: cuando hice un Remil en la narcopolítica pude inventar muchas cosas, luego en un feudo provincial también pude inventar, son lugares lejanos en donde puedo engañar mejor al lector como escritor de ficción, pero cuando lo subís casi al tiempo real, cuando están el Papa, los progres, el kirchnerismo o ponen una granada de mano y casi vuelan un hospital para perjudicar a María Eugenia Vidal, cuando las cosas suceden casi en el terreno periodístico de la actualidad política, se vuelve más difícil la espectacularidad y la emocionalidad de una novela de espías.
-La novela tiene elementos de la realidad que son muy palpables para la gente.
-Claro, son muy palpables y no es tan creíble que yo me haga el Jason Bourne. Cuando iba escribiendo me decía: “Esto no es creíble”, y lo tiraba, volvía para atrás o me levantaba a las dos de la mañana y pensaba que no iba a funcionar, que nadie lo iba a creer. Es la primera vez que tuve que modificar mucho el guion de la novela mientras se iba escribiendo. Estuve encerrado con mi mujer, Verónica Chiaravalli, editora, erudita y una gran lectora, y muchas veces le dije con angustia: “Mirá, esta novela es un grave error”. Y ahí repensamos todo y le fuimos encontrando la vuelta. Quedó una novela muy seca, rápida, contundente, que tiene todas las sorpresas juntas. Y no es una película de buenos y malos, es una película de malos y peores…
-Muy realista en ese sentido (risas).
-Muy realista. Quienes aparecen son gente de los servicios de inteligencia capaces de cualquier cosa, pero, a la vez, quienes están en el terreno son esos progresistas que de repente se corrompen o que cometieron pecados graves en la década del setenta y tratan de esconderlos de la opinión pública, o esos setentistas que tienen una visión mesiánica. Una de las cosas más impactantes que pasaron en la Argentina, y que no es registrada por los medios, es esta exaltación de la cultura de los setentistas. He escuchado decir: “No estamos de acuerdo con la lucha armada que llevamos a cabo en los setenta, ni estamos de acuerdo con llevarla a cabo hoy, pero sí con los ideales". Bueno, el problema es que cuando estudiás bien los ideales, eran totalitarios. Casi diría que la lucha armada derivó de los ideales totalitarios, como dicen algunos especialistas en el tema. Los propios Montoneros decían que iban a matar un millón de personas: “Y sí, una revolución es así”. En los colegios, en las facultades o en los medios públicos, a los chicos les cuentan una mentira infame: que aquellos jóvenes querían la democracia. No es verdad, querían una dictadura popular o una dictadura del proletariado, dependiendo las distintas fases y las distintas facciones. De democracia no tenía nada.
-¿Cómo se refuta eso si hay un discurso dominante desde el Gobierno?
-Hay algunos neorrevisionistas que están examinando los 70, y me parece muy potable, pero el sistema educativo está en manos del kirchnerismo. Hay un juego que por momentos parece inocente: son como chicos de Parlermo Hollywood que se meten en una PlayStation, juegan a matar y después se van a tomar una cerveza. Esa cultura fue consolidándose en los últimos quince años en la Argentina, fue institucionalizada desde el Estado que permeó hacia abajo con los ideales de los Montoneros desarmados, por decirlo de alguna manera. Esos ideales son autoritarios y entonces vemos todos los días cosas graves que ocurren, desprecio por la democracia, por los límites, por la ley.
-¿Qué ejemplos hay?
-La toma de tierras está inspirada en esa idea. Hay como un jubileo alrededor de la idea de que estamos haciendo la reforma agraria que soñamos en los 60, en los 70. Lo cual es una verdadera imbecilidad que ni siquiera el Gobierno puede parar. Porque si el Gobierno quisiera entregar tierras, lo único que tiene que hacer es decir: “Muchachos, vamos a hacer legalmente esto”. Pero no puede parar a los propios miembros de su coalición…
-Es que en el Gobierno tampoco hay una posición unificada sobre el tema.
