En este capítulo analizaremos algo bastante singular en los regímenes democráticos: el mero hecho de votar, de concurrir a las urnas, produce un efecto muy particular en los ciudadanos que es renovar la esperanza y construir legitimidad de origen. Al reproducirse el momento crítico de la democracia, que es la selección del liderazgo mediante el voto popular, crece en los representados la sensación de que sus demandas van a ser escuchadas. Esta idea constituye un principio básico y se sostiene en la confianza de que aquellos a los que se les delegan los recursos van a entender más claramente cuáles son las prioridades y van a utilizar sus capacidades, instrumentos e ideas para responder a ellas. En general, todo eso no sucede. Sin embargo, a pesar de la experiencia empírica, la democracia conserva esa magia, ese efecto casi único, de mantener la ilusión. Y así, sin importar cuántas veces uno se haya decepcionado, espera concurrir nuevamente a las urnas con la esperanza de que en esta ocasión será escuchado.
Las elecciones de este 2019 ofrecen de nuevo esa oportunidad: que la democracia salga al rescate de la Argentina. Y de esta forma, mediante el voto popular, ungir a un nuevo gobierno con plena legitimidad. Aquí es necesario referirse a dos conceptos: la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio. La primera es la condición a la que acceden ciertas personas por el solo hecho de haber sido elegidas de acuerdo con un conjunto de reglas. Se llega a través del proceso electoral por el cual el pueblo, que es el soberano, elige a sus representantes y les delega su poder. Ese poder es intangible y le otorga al representante un stock de capital político que se expresa en la confianza y la influencia que el gobernante ostentará durante su mandato. Para algunos, este capital es estático. Es decir, no merma, ni aumenta a lo largo de la gestión. En cambio, hay quienes lo consideran dinámico, es decir, que puede reproducirse o perderse según el contexto y de acuerdo con cómo sea invertido. Lo que determinará esa variación es la capacidad de los representantes para satisfacer, al menos parcialmente, las demandas de la sociedad. Cuando esto ocurre, es decir, cuando un gobierno utiliza su capital político y los recursos públicos para responder a las exigencias de la ciudadanía, se da lugar a otro intangible: la legitimidad de ejercicio. Es otra fuerza vital e invisible de la democracia que tiene el efecto de regenerar el capital surgido del voto popular. Existen, de todas formas, regímenes con legitimidad de ejercicio, pero que carecen de legitimidad de origen. Esto sucede cuando el mandato no es delegado por el resultado de una elección. Sin embargo, la legitimidad de ejercicio, que surge de la capacidad de dar respuestas a los reclamos de la ciudadanía, les permite mantenerse en el poder. En un país como la Argentina, que arrastra una larga historia de inestabilidad, esta facultad del sistema democrático para generar esperanza y reproducir la sensación de que las demandas serán escuchadas es fundamental.
Pasadas más de tres décadas desde el retorno a la democracia, muchos han sido los logros; por ejemplo, la estabilidad institucional, el establecimiento de los derechos humanos como principio fundamental del orden democrático, la superación de conflictos limítrofes en el marco de la integración regional y la implementación de nuevos programas sociales focalizados en aliviar la extrema pobreza. Sin embargo, las asignaturas pendientes son enormes, pues la política es casi siempre parte del problema y casi nunca parte de la solución. En efecto, hemos acumulado fracasos muy significativos, materializados en síntomas de problemas profundos y estructurales del sistema político local: dos hiperinflaciones, un megadefault, expropiaciones masivas y controversiales, fragmentación del sistema político, fuerte polarización social, un nivel de desigualdad incompatible con una sociedad moderna y democrática, y una insólita pasividad ante el avance de la amenaza de gobernabilidad más grave que enfrenta la Argentina en muchísimo tiempo: el fenómeno del narcotráfico. A pesar de este balance negativo, de ninguna forma el país está condenado a la decadencia, aunque su éxito requerirá múltiples esfuerzos. Los destinos de los pueblos no están predeterminados, sino que son consecuencia de decisiones estratégicas tomadas en el contexto de coyunturas críticas. Hasta ahora ningún gobierno ha logrado sacar al país de su largo declive, pero quizá por el pasado doloroso de los regímenes de facto, así como por la ausencia de actores autoritarios, la democracia sigue representando ese único camino de salvación. Aquel que genera, a través del voto popular, una nueva ola de esperanza.
