Alberto Fernández avanzó ayer con la estrategia que busca y debe superar la frontera interna para el tratamiento de la crisis. Fue la primera entrega, parcial, para graficar la idea del sustento empresarial y sindical que pretende para cumplir los compromisos de la deuda en base al ajuste fiscal y una reanimación previa de la economía. Llegó después de un paso celebrado por los mercados: la ley de múltiples emergencias. La aprobación de la megaley perfila su primer tramo de gestión y es al mismo tiempo un mensaje político a Washington, en la línea de desalentar recelos alimentados por la anterior experiencia kirchnerista y algunos resabios ideológicos.
Pero ocurre que Washington –siempre y más allá de las rústicas reacciones de la administración Trump- lee los gestos de manera global. Atiende los mensajes explícitos en economía y también las señales de posicionamiento internacional. Este último es un punto central, que ha sido tocado –en dos rubros sensibles- por la ministra de Seguridad, Sabina Frederic. Primero, sus definiciones sobre la clasificación de Hezbollah como organización terrorista, revisadas por ella misma una vez corregida por la Cancillería. Y ahora, su descalificación del peritaje de Gendarmería Nacional que concluyó en que el fiscal Alberto Nisman fue asesinado.
Los movimientos de la ministra, al menos los referidos, no generan precisamente satisfacción a Alberto Fernández y su entorno. Alguna interpretación señala que, en rigor, ese tipo de errores no forzados constituyen para sus autores costos prematuros que no pueden ser adjudicados a maniobras internas. El problema puede tener origen individual, aunque es difícil considerarlo exclusivamente como una una cuestión personal.
De todos modos, a nadie escapa que en algún punto deben ser corregidos. Y que esa corrección puede involucrar al Gobierno y no únicamente al funcionario involucrado. Es la gestión, no un unipersonal. El ejemplo referido a Hezbollah ha sido elocuente y podrían serlo también los dichos sobre el peritaje de Gendarmería en el caso de la muerte de Nisman.
Apenas 48 hora después de asumir como canciller, Felipe Solá salió a asegurar que el nuevo gobierno no modificaría el criterio asumido apenas cinco meses antes por la gestión de Mauricio Macri al poner en marcha el Registro de Personas y Entidades vinculadas con actividades de terrorismo. Ese listado incluyó a Hezbollah.
De hecho, se trató de la voz oficial en materia de relaciones exteriores descalificando lo insinuado por Frederic al sostener que el tema de Hezbollah era una cuestión de la OTAN y que Argentina se estaba “comprando” un problema. Todo, en medio de los primeros pasos del equipo de Alberto Fernández.
Por supuesto, antes de asumir formalmente, el Presidente y su canciller habían recibido señales de Estados Unidos. Y también de Israel: la delegación de menor nivel al esperado para los actos formales de asunción de Fernández fue atribuida a aquella señal de Frederic. La ministra buscó cerrar ese capítulo personalmente hace apenas unos días, con redefinición pragmática de su posición en esta materia.
Es llamativo entonces que se haya pronunciado como lo hizo ahora sobre el caso de la muerte del fiscal. Sobre todo, y esto explicaría cierta sorpresa o malestar, si se considera un problema doble: el efecto externo y también local.
Frederic dijo que sería revisado el peritaje realizado por Gendarmería. Afirmó que eso sería hecho “en colaboración” con la Justicia. Y que antes debería esperarse “un tiempito”, porque primero debe concretarse el cambio de jefes de la fuerza.
Traducido: la colaboración dependería de la voluntad de la fuerza y a su vez, la decisión dependería de la adecuación de la jefatura al criterio político de la nueva gestión. Desde la Justicia, ya dejaron trascender el rechazo a lo dicho: enfatizaron que en cualquier caso, hacer o rehacer un peritaje es una decisión judicial, no de la fuerza de seguridad, y que Gendarmería en todo caso actúa como “auxiliar”.
Las palabras de la funcionaria tuvieron así rápida lectura y respuesta en la Justicia, porque sugiere un error grave en términos de legalidad, además de funcionalidad. Y es probable que también tenga registro en el plano diplomático, no necesariamente público, según advierten conocedores de ese ambiente.
La señal asoma contradictoria con los gestos centrales del Gobierno hacia Estados Unidos, además del FMI y representantes de inversores que jugaron millones en papeles argentinos.
Ayer mismo, aunque con apuro y cierta falta de negociación previa, Alberto Fernández buscó dar un primer paso hacia el armado de un pacto social, para la coyuntura de precios y salarios, y un Consejo Económico Social, que debería trabajar en temas de mediano plazo, al menos, y que incluye en las tratativas un entendimiento con Roberto Lavagna como estrella.
Es también una puesta para expresar respaldo y consenso a la idea de recomponer la economía para renegociar la deuda con plazos largos y quita. Estuvieron representantes de la UIA y de la CGT. Fue notoria la falta de las organizaciones del campo. Y quedó un interrogante sobre la amplitud política a futuro. Algunas de los objetivos planteados en esta cita deberían tener expresión legislativa, empezando por la creación del referido Consejo.
El documento elaborado para el encuentro se apoyó en los títulos de emergencia y solidaridad. Y fueron también expresivos, hacia adentro y hacia afuera, algunos conceptos que buscaron equilibrio: se habla de tener en cuenta los costos y también los recursos, el objetivo de la “estabilización macroeconómica y social”, el reordenamiento fiscal y monetario, y un plan que sea a la vez equitativo y sustentable.
Son palabras que cobran cuerpo con el registro de la megaley de emergencia que acaba de asegurarse el Gobierno. Se ha dicho: las primeras reacciones externas estarían exponiendo que ponderan el plan inicial como un ajuste de coyuntura para garantizar solvencia fiscal con mayor presión tributaria y revisión del sistema previsional. Es el umbral de una compleja negociación externa. Y no dejaría mucho margen para complicaciones domésticas.