Argentina funciona en base a un gran acuerdo nacional. Hay que castigar a la provincia de Buenos Aires, la más grande del país en términos territoriales, la que genera más recursos, la que tiene más puertos, donde vive más población que en cualquier otra parte de la Argentina, y beneficiar al resto. Sobre todo a las provincias con menor capacidad de atraer inversiones, menos población y con mayores dificultades de conectarse al mundo para vender sus productos.
Ese consenso tiene razones históricas. Después de las luchas internas que dominaron la primera mitad del siglo XIX, Justo José de Urquiza dio un paso al costado en 1861 para que Bartolomé Mitre se convirtiera en presidente de la República, a cambio de aceptar una Constitución Nacional federal. A partir de entonces, las provincias esmerilan año a año a la poderosa Buenos Aires. Tanto, que Mitre fue el último gobernador bonaerense que llegó a la Presidencia.
Las últimas décadas fueron nefastas para la provincia de Buenos Aires en términos presupuestarios. Como lo demuestra académicos de las más diversas tendencias, desde la década del 70 se consolida la inequidad distributiva sobre las arcas bonaerenses, en un proceso que alcanzó el summum con los gobiernos de los Kirchner, que redujeron sus recursos provenientes de la coparticipación federal hasta el 18.7%, a pesar de que aporte llegaba en el 2015 a 38% del total nacional.
Que en el conurbano haya 952 barrios populares y asentamientos, según los datos publicados a principios de 2018 por el Ministerio de Desarrollo Social, no tiene que asombrar entonces. Con 13 millones de habitantes y un déficit estructural de recursos e infraestuctura, los 24 municipios del Gran Buenos Aires no tienen ninguna posibilidad de realizar una política sostenible para sacar a más de 6 millones de personas de la pobreza en la que viven ya tres generaciones de familias que solo pueden acceder a las migajas de la solidaridad activa de iglesias de distintos credos, movimientos sociales y organizaciones civiles que hacen lo que pueden. El Estado, aunque se declame lo contrario, está ausente.
Muchos le echan la culpa al peronismo por el dramático panorama, lo que no es justo. Resiliente, ultrapragmático, en muchos casos cómplice de las prácticas de mafias diversas y traficantes más o menos grandes de personas y drogas, el peronismo es lo único que pudo sobrevivir en esas calles donde falta todo y sobra cinismo. La política en el conurbano no es para cualquiera. Si no, que lo digan los radicales que abandonaron ese territorio hace años. O, mejor, los tres intendentes del PRO que lograron incursionar en esos parajes donde no es fácil mantener la confianza en la humanidad.
Desde que llegó Axel Kicillof a la Gobernación platense, la culpa del drama provincial pasó a tenerla la Ciudad de Buenos Aires. Arrancó la vicepresidenta Cristina Kirchner, que el 13 de diciembre, en un acto en La Matanza, cuestionó la construcción del Paseo del Bajo. “¿Quién no quisiera vivir en la Capital Federal, donde hasta los helechos tienen luz y agua, cuando tenemos gente en nuestras barriadas en el Conurbano bonaerense ‘chapaleando’ agua y barro'?", se preguntó. Y se quejó porque “hay una asignación de recursos muy desigual, que es profundamente injusta e inequitativa”.
¿Se habrá enterado Cristina Kirchner de que la Ciudad de Buenos Aires aporta 25.2% al PBI y solo recibía el 3.5% de coparticipación federal cuando terminó la gestión de Mauricio Macri? Claro que sí, pero es más fácil echarle la culpa a los porteños de la pobreza del conurbano que al diseño del sistema federal. Finalmente -cree- nunca la van a querer en CABA. Kicillof siguió con la misma epistemología cuando llegó la pandemia.
Dicen que el martes de esta última semana, mientras aterrizaba en la Casa Rosada para un acto con el Presidente, el Gobernador bonaerense lo sorprendió a Horacio Rodríguez Larreta con un llamado para tomar un café. “Venite, te espero, estoy trabajando en Patricios”, le dijo el Jefe de Gobierno. Y Kicillof contestó: “Sí, quiero conocer el lugar, me dijeron que es muy lindo”.
Parece que quedó asombrado con la sede del Gobierno porteño, un edificio sustentable y abierto, pero especialmente austero, con bellas vistas al parque aunque carente de cualquier fasto. Hasta la oficina de Larreta, una de las pocas que tiene paredes, es de una simpleza escandinava. En fin, una arquitectura alejada de la Casa de Gobierno platense, de estilo neorenacentista, construida en 1892.