En este capítulo vamos a trabajar cuatro puntos que nos permitirán entender el modo en que el sistema democrático se estructura para conservar esa capacidad de renovar periódicamente esta ilusión. El primero intentará responder para qué sirven las elecciones; en segundo lugar, analizaremos las condiciones necesarias para construir legitimidad de origen y de qué modo puede transformarse en legitimidad de ejercicio; luego, profundizaremos el concepto de capital político y la importancia de los acuerdos para la gobernabilidad; finalmente, veremos cómo opera la esperanza de la ciudadanía dentro del proceso democrático.
Las elecciones sirven para construir y distribuir poder
Los procesos electorales sirven para elegir autoridades dentro de un sistema democrático. Sin embargo, esa no es su única función. Mediante el voto popular la sociedad también tiene la posibilidad de expresar sus matices. De esta forma, se plasman las diferencias que la ciudadanía personifica en los distintos actores políticos. Esto es así porque no existen sociedades con unidad absoluta de criterios. La política implica siempre arbitrar intereses contrapuestos. Esto se expresa más y mejor en los sistemas democráticos, mientras que en las dictaduras las disidencias suelen reprimirse al imperar los criterios y premisas de una clase, facción o actor predominante que no permiten a los demás actores expresar sus preferencias de manera orgánica y libre. A través de las elecciones, entonces, no solo se construye la autoridad, sino que también se distribuye el poder en consonancia con esas diferencias. Así es como, por medio del voto popular, se decide quién gobierna, quién controla al que gobierna y, sobre todo, cuántos serán los que controlen.
En las urnas, la sociedad informa a la clase política sobre el peso relativo de la confianza que le otorga a cada una de las partes que participan en la contienda. Es un mensaje que no es consciente, pero es un mapa de preferencias, un balance de poder, que debe ser leído con mucha atención por quienes gobiernan y también por quienes votan. La noche de la elección da como resultado una postal acerca de cómo somos los argentinos, que si bien no es una imagen exhaustiva, permite al menos conocer cómo nos expresamos frente a determinada oferta electoral. Allí quedan plasmadas las principales demandas de los votantes. Que una persona resulte ganadora, sin embargo, no implica que los votantes estén plenamente de acuerdo con sus propuestas. Muchas veces sucede que la oferta de candidatos no alcanza a satisfacer las demandas de la ciudadanía y cuando esto ocurre se dice que los votantes eligen “el mal menor”. Este escenario incluso está contemplado en la estrategia electoral de los postulantes. Por esta razón, es importante que tanto ganadores como perdedores realicen una lectura correcta del mensaje que están dando los votantes en las urnas, dado que allí se concentra una cantidad muy distinta de motivaciones y la interpretación de ese voto deberá ser cuidadosa para respetar al ciudadano en su decisión, que es efectivamente soberana. Una lectura errónea puede derivar en problemas importantes y en fallas a la hora de distribuir el poder.
En la Argentina ha ocurrido muchas veces que quienes resultaron ganadores de una elección minimizaron el peso relativo de ese mensaje y asumieron su mandato con la vocación de ejercer el poder de manera unilateral, como si se tratara de un nombramiento divino. Esto se debe a que la Constitución argentina otorga a nuestra institución presidencial una enorme cantidad de poder y recursos. El Poder Ejecutivo es el epicentro de la política argentina y tiene además de iniciativa parlamentaria, el poder de veto, por ejemplo. Pero la propia naturaleza del poder hiperpresidencial puede poner en riesgo la gobernabilidad al concentrar demasiadas facultades en el presidente, en detrimento de los otros poderes. Esto hace que el Ejecutivo sea débil y fuerte al mismo tiempo, ya que lo expone demasiado y hace que su figura se deteriore frente a la presión de diferentes actores políticos, en particular gobernadores –y sobre todo de provincias sobrerrepresentadas–, y por todos los actores sociales que ejercen su capacidad de veto ante cualquier reforma, en especial aquellos que están mejor organizados, como los sindicatos. El politólogo Guillermo O’Donnell definió este fenómeno con el concepto de “democracia delegativa”: cuando los líderes se creen con el derecho y hasta la obligación de decidir qué es bueno para el destino del país, sin aprovechar los mecanismos de deliberación ni la formación de consensos. Se mezclan la solución o la mejora de algún aspecto específico con los resultados de las elecciones: el que gana tiene razón. Esto sesga las prioridades de política pública hacia el objetivo de salir victorioso en las urnas.
