Un siglo de difamación y corrupción: el lawfare desde el Grito de Alcorta hasta hoy

En “Lawfare: guerra mediática-judicial", Rafael Bielsa y Pedro Peretti analizan la ofensiva de los tribunales federales y medios de comunicación en los dos extremos centenarios de las décadas de 1910 y 2010. Infobae publica un extracto

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En las páginas siguientes, que el lector se dispone a surcar, dos serán nuestros derroteros mayores.

En el primero, zarparemos en el año 1912, cuando en la provincia de Santa Fe estalló la rebelión agraria conocida como ‘Grito de Alcorta’, por el nombre de la localidad que fue su epicentro. Y el anclaje del análisis histórico-político será en 1916, año de la elección presidencial del candidato radical Hipólito Yrigoyen y del asesinato del abogado agrarista santafesino Francisco Netri.

Por tanto, no vamos a analizar sino tangencialmente los costados jurídico y etimológico de la difamación, de la calumnia y de la injuria. Nos centraremos sobre el significado específico y focalizado del uso de la infamia en el lapso breve pero intenso del conflicto agrario. Y, durante esos cuatro años, en sus respectivas utilizaciones en el campo de la acción de la Justicia (lawfare) y en el de los medios.

El honor es una construcción cultural antiquísima, y las civilizaciones se han dotado de mecanismos que buscaron preservarlo, protegerlo, y vengarlo. Aun cuando las diversas legislaciones nacionales distingan en cada respectivo código penal la imputación falsa y el improperio de la atribución injusta de la autoría por la comisión de un delito inexistente, aquí usaremos estas denominaciones indiscriminadamente. Todas ellas, en el lenguaje coloquial, poseen en común el rasgo de ser lesivas para la honra.

En otras palabras, usaremos estas palabras según el humor (o el malhumor) y las necesidades expresivas de los autores.

Cada vez que digamos infamia, estaremos diciendo mentira, difamación, calumnia, injuria, descalificación, estigmatización.

Toda esa ponzoña que abona el terreno fértil donde, después, se cultivan y cosechan post-verdades. También de allí se nutre la adulteración histórica, que las usa como su fuente.

Nos proponemos analizar la colusión del activismo del Poder Judicial (lawfare) con los medios masivos de comunicación para utilizar la infamia como herramienta ofensiva al servicio de los intereses económico-políticos de las minorías dominantes y privilegiadas.

Buscaremos diseñar y reconstruir cómo a comienzos del siglo XX se configuró un triángulo que hoy ganó un lado hasta un cuadrilátero.

Al momento del asesinato de Francisco Netri, la prensa, los tribunales y los militantes del campo popular conformaban los puntos nodales y delimitaban sus tres lados. Hoy, además del vendaval de las herramientas tecnológicas, para servir al mismo diseño a aquella figura geométrica se ha añadido un cuarto lado: el uso ilegal e ilegítimo de los servicios de información del Estado.

El segundo señalamiento es que la difamación, la calumnia y la injuria son parte necesaria pero no suficiente para la codicia y pulsión de exterminio cuando se busca el descrédito de políticos luchadores.

Comodoro Py 2002 (Gustavo Gavotti)
Comodoro Py 2002 (Gustavo Gavotti)

Para que la demolición resulte completa, el mecanismo ha de articularse con el monopolio mediático de intereses diversificados y el lawfare judicial. Este detalle es estructural antes que intersticial: para que la infamia se materialice en un hecho político, es requisito básico su masividad. Solo quienes sean idóneos para volver a la infamia un hecho de masas pueden dotarla de cuerpo, y usufructuarla. Sin masividad, el descrédito queda reducido al viejo chisme de pueblo, relativamente inofensivo, despojado de su potencialidad para demoler, estallar en el ámbito público e irrumpir avasallador en la escena política.

Y, para ser masivos, infamia y descrédito necesitan de la acción profesional de los medios de comunicación. Si alguna de sus fuerzas deserta de la máquina infamante, la descalificación con fines políticos es como un revólver a cebita. Quien controla u orienta a los medios cuenta con la llave que transmuta rumores, habladurías y chismes en exclusiones e interdicciones eficaces, de alto impacto en la opinión pública. El más indefendible de los relatos se transforma en aceptado “sentido común establecido”, de perdurable daño político.

De allí deriva el que los medios sean un arma consustanciada con intereses y propósitos de los poderes económicos con- centrados y la superestructura política, que son sus dueños. En tiempos del Grito de Alcorta los que forjaron y establecieron la opinión corriente sobre “...los agitadores, la violencia de los huelguistas, ‘la que se llevó’ Netri, los campos de Justo o la casa de Repetto” fueron, para usar una definición acuñada posteriormente, “los diarios ricos”.

De tal axioma descriptivo generalizado Arturo Jauretche derivaría una consumación práctica: damos a “...lo dice La Nación, lo dice La Prensa” el carácter sagrado de una verdad única e inmutable.

