En el día de hoy se cumplen 20 años del día en que Chacho Álvarez renunció al cargo de vicepresidente de la Nación. Y, al mismo tiempo, se cumplen 20 años del que probablemente sea el silencio más largo de la historia política argentina. Ese mismo día, Chacho renunció y, como aquel personaje de Tiempo de Revancha que encarnó tan bien Federico Luppi, decidió volverse mudo.
¿Por qué renunció? ¿Qué significó esa renuncia para el país? ¿Cómo lo ve a la distancia? Son preguntas que todos los periodistas quisimos hacerle alguna vez. La negativa fue sistemática, tenaz, pétrea, inamovible. Algunas veces, respondió muy cordialmente al requerimiento. “Perdón, pero hace mucho tiempo decidí no hablar más sobre este, ni sobre ningún otro tema”. Así, una de las voces más potentes, uno de los oradores más talentosos, uno de los políticos con mayor capacidad de reflexión que tuvo la democracia, decidió desaparecer del planeta, o, al menos, evitar que se lo vea o que se lo escuche. Misterios del alma humana.
Chacho Álvarez renunció y se llamó a silencio hace veinte años, por lo cual la inmensa mayoría de las personas menores de 30 años no debe saber quién es, o quién fue, o tendrá apenas una idea vaga. Contar los hechos no suplirá esa carencia porque es muy difícil describir un imán, transmitir un magnetismo, un encanto, que era uno de los rasgos centrales de Chacho en aquellos viejos tiempos. Álvarez fue la expresión más luminosa de una utopía que quedó trunca. Era un intelectual peronista de izquierda que, cuando Carlos Menem llegó al poder y empezó a desplegar su programa de indultos a militares y privatizaciones masivas, simplemente dijo que no. Así de sencillo y correcto. No. Ene O. Y junto con otros siete compañeros –entre ellos el padre del actual jefe de Gabinete— resolvió romper con el peronismo y formar lo que se llamó “el grupo de los ocho”.
No fue un gesto menor. El menemismo, en ese momento, dominaba todo, estaba con la billetera repleta y decir que no era un camino casi seguro hacia la derrota y el ostracismo.
Sin embargo, ocurrió algo imprevisto. Esa negativa, ese rechazo, esa resistencia, de a poco, empezó a ser valorada por amplios sectores sociales. Chacho Álvarez rápidamente fue haciéndose conocido, popular y querido, a medida que crecía el enojo con Carlos Menem. Era un polemista rápido y carismático. Esas condiciones lo fueron transformando en un combativo vocero de las denuncias sobre corrupción de los funcionarios menemistas y de las injusticias del modelo económico vigente.
Su salto definitivo al estrellato se produjo en abril de 1994, cuando fue el candidato que, en la Capital, expresó el repudio contra el Pacto de Olivos, que le habilitó la reelección a Carlos Menem. Luego, en la constituyente, Chacho brilló como nunca. Toda la clase política estaba embrollada en hacer cumplir el acuerdo entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín. Salvo unos pocos: uno de ellos, el más brillante, era Álvarez.
A decir verdad, no era el único que se oponía a ese acuerdo. Dentro del radicalismo, había otro personaje muy popular que, por una vez en su vida, había apostado contra la corriente. Se llamaba Fernando de la Rúa y era senador nacional. A medida que avanzaba la reelección de Menem, Chacho y De la Rúa eran cada vez más queridos por la sociedad. Uno era un radical conservador, y el otro un peronista con origen en la izquierda moderada. Lo único que los unía era su oposición común al acuerdo entre Menem y Alfonsín. No tenían motivo para entenderse hasta que entendieron que esa era la única manera de llegar al poder, que la sociedad les estaba pidiendo que desplazaran al menemismo y que solo podrían hacerlo si conformaban, juntos, una alianza. Así, finalmente, se llamó el acuerdo entre ellos: Alianza. Mediante un proceso atípico de selección de candidatos, resolvieron que De la Rúa fuera candidato a presidente y Chacho a vice.
Lograron su objetivo.
Era impensable. Pero lo lograron.
Desplazaron a Menem del poder.
Y ahí mismo, en ese mismísimo instante, como si hubieran dado las doce, se terminó el hechizo.
Porque la herencia recibida era terrible, porque De la Rúa gobernaba sin consultar a Chacho, porque no daba pie con bola, porque intentó sobornar a un grupo de senadores para aprobar una ley que Chacho no apoyaba, porque todo eso se fue transformando en un escándalo imparable.
Todo lo que parecía que iba a funcionar, fracasó. Y solo diez meses después de haber asumido, una mañana de viernes, Chacho Álvarez sorprendió al país anunciando que renunciaba a la vicepresidencia de la Nación. De la Rúa caería más de un año después de la renuncia de su vicepresidente. Pero caería de tal modo que, con él, todo lo que él había tocado se transformaría en tabú, palabra prohibida.
Todo fue rápido, vertiginoso, imposible de procesar: su ruptura con el peronismo, su ascenso imparable, el porrazo final y, luego, el silencio definitivo. Fue embajador en Uruguay con Néstor y Cristina Kirchner, es embajador en Perú ahora, dos cargos que están muy por debajo de su capacidad. Basta mirar el nivel de la clase política actual. De verdad: ¿cuántos hay con el talento que tenía Chacho?
Pero la política es así. Tiene sus tiempos. Algunas personas –la mayoría de ellas- nunca llegan demasiado alto. Otras llegan y luego, pese a todos sus esfuerzos, ya no vuelven: pasó su tiempo y ahí quedan, añorando los años en los que sonaba tanto el teléfono. Pero con casi ninguna pasa lo que pasó con Chacho Álvarez, esto es, que ellas mismas deciden mantenerse al margen, que no pelean por la revancha, por el regreso, por la reivindicación, que asumen como propio un veredicto arbitrario, efímero y discutible.
Álvarez no le robó a nadie, como tantos que sobreviven, agarrados como siempre a la rueda de la fortuna. No armó barras bravas, no es dueño de empresas off shore, no tuvo millones de dólares en su caja fuerte. Peleó, ganó, perdió, acertó, se equivocó. Era un político apasionado embarcado en una misión que, ahora se sabe, era imposible. En su momento sirvió más como opositor que como oficialista. En aquellos tiempos pareció que se había ganado la grande y se la patinó en un santiamén. Pero, ¿es eso tan grave?
¿Qué querrá decir con su silencio? ¿Que, simplemente, se hartó? ¿Que hay lugares más felices en la vida que la lucha por el poder? ¿Que decide pagar con el ostracismo eterno las culpas de aquel fracaso? ¿Que esto no tiene remedio? ¿Que se cansó, simplemente eso? ¿Que terminó abrumado por las traiciones, solo, cansado, sin ganas? ¿Ese silencio expresa desprecio hacia el mundo de la política, dolor por lo que no fue, impotencia, rabia, agotamiento, vergüenza, arrepentimiento o qué cosa?
Seguramente, nunca lo sabremos, porque solo él lo sabe y ha decidido que a nadie le tiene que importar salvo a él mismo.
Todo su derecho.
Vida hay una sola.
Pero qué pena.
Igual, de nada sirve. Veinte años no es nada, decía el tango. Pero, para mantenerse en silencio, sobre todo en el caso de alguien que decía tantas cosas, parece algo insoportable.