Hace treinta años, el 8 de julio de 1989, Carlos Menem asumía la presidencia de la Nación. Estuvo en el poder 10 años y cinco meses. Una cifra original y con etapas ilustrativas de ese récord de gestión presidencial ininterrumpida. Los primeros cinco meses correspondieron al adelantamiento del final de Raúl Alfonsín. Los seis años siguientes fueron el primer mandato con la vieja Constitución, el tramo exitoso con apoyo popular para su giro neoliberal, a tono con la época y para nada exclusivo en la región. Y los cuatro años últimos, con la Constitución reformada, marcaron su tránsito desde la máxima coronación política a la declinación inevitable del proyecto y de su propia proyección nacional.
El arribo a la Casa Rosada fue precedido por una pulseada final, al borde del precipicio, entre Alfonsín -en rigor con su representante, Rodolfo Terragno-, y Menem junto a algunos de sus operadores, después famosos: su hermano Eduardo, Alberto Kohan, Eduardo Bauzá. Fue una vertiginosa y angustiante transición, en medio de una crisis económica brutal, con negociaciones que combinaron códigos y también juego sucio, peligroso.
La historia que le iba dando forma a ese desenlace había empezado un año antes. Menem, de excelentes relaciones con Alfonsín, se había convertido en el principal competidor de la oposición, al derrotar en elecciones internas abiertas y muy concurridas a Antonio Cafiero, que aparecía como principal referente de la renovación peronista luego de desplazar a la UCR de la gobernación de Buenos Aires. Fue un sacudón político para analistas, funcionarios, dirigentes radicales y también, muchos, peronistas.
Menem no tardó en subordinar a todo el PJ, sin fronteras entre renovadores y ortodoxos ya con el poder a tiro de piedra. La heterodoxia y la enorme flexibilidad –en realidad, una fusión ideológica porque no todo es contradictorio- llegó después en el poder, con la suma de la UCeDé y otros sectores antes inquietos por el ascenso del gobernador riojano. La transformación del nuevo presidente en lo personal, visual, estético, también iba a ser notable: el poncho y las enormes patillas fueron dando lugar a los trajes impecables y al corte y peinado cuidados.
Antes, claro, había que subirse al barco y tratar de controlarlo. Y las aguas estaban muy difíciles, amenazantes, en parte por la conmoción de la crisis económica y en parte además por las maniobras y jugadas políticas, más abiertas después de las elecciones. Los comicios, precipitados por el mismo contexto, habían sido en mayo: Menem ganó con el 47,5 por ciento de los votos, diez puntos más que el radical Eduardo Angeloz.
Inflación disparada a casi el 200 por ciento, angustia social, reclamos sindicales, saqueos en el Gran Buenos Aires y en centros urbanos del interior –algunos con terminales en punteros peronistas y hasta en ex carapintadas- exponían a trazo grueso el clima denso de aquellas semanas. Y jugaron también como contexto y disparador final las operaciones de futuros funcionarios, algunos inicialmente con rango menor al esperado: Guido Di Tella habló de la apuesta a un dólar recontraalto y Domingo Cavallo operó con advertencias oscuras frente al mundo de los acreedores.
El ritmo de las negociaciones sobre la transición se aceleró entonces abruptamente. Estaba claro desde el inicio de las tratativas que era imposible sostener un tránsito tan extenso –entre mayo y diciembre- para que Alfonsín le pusiera la banda a Menem. Los encuentros entre las partes –públicos y reservados- habían ido modificando fechas. Desde el obvio 17 de octubre –considerado con sensatez muy lejos de los comicios de mayo- hasta el 30 de julio.
En eso estaban las conversaciones hasta que Alfonsín resolvió renunciar y precipitar el traspaso. Terragno recibió la llamada que le comunicaba esa decisión estando en La Rioja: se lo informó al presidente electo y los suyos, y se subió al avión de regreso.
Las crónicas de la época y testimonios posteriores de protagonistas de aquellas tensiones registran ese corte dramático. La vuelta precipitada de Terragno a Buenos Aires cerraba así la larga serie de especulaciones, que llegaron a tocar y a abandonar rápidamente hasta la posibilidad de una salida provisoria a cargo de Eduardo Menem. Clima de negociación y también de desconfianza. Menem no quería asumir golpeado por medidas amargas frente a la crisis. Alfonsín sentía que buscaban desangrarlo. Finalmente, la asunción fue adelantada para el 8 de julio.
De todos modos, hubo compromiso para garantizar las leyes que reclamara Menem antes de la renovación del Congreso. También, un largo silencio radical frente a las medidas que fuera imponiendo el nuevo presidente. Ninguna traba: no parecía haber margen social para otra cosa. En cambio, Alfonsín mantuvo el rechazo a amnistías generales para los jefes de la dictadura –detenidos a pesar de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida- y carapintadas. Menem después lo hizo mediante una seguidilla de indultos, que incluyeron a los responsables de Malvinas y a jefes de organizaciones armadas de los 70.
Todo indica que fue más que un golpe de mercado lo que ocurrió en ese tremendo 1989, pero visto en perspectiva resulta claro que significaría un quiebre profundo económico y político. Y ese giro tuvo como articulador, intérprete o exponente, según se prefiera, a Menem. Con sello personal, carisma y discurso directo –arrastrando aún pinceladas más bien mesiánicas de su campaña-, Menem expresó aquella ola de extensión regional calificada como populismo neoliberal.
La crisis había sido el cortinado de fondo por sus consignas de "revolución productiva" y "salariazo", además del convocante "síganme". Y marcó el inicio de su gestión. El país venía de sufrir una hiperinflación con Alfonsín y una segunda hiperinflación sacudió a Menem. Luego de fracasos e incertidumbre en su primer año y medio largo de gestión, puso en marcha el plan de Convertibilidad. Estabilizó la economía, se extendió hasta el final de su gobierno, con crisis y agotamiento visibles, y estalló con Fernando de la Rúa, con estribaciones sociales, económicas y políticas.
Aquellos éxitos iniciales le permitieron amalgamar una nueva coalición con el PJ como eje central e indiscutible. Junto con la Convertibilidad, entre los trazos más potentes se destacaron el alineamiento directo y hasta sobreactuado con Estados Unidos y la larga lista de privatizaciones, fuente a su vez de sonoros casos de corrupción: algunos de ellos siguen enredados hoy en trámites judiciales que parecen eternos.
El menemismo fue por supuesto más complejo que el resumen referido. Menem lo fue desde la forma de construir política a su alrededor –con el clásico de líneas internas enfrentadas que se compensaban y "carpa" abierta a todos- hasta la escenificación de ese poder, confundida con la enorme exposición de su vida privada. Una vida que incluyó tragedias cercanas y una gestión que también se vio sacudida por tragedias colectivas, los atentados a la embajada de Israel y a la AMIA.
El ciclo político de Menem a escala nacional quedó cerrado en 1999. Tardó algunos años en asimilar ese agotamiento: ganó con poco (24 puntos y monedas) las elecciones de 2003, en medio de escombros de la política, pero reconoció que el balotaje venía con pronóstico de derrota total y definitiva. Renunció a esa pelea y Néstor Kirchner fue consagrado presidente. Pero no renunció del todo a la política. Se replegó a su provincia y desde hace años, cada tanto, le hace valer su banca al peronismo en el Senado.
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