El jueves en la conferencia de prensa donde Alberto Fernández extendió la cuarentena, Kicillof volvió a hacer de las suyas, chicaneando a la Ciudad y comparando peras con manzanas cuando habló de testeos, sobreactuando capacidades que no tiene, quizás temiendo por el sojuzgamiento de la opinión pública ante la posibilidad de que se le dispare la estadística de muertos por coronavirus.
Sin embargo, cruzar el Rubicón de la grieta argentina le permitió conocer un poco mejor a ese “enemigo” que maneja con distancia sus sentimientos, que solo habla de gestión y no siente necesidad de ofender a los que piensan distinto para reafirmar su posicionamiento. Para el kirchnerismo duro, reacio a salir de su zona de confort, se trató de una jugada audaz.
La vez anterior que estuvieron solos fue unos días antes del 10 de diciembre. En ese momento fue Rodríguez Larreta el que propuso el encuentro. Eligieron un lugar “neutral”. Allí el sorprendido fue el Jefe de Gobierno, que llevó carpetas, estadísticas y asuntos pendientes de resolución, desde la Cuenca Matanza-Riachuela hasta el Mercado Central, pasando por el sistema de transporte, las redes de electricidad, el problema de los puertos. Kicillof, cuentan, le habló de marxismo y su vigencia, llevando la conversación a asuntos abstractos, donde Larreta se siente extremadamente incómodo.
Como sea, al acercarse a Patricios, el Gobernador dio muestras de que sabe que en la oposición se está cocinando con otro fuego. “Horacio empezó a convencerse de que nos metimos en una estrategia sin información suficiente y ahora nadie sabe muy bien cómo salir”, dijo un importante dirigente radical quien -además- está convencido de que “no hay chances de que esto salga bien”. Se refiere a la crítica situación económica en la que quedará la Argentina, “un país que parece manejado por infectólogos”.
El intendente de Vicente López, Jorge Macri, empezó a reclamar en voz alta por reaperturas comerciales en su distrito. Y otro intendente, el de Tandil, Miguel Ángel Lunghi, fue todavía más allá: “Si la Provincia no nos autoriza, vamos a autorizar nosotros directamente, porque peor es que la gente actúe sin algún tipo de ordenamiento”.
Por su lado, los jefes de los interbloques en el Congreso, el senador Luis Naidenoff y el diputado Mario Negri, están convencidos de que es el gobierno nacional el que pagará los costos políticos de continuar con la cuarentena. Por lo menos, es lo que empiezan a reflejar las encuestas. “Por eso si no pudieron dividirnos hasta ahora, es difícil que logren hacerlo de aquí a las elecciones”, se regocijan.
En La Plata, aunque les gusta cacarear, saben que las cosas pueden complicarse en cualquier momento. Por eso mantienen viva la llama de grieta en público, un recurso siempre útil para tirar la pelota afuera sin perder el aplauso de la tribuna.
Es más fácil eso que reconocerle a María Eugenia Vidal que, durante su gestión, logró que la provincia de Buenos Aires pasara del 18.7% al que la llevó Kirchner para castigar a Daniel Scioli, que jamás se quejó, a 23%, en un proceso de recuperación del Fondo del Conurbano Bonaerense, congelado cuando Eduardo Duhalde se soliviantó contra Carlos Menem.
Vidal amenazó con llevar el caso a la Corte Suprema para reparar una injusticia de la que nadie se quiso hacer cargo y, viendo que podría obtener lo que pretendía, los gobernadores aceptaron un fondo de reparación, del que también sacaron alguna tajada. Sin el respaldo del gobierno nacional, la ex gobernadora no lo hubiera logrado. Kicillof tiene ahora la chance de continuar ese camino y todo indicaría que Fernández está decidido a poner los esfuerzos de la Presidencia para ayudarlo.
¿Lo hará a costa de la Ciudad de Buenos Aires? ¿O se animará a discutir la ley de coparticipación federal que reclama la Constitución Nacional y salga de los parches? ¿Alguien cree, de verdad, que con más impuestos a los ricos y expropiación de empresas se podrá salir del círculo vicioso de la pobreza estructural? El conurbano, finalmente, ¿no es una mochila que si no se encara en serio hace inviable a la Argentina?
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