Durante su gestión, Mauricio Macri llevó esto al extremo al sintetizar en una persona, Marcos Peña, los roles de jefe de Gabinete de ministros y de la campaña electoral. Por eso, poco importa el “calendario” stricto sensu, pues las decisiones de los gobiernos las determina, directa o indirectamente, el objetivo de maximizar la cantidad de votos. Se trata de un juego perverso, en el que la sociedad ingresa en un proceso de inercia delegativa sobre el presidente: solo exige, nunca propone. El mandatario absorbe, jerarquiza y trata de responder a las demandas según algún tipo de criterio, pero siempre con soluciones momentáneas. Como consecuencia, la ciudadanía queda insatisfecha, ya que ni una cantidad mínima de todas esas cuestiones puede ser canalizada en la práctica. Así, el presidente, que asumió convencido de que era un agente de transformación, termina convertido en un simple obstáculo, perdido en el laberinto de una agenda a corto plazo, trabada, que influye marginalmente en el desarrollo de país. En conclusión, la ilusión de manejar casi la suma del poder público deviene en una decepción cuando se advierte que no sirve para resolver los problemas más urgentes, ni para desarrollar transformaciones sistémicas. No depende de las personas, se trata de una cuestión de diseño institucional distorsionada en la práctica por valores, ideas, hábitos y costumbres muy arraigados. Pero nada de eso está en el sistema democrático, que es simplemente un método para seleccionar dirigentes políticos dentro de un conjunto. Por eso es necesario resaltar que su peso es relativo, ya que implica la existencia de un balance de poder que deberá distribuirse de acuerdo con los matices expresados por la ciudadanía en su voto. Nadie gana todo aunque triunfe, ni nadie pierde todo, aunque pierda. La experiencia histórica sugiere que, al margen del diseño institucional específico que finalmente tome un sistema determinado –por ejemplo, presidencialismo o parlamentarismo, federalismo o centralización, elección de diputados por representación proporcional o por distritos uni- o binominales–, la democracia requiere un acuerdo previo entre las principales elites de una sociedad en el que se comprometan a respetar las reglas a partir de las cuales se genera y distribuye el poder por un tiempo determinado. Dichos arreglos básicos, prepolíticos –pues son requisitos para que luego puedan dirimirse las diferencias y los conflictos–, deben quedar fuera del debate político. Están diseñados para encauzarlo, organizarlo, jerarquizarlo, canalizarlo. Para eso, por ejemplo, deberían servir los partidos y otras organizaciones representativas de intereses: sindicatos, cámaras empresariales, asociaciones de consumidores, etc.
En resumen, ¿para qué sirven las elecciones? Para construir y distribuir el poder, para informar respecto de las preferencias de los ciudadanos, para generar un balance de poder y para que una vez más quede plasmado que ninguna sociedad, mucho menos la argentina, es uniforme, ni homogénea. Por el contrario, es una sociedad con múltiples matices y divisiones que no llegan a ser expresados totalmente a través del voto. Por esta razón, hacen falta otros mecanismos de participación complementarios que fomenten el debate de modo que esas diferencias puedan ser efectivamente expresadas, con el fin de enriquecer la política pública. Si el pueblo “no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”, ¿cuál es entonces el lugar de los mecanismos de democracia directa, como los referéndums, los plebiscitos o las consultas populares? Hemos aprendido que, en muchas circunstancias críticas, la expresión de la ciudadanía sobre un tema específico puede contribuir no solo al fortalecimiento de las instituciones democráticas, sino incluso a evitar situaciones muy conflictivas, hasta violentas. Por ejemplo, en 1984 votamos por amplia mayoría ratificar el acuerdo por el canal de Beagle, que impulsó la transición a la democracia tanto en la Argentina como en Chile, al remover el principal motivo de conflicto bilateral y acotar de ese modo el papel y la influencia de las respectivas fuerzas armadas. Poco tiempo después, en 1988, Chile votó NO a la continuidad del régimen de facto de Augusto Pinochet, impulsando el retorno a un régimen democrático, que se convertiría en el caso más exitoso tanto política como económicamente de toda la región, aunque, obviamente, esté colmado de problemas. Vale aclarar, de todas formas, que los mecanismos de democracia directa pueden también precipitar agudas crisis regionales o locales, como en los casos del Brexit, cuando en junio de 2016 los británicos decidieron abandonar la Unión Europea después de cuatro décadas y el freno al proceso de paz en Colombia, que ese mismo año demostró el rechazo de la sociedad colombiana a los acuerdos firmados por el entonces presidente Juan Manuel Santos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En ambos casos, pues, quedó de manifiesto un profundo desacuerdo en las respectivas sociedades precisamente gracias a estas formas de democracia directa.
