En la época de oro del gremialismo peronista, la palabra de un presidente de la Nación surgido del justicialismo no podía ser desconocida por los dirigentes del movimiento obrero. ¿Sucederá lo mismo ahora, por ejemplo, que Alberto Fernández expresó esta semana su deseo de que se alcance la unidad sindical?
Eran otros tiempos. Hoy, las profundas divisiones internas entre las centrales obreras y los problemas personales entre algunos sindicalistas no sólo se mantuvieron desde la llegada del Frente de Todos al Gobierno, sino que incluso se profundizaron y tornan prácticamente imposible cualquier escenario de unificación.
Hay diferencias de todo tipo entre los dirigentes gremiales, pero, como sucede durante cualquier gobierno peronista, las distintas variantes del sindicalismo terminan compitiendo por tener mejor llegada al poder, lo que determina una serie de decisiones oficiales que favorecen a uno u otro sector. Y para un modelo sindical cincelado por la influencia del Estado, el favoritismo gubernamental es un elemento preponderante.
El mapa actual del sindicalismo muestra tres centrales obreras (la CGT y dos CTA, la de los Trabajadores, oficialista, y la Autónoma, de impronta combativa) e innumerables corrientes internas que conforman un mosaico muy heterogéneo y cambiante, representativo de la creciente atomización gremial que se agudizó desde 2010 por las rupturas que causaron los posicionamientos ante el gobierno de Cristina Kirchner.
¿Qué actitud mostró el Presidente ante el sindicalismo desde que llegó al poder? Antes de asumir, en su visita a la CGT de noviembre de 2019, les prometió a los dirigentes que iban a ser parte del Gobierno. Desde el 10 de diciembre, sin embargo, les dio pocos cargos en la estructura del Estado y escasa incidencia en las decisiones oficiales, una combinación que para los gremialistas equivale a una verdadera pesadilla.
Alberto Fernández tiene una estrecha relación con Héctor Daer, cotitular de la CGT, y eso le aseguró al jefe de Sanidad la presencia en diversas reuniones convocadas por la Casa Rosada, pero no le garantizó influencia en las medidas del Gobierno ni en la definición de las políticas. La mejor demostración de ese contraste es que Daer tuvo que presentarse en la Justicia para intentar que el Ministerio de Transporte instrumente la decisión, ya tomada, de que el personal de Sanidad será exceptuado del pago del transporte durante la cuarentena.
De todas formas, el Presidente privilegia su vínculo con Daer y no le da espacio al resto de la dirigencia cegetista, algo que abre más grietas en la CGT: hay críticas internas al jefe de Sanidad por “cortarse solo” en sus contactos oficiales y malestar contra un Gobierno que sigue excluyendo del diálogo sobre la post pandemia a los sindicalistas y a los empresarios, pese a que la debacle económica se acrecienta.
El primer mandatario, para colmo, dio más muestras de apoyo a Hugo Moyano que a otros gremialistas: causó conmoción cuando calificó al líder camionero como “dirigente inmenso y ejemplar” o cuando su obra social recibió más dinero por parte del Gobierno que otras que tenían mayor cantidad de afiliados.
La CGT mantiene una histórica enemistad con la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), creada en los años noventa por un grupo de sindicatos que rompió con la estructura cegetista y, al menos en su origen, una concepción distinta, autónoma de los partidos políticos y partidaria de la libertad sindical.
En la práctica eso se tradujo en una rivalidad feroz en la que, mediante una agenda distinta, listas opositoras y gremios paralelos, la central ceteísta compite contra un poderoso unicato que, amparado en el paraguas de la personería, quiere perpetuarse sin rastros de disidencias.
Por eso cuando el Presidente dijo el lunes pasado que “ojalá podamos lograr la unidad de los que trabajan” al saludar a los participantes de un plenario de la CTA de los Trabajadores, que lidera Hugo Yasky, ese gesto de respaldo a una de las expresiones ceteístas causó irritación en la cúpula de la CGT.
No solamente por el viejo enfrentamiento con esa central, sino también porque la dirigencia cegetista siente que Alberto Fernández les dio a sus enemigos una clara señal de apoyo que le ha retaceado a ella. Y, para colmo, hablando de una unidad que la obligaría a compartir espacios con sus adversarios de siempre.
