El COVID-19 logró lo que parecía imposible: poner del mismo lado a los sindicatos y a los movimientos sociales, que hasta ahora eran protagonistas de una verdadera batalla para determinar quién tiene el control de la calle con las movilizaciones y, sobre todo, quién controlará los aportes de la seguridad social de miles de trabajadores informales que buscan tener cobertura de las obras sociales y haberes jubilatorios.
La reunión en la sede de la UOCRA representó una tregua entre ambos sectores, unidos hoy por un espíritu borgeano: más por la urgencia de salir cuanto antes de la dura crisis económica que por un amor desinteresado. No es casual que entre los cinco sindicatos que participaron del lanzamiento del Plan de Desarrollo Humano Integral figure la Unión Obrera de la Construcción ya que ese sector perdió el 35% de sus empleos formales en el último año, es decir, unos 150 mil trabajadores menos que ahora viven gracias a los subsidios estatales.
“¿Sabés lo que padece un trabajador con carrera al verse haciendo una cola en su barrio por un plato de comida? Se siente denigrado. Los compañeros están acostumbrados a vivir de su esfuerzo, de su capacitación profesional y están orgulloso de ser un trabajador de la construcción, pero hoy no puede trabajar, no tiene a nadie que les garantice su ingreso y no tiene para comer”, dijo por radio Gerardo Martínez, líder de la UOCRA.
Ese abrupto paso de la formalidad laboral a la informalidad emparienta en este momento a muchísimos afiliados de la UOCRA con los trabajadores precarizados o desocupados que representan los movimientos sociales, a cuyos representantes hasta hace poco los dirigentes de los sindicatos tradicionales llamaban en forma peyorativa “piqueteros” y en los últimos tiempos comenzaron a rebautizarlos como “compañeros”.
Los movimientos piqueteros surgieron en los años 90 en Neuquén, más exactamente el 20 de junio de 1996, cuando los vecinos de Cutral Co y Plaza Huincul, muchos de ellos víctimas de los despidos masivos por la privatización de YPF, salieron a cortar las rutas para reclamar por las fuentes de trabajo.
Allí nació el piquete como expresión de protesta, pero se convirtió en una modalidad que fue vista con alarma por el sindicalismo porque la regulación de la protesta social se escapaba de sus manos.
En 1992, a los dirigentes gremiales más tradicionales de la CGT también se les habían escurrido organizaciones que discrepaban con el menemismo y con el “unicato sindical” para formar la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), piloteada por Víctor De Gennaro, y que incluyó a movimientos sociales que desarrollaban una fuerte tarea territorial en el conurbano bonaerense como la Federación Tierra y Vivienda (FTV), con Luis D’Elía como titular, y la Corriente Clasista y Combativa (CCC), encabezada por Juan Carlos Alderete.
Los piqueteros expandieron su poder (y, paralelamente, su tarea de contención social) a partir de la crisis de 2001, momento en el que también irrumpieron en ese sector los partidos de izquierda: el Polo Obrero, perteneciente al Partido Obrero; el Movimiento Sin Trabajo Teresa Vive, del Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST) y el Movimiento Territorial Liberación, enrolado en el Partido Comunista.
En aquellos años, el piqueterismo le competía de igual a igual a los sindicatos de la CGT con su capacidad de movilización e incluso los movimientos sociales sirvieron para que algunos dirigentes gremiales los aprovecharan para marcar sus diferencias internas: en 2004, cuando la central obrera era conducida por un triunvirato integrado por Hugo Moyano, Susana Rueda (Sanidad) y José Luis Lingeri (Obras Sanitarias), el jefe de Camioneros quiso mostrar su autonomía al recibir, sin el aval de sus pares, al piquetero Raúl Castells. Claro que otra interpretación es que con ese gesto buscó desactivar una protesta del MIJD contra Néstor Kirchner.
El otro gran actor que aparece en la escena de la disputa con el gremialismo es la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), que se creó durante la gestión de Cristina Kirchner, en 2011, en un contexto en que se agudizaron los problemas de empleo y aumentó el trabajo no registrado. En la flamante CTEP confluyeron organizaciones sociales más vinculadas con el kirchnerismo, como el Movimiento Evita, y otras que mantenían su independencia del Gobierno, como el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), que estaba liderado por Juan Grabois, un joven abogado que organizó el trabajo de los cartoneros en la Ciudad de Buenos Aires y que había construido una fluida amistad con el Papa Francisco desde 2006.