Esto nos lleva a otra pregunta: ¿por qué es tan importante esta elección? Porque la sociedad argentina tiene la oportunidad de construir y distribuir, una vez más, poder entre quienes decidieron competir, y enviar un mensaje a la clase política. Tendría incluso la posibilidad in extremis de no votar o, como sucedió en las elecciones de octubre de 2001, de emitir un “voto bronca” –que representó entre el 26% y el 40% de sufragios en blanco, en varias provincias–, como forma de expresar su insatisfacción respecto de los candidatos. Cuando un número significativo de conciudadanos toma esta decisión, el mensaje implícito debe ser escuchado: aquella reacción popular fue el antecedente más importante del “que se vayan todos”. Aun antes del corralito y del colapso final de la convertibilidad, el comportamiento electoral permitió advertir la gravedad de la crisis. Fracasó luego la política en responder con decisiones efectivas al mensaje de las urnas. Pero si entre la oferta existente alguien gana y alguien pierde, quiere decir que la sociedad, incluso sin haber estado cien por ciento satisfecha, eligió alguna de las opciones. Por fortuna, en nuestro país siguen predominando los que apuestan por la democracia como la forma de interactuar política y culturalmente. Bienvenida, entonces, esta nueva oportunidad de ir a las urnas para construir una vez más legitimidad de origen con nuestra decisión.
Legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio
Un gobernante tiene legitimidad de origen cuando su mandato surge como resultado de una elección. Esa legitimidad es fundamental y sin ella el sistema no funciona. Quien ejerce autoridad lo hace gracias a ese voto mediante el cual los representados le delegamos la capacidad de representarnos. Esa legitimidad de origen, entonces, surge de un hecho fundamental en el que todos somos iguales. Las elecciones son el momento de mayor igualdad de una sociedad, porque no importa quiénes son nuestros padres, dónde trabajamos, dónde estudiamos, dónde vivimos, cómo hablamos, de qué color es nuestra piel, ni cuál es nuestra religión; todos los votos valen uno. Aun en sociedades tan desiguales como la argentina, las elecciones brindan la oportunidad de que cada uno exprese libremente sus preferencias. Y eso le da a la legitimidad de origen una fuerza inigualable, ya que surge de una instancia absolutamente igualitaria en el proceso político. Pero, como ya mencionamos, con la legitimidad de origen no alcanza. El capital político que surge de ese día se puede licuar de forma rápida y hay muchos riesgos de que eso ocurra, sobre todo en un país con problemas históricos de gobernabilidad. En este sentido, se puede decir que a menudo la gobernabilidad depende más de la legitimidad de ejercicio que de la legitimidad de origen. Cuando un gobierno, a través de su gestión y de sus políticas públicas, consigue satisfacer al menos una parte de las peticiones de sus representados, logrará ese intangible necesario para gobernar que es la legitimidad de ejercicio. No es llamativo que gobernantes no legítimos en su origen se vean expuestos a crisis de gobernabilidad, pero los que fueron elegidos por el voto popular también están sujetos al mismo riesgo. La historia argentina está repleta de casos de mandatarios que entran en dinámicas autodestructivas, que terminan erosionando su capacidad de acción y afectando su legitimidad de ejercicio.