Antes de asumir, el Presidente ya había intentado acercar a la CGT y a la CTA de Yasky, que en un congreso, en octubre pasado, aprobó las gestiones para regresar al andamiaje cegetista. Pero detrás de esa jugada también estaba Hugo Moyano, peleado con la conducción de la CGT (en particular con Daer) y que en su reconversión kirchnerista, tras haber apoyado al macrismo, se acercó a la CTA de Yasky, estrechamente vinculada con Cristina Kirchner, en un intento por sumar fuerzas para volver con más aliados a la central obrera.
La movida ceteísta-moyanista fracasó por la resistencia que despertó en la CGT y finalmente todo quedó congelado hasta que se definiera la nueva conducción cegetista, que debía elegirse en agosto de 2020.
Pero las elecciones sindicales se postergaron hasta el año próximo por la pandemia y la irrupción del Presidente hablando de la unidad coincidió con otras señales que alarmaron a la CGT por su simultaneidad: el bancario Sergio Palazzo, cercano a Moyano y a Yasky, pidió a los dirigentes cegetistas “un gesto importante” para hallar “un camino de unidad y una síntesis” en el movimiento obrero. Es decir, les pidió la renuncia.
La respuesta llegará directa o indirectamente el martes próximo cuando se reúna el consejo directivo ampliado de la CGT en la sede de la UOCRA, en la avenida Belgrano 1870. Allí, con la excusa de hacer un balance de los contactos que mantuvieron con empresarios de AEA, del Foro de Convergencia y de las pymes, los sindicalistas analizarán la relación actual con el Gobierno (plagada de frialdades y de quejas) y buscarán que esa foto de la presencia de una veintena de dirigentes de primera línea se convierta en una demostración de fuerza hacia sus rivales (Moyano, Palazzo y Yasky) y también hacia Alberto Fernández y el resto del Gobierno.
En la CTA Autónoma, que lidera Ricardo Peidró, respiran aliviados. La Casa Rosada marginaba a sus dirigentes en sucesivas reuniones en donde sí estaba presente, además de la CGT, la CTA de Yasky, uno de los diputados más activos del Frente de Todos y ferviente defensor de la causa kirchnerista. Y el tema originó un curioso debate interno: había quienes pensaban que era perjudicial que el Gobierno ignorara a esta central y también quienes interpretaban que era mejor tomar distancia para evitar comprometerse con el oficialismo.
El congelamiento oficial se quebró cuando el ministro de Trabajo, Claudio Moroni, les aseguró este miércoles a Peidró y otros dirigentes como Hugo “Cachorro” Godoy (ATE) y el abogado Horacio Meguira que esa central era “plenamente considerada” por el Gobierno y que hasta ahora con las otras centrales “sólo hubo fotos”.
Fue durante una reunión en la que predominó un clima cordial hasta que uno de los dirigentes le confesó al ministro que “es muy difícil defender algunas medidas” de la Casa Rosada. Allí se enrareció el ambiente, pero no tanto: la CTA Autónoma recibió al día siguiente la invitación de Moroni para participar en agosto de un nuevo encuentro de la Comisión de Diálogo Social para el Futuro del Trabajo, creada durante la gestión macrista por Dante Sica y que cuenta con la participación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Estos gestos de compensación del Gobierno entre las centrales obreras, aunque tardíos, también significan un vuelco oficialista hacia el pragmatismo: será difícil gobernar en una de las peores crisis económicas de la historia sin diálogo con todas las expresiones sindicales. Y más todavía si en el horizonte sigue estampada la promesa de crear el Consejo Económico y Social, donde Alberto Fernández tendrá su prueba de fuego como equilibrista en la pelea sindical. Allí, en teoría, deberán convivir la CGT y las CTA, y habrá que ver cómo se lo conforma a un “dirigente ejemplar” para el esquema presidencial como Hugo Moyano. El desafío será cómo, aun separados, todos podrán estar lo suficientemente contenidos como para que no se crucen de vereda.
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