Eduardo de Lázzari no sorprendió mucho a quienes conocen su recorrido, sus movimientos en la Suprema Corte bonaerense y las tensiones de arrastre con el gobierno provincial. Es un hombre con muchos años en la Justicia y kilometraje político de sobra: difícil que no imaginara el impacto de sus dichos sobre el "armado" de causas judiciales, potenciado rápidamente por Cristina Kirchner, que lo tomó como un aporte a su discurso como víctima de persecución político-judicial. Difícil, también, que la campaña no lo sacudiera como eje de una operación política.
De Lázzari ocupa cargos de peso por partida doble en la provincia. Preside este año la Suprema Corte y la Junta Electoral. Con ese cortinado institucional de fondo, habló ante colegas sobre causas amañadas, "abuso" de testigos protegidos o arrepentidos, influencia de "factores de presión" -aludió directamente a la prensa- y dictado de "condenas mediáticas". Sus declaraciones trascendieron de arranque en circuitos kirchneristas y, para coronar, la ex Presidente las difundió por las redes sociales.
No está claro cuánto impacto le produjo el modo en que se instaló su "denuncia" –de sentido práctico evidente, por el perfil de quienes amplificaron el tema y luego salieron en su defensa- pero sin dudas tuvo registro del mal clima que generó de entrada en algunos de sus colegas de la Corte. Uno de ellos, Héctor Negri, vicepresidente y decano del cuerpo, hizo público el malestar y recomendó no hacer política. Por afuera, recibió cuestionamientos y pudo exponer algunos apoyos: señal de que trascendía el juego palaciego.
El punto, para De Lázzari, fue el registro de que su movimiento había sobrepasado largamente los límites del circuito cerrado de la Justicia y del poder provincial. Eso, además del oleaje en la prensa, agregó cierto impacto público por el modo en que se acomodaron defensores y críticos de su posición y, de manera implícita, de su lugar como jefe del Tribunal. Si el suyo era sólo un mensaje para el mundo de la política, el objetivo había sido desbordado.
Otros capítulos anteriores de tensión tuvieron menos trascendencia para el público más amplio. Un ejemplo cercano: su batalla para tratar de frenar la llegada al tribunal de Sergio Torres. Había dado y perdido esa pelea junto a otro colega de origen político similar. Y resultó un roce con la gobernadora María Eugenia Vidal, que había logrado el aval pleno del Senado provincial al nuevo juez de la Corte.
Son días en que los recorridos de la política se mezclan con hipótesis y trascendidos más oscuros e inquietantes. Es sabido que De Lázzari fue funcionario de Eduardo Duahlde en la gobernación, en el área de Seguridad, y que llegó al escalón más alto de la justicia provincial con ese respaldo, hace más de 20 años. Hasta ahí lo público. Sus críticos de estas horas dicen que mantendría algunos de sus vínculos con lo que queda o se recicló de aquel tejido peronista. Y también con el entramado sindical, apuntan, aludiendo a Hugo Moyano, que expone su propio frente de preocupaciones judiciales.
De manera previsible, las reacciones en tiempos de campaña le sumaron volumen al episodio de su denuncia. Vidal le dedicó un fuerte y breve párrafo al juez y a sus dichos: le reclamó que si tenía denuncias concretas sobre causas armadas y otras prácticas por el estilo hiciera las denuncias concretas en la Justicia. Era básico: es una responsabilidad mayor como cabeza de uno de los poderes de la provincia. Ya se puso en marcha el mecanismo formal para que lo haga.
Cerca de Vidal, de todos modos, buscan bajarle el tono de lucha intra-poder entre la jefa política de la provincia y el titular de la justicia. En rigor, sostienen que no se trata de una ofensiva articulada, aunque reconocen que la respuesta de la gobernadora tiene fuerte eco por sí sola y porque el antecedente es una convivencia mala o al menos difícil con De Lázzari.
Pero además, parece evidente que la gobernadora siente cierta incomodidad o rechazo a este tipo de cruces, entre otras razones porque se agotarían en los círculos de poder y registrarían escasa cercanía con el común de la gente. Incluso cuando apunta al kirchnerismo –a la ex Presidente, por ejemplo- con foco en la corrupción, recurre a la mecánica de la contraposición entre modos de vida y de gestión.
Su exposición con este tema fue aprovechada para una carga por Alberto Fernández. El candidato ironizó con recomendaciones a la gobernadora para que no se "ofenda" por lo que había dicho De Lázzari y aprovechó para volver con los argumentos utilizados en defensa de la ex Presidente.
Fernández también reiteró un cuestionamiento globalmente razonable sobre la utilización de la prisión preventiva. Esa es una cuestión sensible, que el año pasado circuló incluso a modo de consulta como tema para debatir en el Congreso, pero no fue abordado. Un buen debate que quedó pendiente.
Con todo, no fue ese el núcleo de sus declaraciones. Al contrario, utilizó las municiones del titular del tribunal bonaerense, para desacreditar implícitamente las causas que involucran a CFK. Y tomó como muestra uno de los tres ejemplos que había dado De Lázzari cuando intentó reducir los alcances de su denuncia: la causa que se desarrolla en el juzgado federal a cargo de Alejo Ramos Padilla.
Fernández apuntó al caso D'Alessio: habló de causas armadas por "periodistas, jueces y servicios". Dio por buena la participación de periodistas en esos supuestos casos, con munición contra la investigación de la causa de los cuadernos de corrupción. Ninguna toma de distancia con un "armado" cargado de oscuridades y anticipado por operaciones políticas, que apuntan además contra los medios.
Resultó además llamativo que el candidato se expusiera de ese modo en momentos que, en la mesa de su propia campaña, se sugiere eludir rubros como ese, para no jugar el juego del oficialismo, y se recomienda afirmar la imagen más amplia que deberían aportar el propio Fernández y Sergio Massa. Eso, en todo caso, es táctica. La cuestión judicial asoma como una cuestión de fondo.