-Porque dentro del Gobierno hay de todo. Este gobierno fue cocinado en esta Santa Alianza porque el Papa habla de la tierra como algo fundamental. Grabois, que es su operador en el mundo de la pobreza, está a favor de la toma de tierras y el Papa es alguien fundamental, alguien que logró unir al peronismo contra el gran mal argentino, que es el liberalismo político. No me refiero al liberalismo económico, sino al político, o sea la democracia liberal de alguna manera. Entonces aquella alianza sirvió para desgastar y destruir un gobierno, independientemente de los errores que cometió esa gestión. Siempre hubo una actitud destituyente, salvaje, primero iniciada por el kirchnerismo, después con el kirchnerismo y el trotskismo unidos en la calle, y luego con gente de la Iglesia trabajando de manera intensa. Es decir, toda una estructura que fue tan buena para desgastar al gobierno macrista y hoy desgasta al gobierno peronista. Porque están todos adentro, tironeándose con sus distintas posiciones. Alberto Fernández me dijo alguna vez que le parecía un grave error haber resucitado el espíritu de los 70, que eso lo había hecho Néstor Kirchner. Creo que Néstor necesitaba eso que siempre decía: “La izquierda te da fueros”. ¿Qué era ser de izquierda? Resucitar un poco los 70. Y eso se fue convirtiendo en una ola y su viuda está más convencida todavía, rodeada de setentistas. De algunos que sobrevivieron sospechosamente o hicieron cosas en el pasado de las cuales se avergüenzan. Esta es la idea que yo quería denunciar: quería que fuera un libro de vueltas de tuerca, de persecuciones, de espionaje, de mujeres misteriosas, que tuviera todo eso, pero que lo que sucediera avanzara sobre este terreno, este enorme fenómeno inquietante que hay en la Argentina.
-Usted lo menciona en el libro en boca de uno de sus personajes. Esos ex revolucionarios no hicieron autocrítica ni pidieron perdón por los crímenes que cometieron.
-Los dirigentes de entonces prácticamente nunca han pedido perdón. Les costó hacer un homenaje a Rucci hace poco en la Legislatura bonaerense porque lo mataron. La idea de la izquierda y la derecha en el peronismo como linajes enfrentados sigue estando.
-¿A qué responde el hecho de que no hayan hecho autocrítica?
-Durante todo un tiempo dijeron que habían sido errores de juventud, momentos de la historia y nada más. Pero además se entronca con el chavismo, tratar de conciliar la vieja idea de John William Cooke de congeniar a Perón con Fidel Castro. Chávez congeniaba con eso y por eso les gusta tanto y están tan comprometidos ideológicamente con ese verdadero desastre humanitario, político y económico que es el chavismo, además de los negocios del kirchnerismo. Empezaron a ser exaltados: “No, no pidas perdón por lo que hicimos, teníamos razón”. “Nuestros hijos tenían razón”, dijeron las Madres de Plaza de Mayo. Es decir, hay una serie de transformaciones en esos que habían hecho cierta autocrítica en silencio, aunque nunca les pidieron perdón a las víctimas, muchos de ellos cobraron la indemnización y ahora dan charlas en colegios, los llaman como si fueran héroes de Malvinas. De hecho, hace un año hubo dos héroes de Malvinas a los que echaron a patadas de una escuela importante. En cambio, todos estos personajes van a contar sus grandes luchas y sus grandes aventuras. El kirchnerismo ha creado un Frankenstein, un feudo que trata de pasar como si fuera de izquierda y haciendo memoria emotiva han traído a los 70 de vuelta y los han convertido en una cultura. Hace 15 años no hubiera podido escribir este libro. Primero porque todo este proceso ni estaba todavía decantado y segundo, porque incluso para nuestra generación estábamos un poco colonizados: los años 70 eran de aquellos que habían dado la vida por sus ideales. ¡Minga, dieron la vida por un régimen que iban a instalar y que hubiera sido abominable! Eso no quiere decir que la dictadura haya estado bien, todo lo contrario, fue algo mucho peor. Nosotros hemos sido criados en la democracia con la idea de que esos eran nuestros hermanos mayores, les permitimos que sean nuestros gendarmes ideológicos, que nos dijeran qué pensar, qué estaba bien y qué estaba mal.
-¿Cómo se combina ese Frankenstein que usted menciona con la necesidad de dar señales de otro tipo para atraer inversiones extranjeras o arreglar con el Fondo Monetario?
-Hay dos fuerzas. Hay una dentro del Gobierno que tiene la misión de sacar a la Argentina de la recesión y de la depresión económica, algo que se consigue con inversiones, con exportaciones, con relaciones con el mundo de manera lo más amigable posible, combinado con otro sector al que le gusta Irán, que defiende a Chávez, que está en la toma de tierras, que está colonizando la justicia y buscando la autoamnistía general para el peronismo una vez más. La inseguridad jurídica que emite todos los días la Argentina, más la inseguridad política y social, los ataques a la propiedad privada y a la libertad de expresión, son totalmente contradictorios con la otra idea de tratar de salir de alguna manera de la recesión. Ese es el problema de un gobierno que se anula a sí mismo porque fue creado con un solo objetivo: destruir al gobierno anterior, que no vuelva más, tomar el poder y liberar de todas las causas al estado mayor kirchnerista. Lo que ellos querían era una democracia apócrifa, como la de San Luis, Formosa, como la de Santa cruz. Quedarse con los jueces, reformar tarde o temprano la Constitución, reformar el sistema electoral, fragmentar a la oposición para que sean sparrings, quedarse para siempre. Que parezca desde lejos más o menos una democracia, no un régimen militarizado, por supuesto, y en eso están. Ese es el proyecto verdadero.
