Los 75 años transcurridos desde el 17 de Octubre inaugural podrían haber permitido una combinación de lectura histórica y mensaje actual, más político, pero no sólo destinado a su frente interno sino además a una sociedad sacudida por el coronavirus y el derrumbe de la economía. Alberto Fernández recorrió otro camino discursivo: reivindicó el peronismo sin matices críticos -aunque con algunas omisiones llamativas- y lo declaró única y excluyente fuerza capaz de encarar la “reconstrucción argentina”. Fue un mensaje parcial en términos históricos y al menos insuficiente e inquietante como receta política frente a la crisis.
La política diaria, naturalmente, dominó el acto, que derrumbó de golpe la inhibición de demostraciones callejeras con el cartel de peligrosa práctica anticuarentena. Hasta en ese punto, la celebración política del 17 de Octubre terminó moldeada totalmente por la coyuntura, porque no faltaron expresiones abiertas o implícitas de descalificación de las protestas opositoras, más allá de alguna alusión tendiente a afirmar que no se trató de un antibanderazo.
Lo más sustancial, seguramente, tiene que ver con la mirada lineal de la historia y el remedio para el presente, que no sería sólo una expresión de las que se definen como tribuneras. El repaso histórico incluyó por supuesto algo que pocos y con cerrazón negarían: la reivindicación de los avances sociales con Perón y el hecho que representó en sí mismo la proyección de los sectores obreros como sector -sujeto social, se decía- como eje de una representación política.
Por supuesto, se pueden discutir otros elementos de época, contradicciones y disputas posteriores, algunas trágicas. También en este caso, sólo la cerrazón podría negar reflexiones críticas siete décadas y media después. Está claro que nadie esperaba una exposición académica del Presidente.
Pero la decisión de omitir cualquier pincelada apenas autocrítica no pareció únicamente una consecuencia de la pasión frente a los micrófonos, sino una concepción que coloca toda responsabilidad de la pendiente argentina fuera de la propia historia, la fundacional y la más cercana. La contracara práctica y actual es poner todas las culpas en otras franjas políticas y atribuirse la condición de redentor.
También algunas omisiones resultaron significativas. Por ejemplo, reivindicar a Perón y Evita, y destacar a Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, salteando diez años de Carlos Menem en el recorrido peronista. O seguir colocando toda la carga en la gestión macrista y en la pandemia, como si no existiera un pasado con números decadentes en la etapa CFK y como si el manejo de las restricciones durante la cuarentena no mereciera una visión menos lejana de los problemas propios.
El Presidente incursionó además en terrenos complicados, colocando al peronismo en condición exclusiva de perseguido histórico -las persecuciones y proscripciones en sucesivas dictaduras-, sin advertir a esa altura la condición de víctima y también de victimario -hasta con represión ilegal-, como una dura condición que suele exponer la Historia universal y que es particularmente visible en la historia argentina desde sus orígenes.
Todo eso se mezcló en el discurso de Alberto Fernández y tal vez la síntesis haya sido una frase que hizo suya: “Dios debe ser peronista, porque menos mal que el peronismo está gobernando en este momento”. “A esta Argentina derrumbada la vamos a poner de pie nosotros, a esta Argentina enferma la vamos a curar nosotros”, agregó de su propia factura. Tarea reparadora y cargas ajenas. No todo puede ser explicado como expresión limitada a un acto partidario y a la necesidad de atender el frente interno. Fue un mensaje presidencial.
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