Hoy habría que agregar “lo dicen” medios nuevos –porque en aquella época no existían–, como lo son la radio, la televisión, o las redes sociales. Antes que informar objetivamente, la principal finalidad que persiguen los inmensos y poderosos conglomerados comunicacionales es manipular a la opinión pública, de modo de reproducir y hacer prevalecer sus propios intereses ideológicos y económicos.

En esta etapa, “diarios ricos” no son solo Clarín o La Nación y sus seudópodos televisivos y digitales. Hay que sumarles los sub-productos del Big Data: el gran volumen de datos estructurados y no estructurados que resulta de que dos mil millones de personas al menos doce veces por día inserten en gigantescas memorias lo que les gusta y lo que no.

Hoy las redes sociales vehiculizan una enorme cantidad de información (Shutterstock)
Hoy las redes sociales vehiculizan una enorme cantidad de información (Shutterstock)

Por impresionante que sea, no es lo más importante la cantidad de datos reunidos, sino su empleo. Big Data se puede analizar, tanto para tomar decisiones en negocios estratégicos cuanto para... ganar elecciones nacionales. Es bien conocido el caso del referendum por el cual prevalecieron los partidarios del Brexit, o secesión y repudio de Gran Bretaña a esa Unión Europea que en 1975 el electorado británico había abrazado con otro referéndum.

El poder económico de los intereses concentrados y su capacidad de penetrar hasta en el último rincón del territorio nacional determinan el predominio de los medios sobre la voluntad política de buena parte de la sociedad, que ve por los ojos y habla por la boca de ellos.

Solo el poder –el real, el que cuenta– tiene la capacidad de transformar su “relato” en “verdad” para el conjunto de la sociedad: en sentido común establecido. Eso se llama poder, aquel sin el cual todo es ilusión.

La difamación, la calumnia, la injuria solo resultan efectivas como instrumento para la manipulación de masas si se las usa desde o hacia el poder, lo que, obviamente, no designa solo a quien desempeñe el gobierno formal.

La única posibilidad de gobernar distinto, con otro paradigma, es romper ese círculo vicioso. Bajo esta luz analizaremos cómo la afrenta intervino en el momento del Grito de Alcorta: fue un dispositivo del poder que sirvió para desacreditar un reclamo legítimo. Se difamó a los líderes de la huelga con el propósito de atacar a la huelga agraria. Y vincularemos aquella ofensiva judicial y mediática con el presente.

Nosotros vamos a referirnos a cómo la difamación, la calumnia y la injuria abren la puerta a falsas acusaciones de corrupción, potenciadas por la colusión de lawfare y ofensiva mass-mediática, con el sentido político de dañar la imagen de líderes locales que luchan contra las corporaciones y el establishment. No siempre la corrupción alegada comienza y acaba en los términos que le fija la difamación. La corrupción pura y dura también existe. Pero ese es otro capítulo –otro libro–: el de cómo los gobiernos nacionales y populares deben lograr mayor transparencia en su gestión.

Tal y como lo sugerimos más arriba, cambian los métodos, pero no mutaron ni los propósitos, ni el bien mancillado (el honor), ni las herramientas: si estas de rudimentarias han pasado a ser más tecnificadas, nunca fueron inofensivas ni inocuas.

Los medios cuentan noticias que no son la verdad, sino una verdad conveniente. La que más propicia resulta para los intereses de quienes manipulan los medios. La falacia de la verdad a medias, que es media mentira, no es menos ponzoñosa. Muy bien lo sabía el régimen nacional-socialista alemán, los nazis y particularmente Joseph Goebbels, su ministro de Propaganda, quienes hicieron un uso “científico” de la reiteración de verdades fuera de contexto, de verdades a medias, de medias mentiras o de mentiras muy directas.

En la década de 1990, Tom Wolfe, quien iba a morir en mayo de 2018 cuando ya era considerado uno de los padres del “nuevo periodismo”, publicó su novela Emboscada en Fort Bragg. Por entonces, la caja boba reinaba: “...esos eran tres niñatos de la tercera generación televisiva. Para ellos la televisión no era un medio de comunicación sino una atmósfera que se respiraba. La televisión penetraba en la vida de la gente de un modo tan natural como el oxígeno, y a nadie se le ocurría impedirle el paso, del mismo modo que a nadie se le ocurriría negarle al aire el paso a los pulmones”. De manera tal que no era boba la caja, sino que embobaba a los televidentes. Así había ocurrido a comienzos del siglo pasado con los diarios y otros medios impresos, luego con la radio, y ocurre hoy en el alba del tercer milenio con los memes, los trolls y las fake news, a las que haremos referencia más adelante.

Durante todos estos años, en la Argentina y buena parte de Latinoamérica, la corrupción había desempeñado un papel central en el debate electoral y la acción política. Tanto en la esfera pública como en la privada, la corrupción siempre es prenda de la disputa cotidiana en nuestros países.

