Alberto Fernández sólo discute en estas horas las características de la nueva etapa de la cuarentena. Está claro que habrá extensión y, aunque no se diga, hay temor sobre el cumplimiento social aún frente a cifras que alarman, especialmente en Buenos Aires. El discurso presidencial no está exento de la cadena de temores o de cálculo que impidió administrar las restricciones. Eso explicaría las dos caras de un único mensaje. La primera: la idea de resguardar la vida, pero entendida como concepto casi exclusivamente biológico y capaz de subordinar cualquier otro tema, incluidas las libertades. Y la segunda: la advertencia sobre el poder propio para endurecer el aislamiento como respuesta a la flexibilidad colectiva y de hecho.
La falsa contradicción entre vida y libertades individuales y colectivas fue renovada como respuesta a una declaración de Mauricio Macri sobre la cuarentena. No es el único que refiere al tema o lo sugiere. El ex presidente lo hizo desde Francia, lo cual parece de mínima poco feliz. Y es sabido que Alberto Fernández se irrita especialmente con su antecesor en Olivos. Ninguna de las dos cosas es suficiente para explicar la frase presidencial: “La primera condición para ser libre es estar vivo”.
Pasada la primera etapa del aislamiento social, el Gobierno y sus voceros intentaron de bloquear cualquier discusión sobre el tema con un reflejo conocido y amplificado por la grieta. Es decir, se cerró la posibilidad de polémica seria y se fortaleció la mecánica binaria: cuarentena contra anticuarentena, vida vs. muerte. Ese eco se advierte en la insistencia sobre la vida como contraparte de todo lo que asome como cuestionamiento a la política oficial en la materia, tensada además por las posiciones de la gestión porteña y del gobierno bonaerense.
El Presidente le añadió una vuelta de tuerca que en rigor expone un criterio de subordinación conceptual: para ser libre hay que estar vivo, dijo, lo cual supone que para garantizar la vida habría que subordinar cualquier otra condición humana. Y de esto último se trata todo, con reflejos ideológicos casi lineales.
En esa mirada, la vida estaría más bien reducida a la supervivencia sin importar costo alguno. Resulta realmente curioso, porque el implícito de esa concepción –de la frase presidencial- resulta hasta ahistórico. La humanidad fue cambiando y enriqueciendo con su práctica el significado del concepto “vida” y la libertad se transformó en un elemento inescindible. En espejo, la pérdida de las libertades individuales y sociales pone en discusión el propio sentido de la idea global de vida, desde la antigüedad, más aún en la modernidad y sobre todo en la etapa contemporánea.
Otra cosa es discutir limitaciones y no subordinaciones en alguna circunstancia excepcional. Pero aún esa delicada cesión demanda reaseguros institucionales. Y límites precisos. No es un dato menor el contexto: puede operar como garantía implícita o al revés. El consenso social y político en el arranque de la cuarentena parecía un buen marco para acordar respuestas en continuado y tal vez cambiantes a la pandemia. Más difícil asoma ahora cuando se reclama de hecho reconocimiento a una única guía de acción.
El discurso expuesto en las últimas declaraciones del Presidente incluyó también advertencias sobre la responsabilidad social. Es una demanda razonable, aunque condicionada entre otras razones porque no podría eludir datos de la realidad objetiva, en muchos aspectos previos a su gestión e incluso con décadas de arrastre. Un punto nada menor en la Capital, el Gran Buenos Aires y el resto de los grandes centros urbanos del país: la imposibilidad de cumplir un estricto aislamiento en zonas y barrios con graves problemas habitacionales y sanitarios. Eso, y la actitud un tanto hipócrita de los gobiernos –nacional y locales- que insisten formalmente con la dureza de algunas medidas frente a un resquebrajamiento de hecho por agotamiento social con meses de cuarentena.
No se registra asomo de autocrítica o de admisión de mal cálculo frente a un virus que descoloca a todo el mundo. Resultó contraproducente –y a contramano de la tradición de la ciencia- sostener el consejo de científicos como escudo casi dogmático frente a cualquier otro aporte. Y seguramente generaron desgaste las continuas alusiones a curvas y picos como si fueran pronósticos.
Alberto Fernández agregó para completar advertencias sobre el papel de un “sistema de medios que permanentemente alienta la libertad entre comillas”. Ese sería en su mirada un elemento de erosión sobre el ánimo social y en contra de la cuarentena. Una visión que implicaría cierta subestimación sobre la capacidad de decisión de la sociedad, algo contradictorio cuando se reclama mayor responsabilidad colectiva para evitar la multiplicación de contagios.
“La gente se relajó y se relajó equivocadamente”, dijo el Presidente, y advirtió: “El botón rojo siempre está a mano”. Es decir, culpas y remedio. Los riesgos y las irresponsabilidades existen, no sólo en el común de la gente. Sobran las imágenes del poder a contramano de las normas. Pero ese tramo de las afirmaciones presidenciales remite otra vez al paternalismo y a la autoridad, como lo fue aquella idea porteña de prohibir las salidas de adultos mayores infantilizados de hecho. La supuesta protección, en lugar del llamado a la responsabilidad, y las advertencias sobre el poder del “botón rojo” son caras de una misma concepción. Es inquietante, más allá de los necesarios cuidados frente al coronavirus.
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