Abundan los ejemplos de gobiernos débiles en nuestra historia, como los de Arturo Frondizi y Arturo Illia, cuya llegada al poder estuvo determinada principalmente por el hecho de que el peronismo se encontraba proscripto, más que por sus atributos como candidatos, lo que derivó en presidencias que carecieron tanto de legitimidad de origen, como de legitimidad de ejercicio. Frondizi llegó a la presidencia en mayo de 1958 tras los comicios convocados por el mandatario de facto Pedro Eugenio Aramburu. Su triunfo fue posible gracias a un pacto secreto con el exiliado líder del Partido Justicialista que, a pesar de estar proscripto, conservaba un gran poder electoral. Presionado por los militares y con un contexto internacional volátil, su mandato estuvo signado por la inestabilidad política. Fue derrocado por un nuevo golpe cívico-militar en marzo de 1962. Una suerte similar corrió Arturo Illia, que fue elegido presidente un año después, en 1963, en elecciones organizadas por el gobierno de facto de José María Guido, que mantenía la prohibición sobre el peronismo y a Frondizi detenido en la isla Martín García. Como resultado, el voto en blanco alcanzó el 19% en esa oportunidad. Tres años después, en junio de 1966, otro golpe de Estado lo sacó del poder. El gobierno de Fernando de la Rúa, por su parte, es el ejemplo de una gestión que llegó al poder con legitimidad de origen, pero no logró legitimarse en su ejercicio. Tras ganar las elecciones de 1999, la Alianza conformada por la UCR y el FrePaSo (Frente País Solidario) comenzó a mostrar las primeras señales de descalabro durante el primer año de mandato con la renuncia de su vicepresidente, Carlos “Chacho” Álvarez. Ese hecho sumergió al gobierno en una crisis política que, sumada a la crisis económica, erosionó su poder y derivó en la renuncia de De la Rúa y posterior escape en helicóptero en diciembre de 2001, en medio de huelgas, saqueos y un clima de inestabilidad generalizado.
El caso de Néstor Kirchner, en tanto, sirve para graficar lo contrario. Si bien su legitimidad de ejercicio fue ganando efectivamente peso específico, comenzó con una legitimidad de origen débil, ya que perdió en primera vuelta con el 22% de los votos en las elecciones de 2003, y llegó a la presidencia sin poder competir en el balotaje, al bajarse Carlos Menem. Tuvimos, también, gobiernos que llegaron fuertes, pero que se debilitaron gradualmente, como el de Raúl Alfonsín, que tuvo mucho poder al comienzo de la transición democrática, pero que, a raíz de los problemas económicos, las sublevaciones militares y los trece paros generales de la CGT, terminó con hiperinflación, situación que lo empujó, como a De la Rúa, a su retiro anticipado. “No pude, no supe, no quise”, es quizá la frase que más sigue impactando de todas las que pronunció Alfonsín, porque expresa con sencillez la frustración de alguien que estaba convencido de que con la democracia bastaba para resolver los principales problemas de la sociedad. Su compleja y turbulenta presidencia, que dio fin a más de cinco décadas de oscilaciones entre gobiernos democráticos y militares, nos enseñó que, además de contar con legitimidad de origen, es igual de importante –o más– tener legitimidad de ejercicio. Nos demostró que el mero hecho de votar no produce automáticamente el capital político necesario para brindar los bienes públicos esenciales –educación, salud, justicia, seguridad, infraestructura básica y cuidado del medio ambiente–, sino que gobernar implica, en la práctica, una enorme capacidad por parte del Estado, tanto nacional como provincial e incluso municipal, para gestionar y crear los acuerdos necesarios para dar respuestas reales a las demandas de la ciudadanía.