La CTEP, que representa a trabajadores precarizados como cartoneros, vendedores ambulantes, campesinos, costureros, motoqueros, cooperativistas, artesanos y obreros de empresas recuperadas, exigía tener los mismos derechos que los trabajadores formales, algo que equivalía, en la práctica, a que podrían acceder al salario mínimo, obra social, vacaciones pagas, licencias, ayuda escolar y pago de asignaciones familiares.
Por eso se encendieron las luces de alarma en la CGT: la nueva entidad podría quitarles futuros afiliados y sumaría una masa de aportantes que incidiría sobre las obras sociales y las cajas de la seguridad social.
Pero la fuerte ofensiva de la CTEP para obtener la inscripción en el Ministerio de Trabajo con el fin de legalizar su actividad también despertó resistencias en el gobierno cristinista: el ministro Carlos Tomada era uno de quienes estaban convencidos de que la presión para institucionalizar a sectores precarizados escondía la intención de disputarle espacios de poder al kirchnerismo, con el aval de Jorge Bergoglio.
En una de las explosivas discusiones de Tomada y Grabois, en la sede de Trabajo, el dirigente social incluso estuvo a punto de pegarle al ministro porque éste se negaba a concederle la oficialización a la CTEP. La tensión fue tanta que al siguiente encuentro tuvo que ir el titular de la Pastoral Social porteña, Carlos Accaputo.
El titular de la cartera laboral se resistía por la creciente desconfianza del Gobierno y también por la preocupación de la dirigencia sindical, que veía en la CTEP el surgimiento de un competidor político, sindical y económico. Pero Tomada debió retroceder el último día del gobierno de Cristina Kirchner, o los últimos minutos, mejor dicho: pasadas las 23, luego del acto en la Plaza de Mayo en el que se despidió de sus militantes, la actual vicepresidenta lo llamó a Tomada para ordenarle que volviera a su oficina para firmar la resolución por la cual finalmente se le otorgaba la “personería social” a la entidad de Grabois.
Con el gobierno de Mauricio Macri, la CTEP logró tener llegada al Ministerio de Desarrollo Social, pero desde el punto de vista político se acercó a la CGT gracias a la insistencia de uno de los miembros del triunvirato de conducción, Juan Carlos Schmid (Dragado y Balizamiento), enrolado en el moyanismo, luego de lo cual participó en las movilizaciones contra la política económica de Cambiemos. Y en medio de las presiones de los movimientos sociales, el oficialismo accedió a sancionar la Ley de Emergencia Social, que estableció la emergencia social y alimentario por un año y el reconocimiento de los trabajadores de la economía popular.
Desde que asumió Alberto Fernández, Grabois avanzó un paso más con su idea del Plan San Martín, rebautizado ahora como Plan de Desarrollo Humano Integral, y con la pandemia declarada empezó un lento trabajo de tratar de convencer a cinco sindicalistas de sumarse al proyecto. Pareció haber quedado atrás la inquietud de la CGT por el lanzamiento de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular, el sindicato surgido de la CTEP con la idea de sumarse a la central obrera. Pero la desesperación por la crisis económica que está destruyendo empleos sirvió para que escucharan a Grabois con mejor disposición, incluso permitió que aceptaran compartir una mesa viejos antagonistas como los dirigentes de Camioneros y de la Unión Ferroviaria, que suelen tironear para favorecer el desarrollo de actividades que compiten entre sí.
El COVID-19 lo hizo posible. Anoche, un eufórico Grabois proponía en Twitter que “para reconstruir la Argentina, recuperemos el espíritu de los planes quinquenales bajo nuevas formas” y sostenía: “Queremos superar el cortoplacismo y la fragmentación para avanzar en un verdadero proyecto nacional”. Pero quizá la discusión de la letra chica del Plan ponga en riesgo la armonía actual entre sus impulsores. Una de las aristas complejas es el financiamiento del proyecto. Parte de los $750.000 millones que costará poner en marcha este programa saldrán de una “afectación específica del Impuestos a los Bienes Personales, la duplicación de la alícuota del Impuesto a las Bebidas Azucaradas y la creación de un nuevo tramo del Impuesto a las Ganancias”.
Ganancias, justamente, es el impuesto más denostado por los sindicalistas y que menos popularidad tiene entre los trabajadores. ¿Se podrá descontar más dinero de las remuneraciones sin que dañe la imagen de los dirigentes gremiales ni ocasione protestas (o incluso piquetes) de los asalariados, que tampoco nadan en la abundancia? Dilemas de una Argentina que necesita buenas ideas y formas más originales de financiarlas.
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