-¿Cómo ve a los opositores?
-Esta oposición cometió muchos errores cuando gobernó, pero después la quisieron voltear por las cosas que hizo bien, como sacarle el cepo a la justicia y dejar que actuara. Ahora quieren construir eso como una persecución política: no, fue una persecución del Código penal. Ahora no existe nada. Los Cuadernos no existen, todo va a desaparecer en el aire. La oposición está tratando de mantenerse unida, que es lo principal, porque estamos ante un populismo que avanza, destruye y se apodera de todo. Si no se mantiene unida, la oposición está liquidada. De todas maneras, lo más interesante que pasa en la política es que la oposición es conducida por la gente.
-¿A qué se refiere?
-La oposición no conduce a la gente, pero la gente conduce a la oposición. Es ese 41% que ahora está ampliado, porque en los banderazos ya hay gente que votó a Alberto Fernández porque iba a controlar a Cristina y que está enojadísima por cómo manejó las cosas. Hoy son más del 41% los que están movilizados. Es conmovedor ver a la gente pidiendo división de poderes, respeto republicano, algo que llamo republicanismo popular, disputándole al peronismo no sólo la calle sino también el concepto de pueblo. Han sido muy habilidosos en apoderarse de esa palabra.
-Pero esa gente no parece tener un líder.
-No tiene, es un movimiento fuertísimo de la vieja Argentina. Son herederos de dos conceptos, lo que llamo el país bueno, que luego se convirtió en el país normal. El país bueno era aquel país en el que nosotros crecimos, hijos y nietos de inmigrantes, con una clase media pujante. Cuando querían hacer la revolución estos muchachos había 4% de pobres en la Argentina. Era otro país, otra escuela, otros valores, se creía en la ley, se creía en el futuro, éramos laburantes. Ese viejo país bueno se fue malformando, destruyendo. Queda el concepto de tratar de volver no quizá a ese país bueno, pero sí construir una especie de país normal para salir adelante y progresar. Donde el progreso sea una buena palabra, no apropiada por regresistas, como les dice Felipe González a estos “progre” populistas que quieren regresar a ideales de los 70. Nosotros, en realidad, queremos regresar a ese país posible, donde hacer méritos estaba bien, donde había que romperse el tujes para progresar, para salir adelante, donde había ascenso, respeto a la ley. Hoy no se respeta la ley, no hay límites, está mal progresar, es sospechoso que vos quieras hacer méritos. Todo esto bajo la idea de que el Estado, manejado por un caudillo providencial, tiene que tutelar las cosas.
-Habla de ese sistema caudillesco como si Cristina Kirchner estuviera al frente del Poder Ejecutivo. ¿Cuál es el papel de Alberto Fernández en este gobierno?
-Alberto es un gestor de Cristina. Tampoco están tan definidas las cosas. Cristina toma distancia cada vez que las cosas van mal. Lo hizo siempre ante las grandes tragedias. Y creo que ella presiente una gran tragedia. Y presiente bien. Porque la economía y la explosión social son muy inquietantes. Este es un gobierno constitucional, debe gobernar cuatro años y tiene que sacarnos de esta situación extrema, pero se tiene que dejar ayudar, dejar de cavar el propio pozo en el que está todos los días. El principal daño se lo ha hecho el Gobierno a sí mismo. No se lo hicieron la oposición, los banderazos ni los medios. Todos los días se disparan un tiro en los pies. A veces, dos o tres tiros.
-¿Qué reacciones imagina que despertará el libro entre esos personajes de los 70?
-Me encantaría que salieran a pegarme las vacas sagradas con las que me meto. No creo que tenga tanta suerte, pero está un poco dedicado a ellos. Mi representante, María Lynch, que está en España, pero conoce mucho la Argentina, me dijo una frase muy española cuando leyó el libro: “Levantará ampollas”. Esas ampollas son necesarias. Tenemos que discutir sin miedo muchos de los grandes camelos que nos están metiendo en la cabeza.
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