Capital político, balance de poder, acuerdos y gobernabilidad
La democracia permite darles poder a los gobernantes a través del voto. No es ni más ni menos que el capital político que viene de la mano de la legitimidad que otorgan las elecciones. Está representado, por un lado, a través de la masa de recursos que son delegados al ganador de la contienda para que pueda gobernar e intentar responder a las demandas de la sociedad. Pero también ese stock de capital político dependerá de la capacidad de los representantes para hacer política, es decir, para construir acuerdos y alianzas con el objetivo de garantizar la gobernabilidad. El desafío es invertirlo con inteligencia. Si eso no sucede, los gobiernos corren el riesgo de reducir su poder o, incluso, desperdiciarlo. ¿Por qué hay presidentes que llegan débiles, sin aire, a la mitad de sus mandatos? Porque no logran generar los acuerdos que les permitan trabajar para satisfacer las demandas de la sociedad. Cuando esto ocurre, las elecciones de mitad de término funcionan como termómetro. Cuando la ciudadanía le quita su voto al oficialismo de turno, es probable que surjan problemas de gobernabilidad. En cambio, si ese stock de capital político se invierte con inteligencia y se hace buena política, no solo se mantendrá en el tiempo, sino que también podrá incrementarse. Esto ocurrirá en función de los resultados obtenidos en la gestión, pero también dependerá de los acuerdos, coaliciones o mecanismos de cooperación con actores domésticos o internacionales que se generen en pos de garantizar la gobernabilidad. Esto, a su vez, requerirá una organización racional del aparato del Estado, con recursos humanos, tecnología de la información e infraestructura adecuada. De esto último carecía la Argentina cuando gobernó Alfonsín y, lo que es aún muchísimo peor, llegamos hasta nuestros días sin haber construido ese requisito básico para lograr un mínimo umbral de gobernabilidad democrática. Por eso en la Argentina fracasan todos los gobiernos. Peor aún, muchos creen que con un salvador (un “Riquelme” o un “Cavallo”), las cosas se podrían arreglar casi mágicamente. O suponen que hacen falta más aguante, sacrificios personales, sufrir una larga travesía en el desierto para alguna vez, no se sabe bien por qué, estar mejor. De lo que se trata es de hacer Política con mayúsculas. De pensar y actuar estratégicamente. De armar en serio –en vez de declamar– equipos profesionales, plurales y competentes de política y de gestión. En la Argentina fracasan todos los gobiernos en parte porque los presidentes, al margen de su identificación partidaria o inclinación ideológica, creen casi siempre que no tienen que compartir el poder con nadie, que tienen que “cargarse el país al hombro” y terminan aislados y debilitados, imaginando conspiraciones –que a veces existen– y mascullando bronca y frustración. Es habitual la referencia a la necesidad de tener políticas de Estado, acuerdos de gobernabilidad, comunes denominadores que permitan evitar los clásicos movimientos pendulares que nos caracterizan como sociedad. Pero por diferentes motivos seguimos postergando ese debate: nunca es “el momento apropiado”, no hay “con quién pactar”, “todo el mundo pide, pero no está dispuesto a ceder nada”.
Sin embargo, no está claro qué se debe pactar, ni quiénes deben estar involucrados. Para no ir hacia un nuevo fracaso, es imprescindible que comprendamos qué es un pacto, sus alcances y beneficios. Desde el Pacto Roca-Runciman hasta el Pacto de Olivos, pasando por el memorándum de entendimiento con Irán, el término “pacto” es, para los argentinos, sinónimo de contubernio, una suerte de mala palabra. Esta peculiar concepción contradice la moderna teoría democrática y hasta la aplicación de modelos matemáticos a los estudios estratégicos. En particular, desde comienzos de la década de 1960, proliferaron una enorme cantidad de investigaciones que demostraron que los acuerdos entre elites para solucionar conflictos políticos, económicos, sociales y culturales pueden ser exitosos, sustentables en el tiempo y hasta capaces de modificar conductas confrontativas. La clave de estos acuerdos es el horizonte temporal de los actores involucrados. Pactar significa ceder algo de forma inmediata para obtener un beneficio mucho mayor a mediano y largo plazo. La gran duda consiste en si las reglas del juego, que son la base de cualquier acuerdo, habrán de mantenerse. Por lo general, los argentinos priorizamos, tanto individual como colectivamente, el aquí y el ahora, al margen del impacto futuro de esos comportamientos tan cortoplacistas. Un desafío que nuestro país tiene por delante en este terreno es el de la construcción de confianza, de affectio societatis, de sentido de pertenencia al sistema político y de respeto por el otro. El acuerdo puede ser una maravilla técnica y estar escrito de la mejor manera posible, pero si no existe una vocación explícita de cumplirlo por parte de los involucrados, no sirve para nada.