La vicepresidente electa Cristina Kirchner (REUTERS/Agustin Marcarian)
La vicepresidente electa Cristina Kirchner (REUTERS/Agustin Marcarian)

Los ataques a Cristina Fernández de Kirchner en Argentina; el golpe parlamentario a Dilma Rousseff y la prisión de Lula en Brasil; la cárcel del vicepresidente “correísta” de Ecuador, Jorge Glas; las denuncias sobre el hijo de la presidenta de Chile, Michelle Bachelet; la destitución de Pedro Pablo Kuczynski, presidente del Perú; el triunfo de Nayib Bukele en El Salvador; los ataques a Nicolás Maduro en Venezuela: en todos estos procesos (como desde luego también en otros) se advierte un contenido dominante, fomentado y favorecido por el país bélicamente más poderoso del planeta, los Estados Unidos. Ese contenido es la corrupción.

Hasta allí, esto no significaría ningún problema ético o moral para el campo nacional y popular –y si lo hubiere, sería de tácticas y estrategias para enfrentarlo–, porque nadie está dispuesto a defender corruptos. Siempre y cuando los corruptos lo sean efectivamente y siempre y cuando aquellos hechos que se les imputan son juzgados por tribunales competentes, idóneos y dentro del marco de todas las garantías constitucionales.

Un gran norteamericano, Abraham Lincoln, escribió: “La razón, la fría, calculadora y desapasionada razón, debe aportar todos los materiales de nuestro futuro, apoyo y defensa. Ojalá dichos materiales se integren en la inteligencia colectiva, la sólida moralidad y, en particular, en el respeto a la Constitución y a las leyes”.

No han sido ejemplos de respeto a estos principios ni el caso de Lula, ni el de Glas, ni el de Cristina Fernández, por citar los más sonoros. Es persecución política trasvestida, con objetivos infamantes y finalidades proscriptivas, que solo buscan destruir la relación del dirigente con su pueblo.

Es al campo nacional y popular al que corresponde, entonces, resolver el intríngulis de cómo plantarse desde la política frente a estas maniobras. Tal es la clave de la cuestión. Las operaciones infamantes son la infantería que abre el camino para que pueda operar el otro de los tentáculos de la maniobra: los jueces sesgados.

Lula da Silva (Reuters)
Lula da Silva (Reuters)

Otro norteamericano notable, anterior en el tiempo, George Washington, dijo que “...las armas de fuego son las segundas en importancia, tan solo después de la Constitución; ellas son los dientes de la libertad de la gente” (primer presidente de los Estados Unidos entre 1789 y 1797, para poner la cita en su contexto temporal).

Hoy debemos tejer la malla de protección popular que sirva para desarticular estas infamantes maniobras. Y el lawfare –como iremos viendo a lo largo de estas páginas– de nuevo tiene poco, aunque lo vistan distinto para camuflarlo y hacerlo más dañino.

Lo cierto es que la corrupción, de la mano de la difamación, la calumnia y la injuria, dejó el limbo filosófico de la moral y la ética para bajar periódicamente al pedestre mundo del debate político pre-eleccionario. Ya no es solo el objeto de discusiones en el plano moral o ético; es además un valor electoral. Esto es innegable. Y, lamentablemente, lo administran los intereses sectoriales concentrados de las hegemonías mediáticas.

Es el poder, casi en estado puro. Inmenso e intenso. Edificado ladrillo sobre ladrillo gracias a las dádivas y prebendas que los grupos monopólicos recibieron y siguen recibiendo de la “clase política”, parte de la cual miraba para otro lado mientras ellos levantaban ese muro de ignorancia y desinformación que es la comunicación actual. La otra parte de aquella “clase” directamente no entendía el juego en el que andaba.

El infundio como forma de hacer política en la Argentina (y como forma de ser informador) es arma añeja de los conservadores del statu quo, de los poderosos, de quienes pueden hacer daño de verdad. Para ello se valen del manejo combinado de lawfare, medios, post-verdad, y candidatos electorales propios que procuran recoger en votos el descrédito y la desesperanza que genera la infamia en los sectores populares; para ir por la primera magistratura de la República, para imponer modelos financieros y extractivos de neto corte neoliberal, o para ir al Congreso a defender y votar y hacer votar leyes contra el pueblo.

Trataremos de detectar los túmulos que nuestra historia nos pudiera haber dejado en su transcurso. En El último encuentro, un deslumbrante escritor húngaro del siglo pasado, Sándor Márai, escribió: “Todo ocurre siempre porque sí, y de la manera que tiene que ocurrir, de la manera que puede ocurrir, esa es la verdad. No vale la pena indagar los detalles, cuando ya todo ha terminado. Pero en lo esencial, en lo verdadero, sí que vale la pena indagar, porque si no, ¿para qué he vivido?”.

En esos detalles de lo esencial nos detendremos, para no errar, para no volver a equivocar el camino.

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