Un documental –de escaso aporte investigativo, pero de fuerte efecto público- alcanzó para reponer el caso de la muerte de Alberto Nisman. Alberto Fernández fue grabado para ese documental en 2017 y volvió a opinar en estos días de su estreno por Netflix. No dijo lo mismo. ¿Pero es ese el principal punto? Antes que lo que dijo y redefine pesa una diferencia sustancial: hace dos o tres años hablaba como un referente político y hoy lo hace como Presidente. Su descalificación de una pericia de Gendarmería y lo que sugiere su posición sobre la muerte del fiscal tienen entonces impacto institucional. Y constituyen de hecho una carga condicionante para el resto del sistema del Estado, no una opinión personal cualquiera.
La muerte de Nisman conmocionó al país hace casi cinco años. La investigación judicial arrancó mal, pésimamente. Están las imágenes de aquella madrugada en el departamento del fiscal, invadido y sin cuidado riguroso de posibles pruebas. En simultáneo y después, las especulaciones políticas. Y una sociedad dividida y expectante. No es un fenómeno exclusivamente argentino la desconfianza sobre investigaciones que rozan o involucran al poder, pero aquí esa prevención se multiplica al extremo. Las huellas de la impunidad son profundas; los tiempos eternos de la Justicia potencian esa percepción.
El caso de Nisman anota además ingredientes especiales. La investigación sobre la AMIA y su denuncia sobre el memorándum con Irán, como contexto. De entrada, el maltrato del “escenario” en el departamento de Puerto Madero, grave si fue impericia, tremendo si fue intencional. Y para completar, como resumen: las iniciales reacciones del gobierno kirchnerista, una causa aún inconclusa, el peritaje en cuestión y la nueva vuelta de tuerca precipitada por el documental que difunde Netflix en seis entregas.
Por supuesto, la historia no empezó ahora, ni siquiera es nueva la carga contra la pericia de Gendarmería Nacional que concluyó en que fue un asesinato. Ya conocido ese trabajo, y poco antes de las elecciones legislativas de 2017, el kirchnerismo buscó presentar el tema como parte de un pacto entre el gobierno de Mauricio Macri y esa fuerza de seguridad –a su cargo, naturalmente- para “imponer” ese resultado –el asesinato- a cambio de “protección” por el caso Maldonado.
Tanto fue el oleaje de esos días que hasta la Corte Suprema de Justicia se vio en la necesidad de aclarar que no avaló ni podría haberlo hecho el estudio inicial del Cuerpo Médico Forense, realizado en 2016, que concluyó en que no se había tratado de un homicidio. El máximo escalón de la Justicia recibía también alguna carga por el informe de ese cuerpo, que en rigor actúa con autonomía.
Cristina Fernández de Kirchner se encargó personalmente de avanzar en la estrategia para descalificar el peritaje de Gendarmería. ¿Pero por qué tanta preocupación por ese estudio? El kirchnerismo duro fue cambiando de posición sobre cómo plantarse frente a la muerte violenta del fiscal. En principio, la propia CFK –entonces en el gobierno- y algunos de sus ecos plantearon que no parecía un suicidio y sugirieron que en realidad, lo habrían matado para perjudicar a ella misma. Después, giraron abiertamente para sostener que fue un suicidio: se insinuó incluso desde algunos despachos que el fiscal habría actuado deprimido o desesperado por la falta de pruebas –una trampa tendida por los servicios- para sostener su acusación a la entonces presidente.
En un esquema de polarización extrema, se fue instalando así un contrapunto lineal, brutal en varios sentidos. En otra palabras: si se comprobara que fue suicidio, el gobierno de CFK quedaba al margen de toda sospecha y se licuaba también la denuncia sobre el trato con Irán; y si fuera asesinato, todo podría ser imputado a la ex Presidenta.
Por supuesto, nada quedaría al margen de esa lógica. La continuidad de ese esquema de especulación política sería el siguiente: la pericia de Gendarmería sería “macrista”. Pero el punto es que una “revisión” que la descalifique sería, en espejo, un dibujo kirchnerista o “albertista”.
Cuesta suponer que sea casual, pero en rigor la primera señal del nuevo gobierno contra el trabajo de Gendarmería se produjo antes de la difusión del documental referido. Quizás fue un movimiento preventivo, para anticipar el giro del Presidente. La ministra de Seguridad, Sabina Frederic, dijo que ordenaría revisar el peritaje “en colaboración con la Justicia”.
Esa declaración inicial de la funcionaria no había caído bien en todas las oficinas del nuevo poder, habida cuenta además de su anterior rechazo a la clasificación de Hezbollah como organización terrorista por parte de la Argentina, en el último tramo de la gestión macrista. Ese debió ser salvado por la Cancillería y la ministra se rectificó después con cierta elegancia.
Todo esto se produce con el cortinado de fondo que expone la reposición del caso Nisman, a pocos días de que se cumplan cinco años de su muerte. Alberto Fernández expuso un cambio entre aquella declaración de 2017 y la de estos días. Había dicho que dudaba de que fuera un suicidio. Ahora dijo que no aparecieron pruebas serias de que haya sido un asesinato.
Pero lo más destacado no fue eso, que algunos presentan como un matiz con un eje en la duda sobre lo que ocurrió. Lo más potente y seguramente más gravitante fue su descalificación del trabajo de la Gendarmería: afirmó que se trata de una “pericia absurda”, carente de seriedad.
Frederic agregó alguna precisión sobre lo que haría. Reiteró que aquel trabajo será revisado y puntualizó que se tratará de una revisión “técnico-administrativa”. Lo hizo seguramente para evitar cuestionamientos desde la Justicia –un juez y una Cámara avalaron de hecho el informe en cuestión-, luego de que fuera precisado que un nuevo peritaje sólo podría ser ordenado en alguna instancia judicial.
Pero en cualquier caso, el emergente es otro. O si se prefiere, serían dos. El primero, el mensaje político, con todo el peso que significa en boca del Presidente. El segundo es que cualquier revisión ya está contaminada políticamente, esta vez por la sucesión de declaraciones públicas del Gobierno. El caso Nisman vuelve a ser hundido así en la grieta.
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