Este es otro de nuestros grandes conflictos: estamos acostumbrados a que, tras la firma del acuerdo, la misma persona que lo rubricó comience a violarlo. Eso ocurrió, por ejemplo, con Menem y sus intentos de re-reelección. La barrera más importante a romper, no obstante, es la de entender que uno pacta con lo que hay, no con lo que quiere. El acuerdo se hace con el diferente, con “el otro”, a quien hay que reconocerle legitimidad y representatividad. Ese sí es un obstáculo muy serio, pues en la Argentina tanto los partidos como las corporaciones, y en general la sociedad, están fragmentados. Esto dificulta no solo la negociación, sino la capacidad de hacer cumplir el contenido de lo acordado por parte de los miembros de un determinado grupo. En consecuencia, administrar la “cosa pública” conlleva, por supuesto, hacer política. Sin embargo, algunos siguen defendiendo la tesis que supone que “aislarse de la política” o hacer las cosas como en el “sector privado” es mejor que meterse en el “fango”. Esto implica, ciertamente, desconocer la naturaleza de lo público y conspira, además, contra la posibilidad de aumentar el stock de capital político. Lo público por definición es político. Esto no quiere decir que no existan instrumentos o prácticas del mundo privado que alimenten lo público y viceversa. Pero de ninguna manera se puede gestionar en el Estado de la misma forma que en el sector privado, porque son ámbitos absolutamente distintos. Por esta razón, la política argentina debe hacer el esfuerzo por comprender que es necesario ceder para lograr por fin salir de la decadencia secular en la que estamos metidos y acordar reglas que nos permitan funcionar mejor. Se trata, nada menos, de buscar construir consenso, no de imponer la voluntad de unos pocos, ni ciertas lógicas a la gestión pública. Puede o no salir bien, pero es una dinámica política en la cual uno tiene que resignar y pragmáticamente buscar puntos en común, comunes denominadores. Si seguimos en la postura actual de polarizar con el otro, lamentablemente la inercia política va a seguir generando gobiernos débiles. Y la agenda de desarrollo, la agenda más estratégica que este país continúa sin discutir, va a seguir siendo postergada.
La sociedad renueva su esperanza en las urnas
Como vimos, la esperanza es esa fuerza intangible que cada año electoral renueva la promesa de que las cosas pueden mejorar. Es una especie de energía renovada que le permite a la sociedad volver a tener expectativas, sentir que quizás esta vez será distinto. Al margen de quiénes festejen en la noche de una elección, la sociedad espera ese momento con la ilusión de que algo va a cambiar. No importa si será con globos en Parque Norte o con bombos en el Obelisco: ese día importa la magia que impulsa a la ciudadanía a las urnas para ejercer libremente su derecho a elegir. En este sentido, es preciso resaltar el bajo costo presupuestario que conlleva el proceso electoral si se tiene en cuenta el valor real y simbólico que se desprende de su resultado. Evidentemente, no es gratis, hay procesos administrativos previos y posteriores que tienen un costo, y lo deseable sería que el sistema fuera lo más austero posible. Sin embargo, por la importancia que tiene una elección para un país y la capacidad para otorgar legitimidad a los gobernantes, el sistema democrático no resulta para nada costoso y es, ante todo, efectivo. Se resume en un día: uno va, vota y listo. Todo eso es posible gracias al sistema democrático, que todavía conserva esa facultad, a pesar de sus fallas y sus costos. Pero aquí podemos preguntarnos: ¿cuánto vale esa esperanza? ¿Cuáles serían las consecuencias de una sociedad despojada de la expectativa de que en una fecha, gracias a su voto, las cosas mejorarán? Aunque sea una parte. Eso es lo que creen muchos de los que van a votar y que a pesar de tantas desilusiones vuelven a confiar, una vez más, en la democracia.
En suma, este primer capítulo se concentró en un aspecto fundamental de la sociedad argentina: a pesar de la incapacidad de los distintos gobiernos para responder a sus demandas, la ciudadanía conserva una enorme confianza en el sistema. No existe en el país ningún actor relevante que cuestione la lógica de la democracia, ni se vislumbra una rebelión o rechazo antielites como las que existen en otros países, aun con regímenes más maduros y, al menos hasta hace poco, formalmente más sólidos. Y si bien no puede suponerse que esta situación vaya a durar eternamente, mirando lo que ocurre en la región y en el mundo, y considerando nuestra traumática historia de golpes militares y amagues autoritarios de izquierda y de derecha, vale la pena señalar la inexistencia de amenazas efectivas al orden democrático, y eso no es algo menor. La democracia distribuye y construye poder, les da legitimidad de origen a los representantes del pueblo, construye recursos de capital político y renueva la confianza en la capacidad que tiene el sistema político de solucionar, al menos en parte, los problemas de la sociedad. Y a pesar de todos sus defectos, el día que vamos a votar ratificamos nuestra decisión de vivir en un Estado de derecho, porque, como dijo el ex primer ministro británico Winston Churchill, “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”.