[Lo que sigue es un extracto del libro "El peronismo de la agonía", de Jorge Rulli. Editorial Biblos, 2019]
En 2005 me enteré de los suicidios de dos viejos compañeros. Uno de ellos es Horacio Bertuol, quien integró la Juventud Peronista de Merlo en los años difíciles de la primera Resistencia y que en la década de 1980 intentó la frecuente experiencia de volver al campo. El otro es Osvaldo Vanzini, uno de los fundadores del Comando de Operaciones de la Resistencia (COR), que presidía el general Miguel Ángel Iñiguez y que fuera una de las organizaciones legendarias que enfrentaron a la "revolución libertadora".
Cansancio, frustraciones, miseria, falta de reconocimiento y de respeto… nos imaginamos que son las situaciones que pueden haber aportado a tan desgraciada decisión. En medio de la banalidad y la desmemoria generalizada, la fiesta del progresismo de esos años hace aún más difícil la vejez de los precursores olvidados. No trato de justificarlos sino de entenderlos en un gesto de la memoria que tiene mucho de homenaje, y mucho también de duelo y de amargura.
Hoy vivimos, en medio de una estudiantina tardía y nostalgiosa, el jolgorio de un sector progresista que siente que después de años de tragar acíbar, de practicar travestismos en el PJ y de respaldar políticas neoliberales para no ser reconocidos diferentes pueden por primera vez asumir su identidad histórica sin tapujos ni enmascaramientos. Por supuesto que el mundo no es el mismo de cuando fueron jóvenes y ellos estaban llenos de discursos inflamados y juraban con tomar el cielo por asalto… Desde ya que tantos años de camuflarse como grossistas, menemistas, cavallistas, ibarristas y duhaldistas no han transcurrido en vano y, en el fondo, y a pesar de los dedos en V y de los carteles épicos, se saben cómplices de tantas traiciones habidas con la patria y con su pueblo, y unidos solo por la ideología setentista y por la dura disciplina de sobrevivir sacrificando la ética al pragmatismo de alcanzar el poder.
En el verano de 1975 estaba yo en Mar del Plata con mi familia, refugiado de la Triple A que había tratado de secuestrarme en la puerta de la casa de mi padre en el barrio de Palermo. […] Las cosas en la Argentina, en especial luego de la muerte de Perón, se habían puesto terriblemente difíciles. En aquellos meses finales de 1975 se preveía un desemboque espantoso a corto plazo, con golpe militar y represalias masivas. Sin embargo, en lugar de hacer algo para evitar ese desenlace, parecía que muchos de los principales protagonistas, como en una pesadilla, se hubiesen puesto de acuerdo para facilitarlo.
Fue en aquellas circunstancias cuando me enteré de que Juan Jacinto Burgos estaba también en Mar del Plata y que quería verme. […] Con los años y por sus dotes personales de liderazgo había ganado el reconocimiento de sus compañeros e integrado la Tendencia, donde lo habían promovido a delegado de la Regional VII de la Juventud Peronista. Sin duda que, entre otras cosas, Juan Burgos debía ser el jefe de los chicos de la Juventud Peronista de Santa Cruz. En aquellos momentos, ferozmente perseguido en su región, se había trasladado y operaba en la zona atlántica, sin lugar a dudas con importante jerarquía dentro de Montoneros. No me sorprendió que quisiera verme. Éramos viejos amigos y por encima de las diferencias que había entre nosotros nos guardábamos respeto y compartíamos preocupaciones. Pero no imaginaba yo en aquel momento qué podría querer decirme Juan. […]
Ese día Juan me confesó su desencanto con la organización, con quienes conducían todo hacia un desastre seguro, su falta de esperanzas personales, su cansancio de tantos errores y mentiras… Le pedí que se bajara de la "orga", que la abandonara… Me respondió que no podría hacerlo jamás, que lo suyo era un destino marcado, que había demasiados compañeros muertos como para desertar… Insistí porfiadamente y entonces fue cortante: me dijo que lo tenía resuelto, que iba a seguir hasta el final, aunque no creyera ni en las estrategias ni en los análisis políticos de Montoneros.
No insistí. Los silencios entre nosotros se hacían prolongados y densos… Fue cuando me mostró la razón de encontrarnos. Quería pedirme que no abandonara el peronismo, que no fuera tan torpe como ellos, que no me fuera. Le recordé entonces que toda la acción insensata que ellos llevaban adelante me hacía la situación cada vez más difícil, que por otra parte me sentía profundamente hermanado con las víctimas aunque hubiesen llevado adelante un plan criminal contra nuestro gobierno, y que por otra parte no se olvidara de que yo también, a mi vez, era ahora un perseguido. Entonces insistió y me dijo enfáticamente: "Nosotros estamos fuera, nuestra voz, nuestros mensajes, le llegan al Movimiento a lo sumo por una ventana, vos estás perseguido pero tenés la puerta abierta, no hay comparación, no cruces el umbral, te pido que no te vayas del peronismo. ¡Por favor!". Me sentí profundamente conmovido y guardé silencio, consintiendo.
No volví a verlo. Pocas semanas después cayó en un tiroteo con un balazo en la cabeza. Salió con vida del quirófano en el hospital de Mar del Plata, aunque inconsciente. Lo esperaba un helicóptero militar que se lo llevó con rumbo desconocido. Hoy es uno de los treinta mil desaparecidos. Su familia vive en México.
Juan Burgos jamás podría haber imaginado que treinta años después de aquel encuentro, sus compañeros exultantes por ocupar tantos puestos de poder político cantarían la marcha peronista en el Congreso Nacional, mientras otros, los que no nos fuimos, los que nunca cruzamos aquel umbral ni atentamos contra el gobierno de Isabel, parecemos condenados al voto del olvido y del ostracismo.
Hoy deberíamos sentir el derecho y el deber de reinterpretar aquellos acontecimientos, porque no podríamos jamás comprender el presente si no somos capaces de resignificar el discurso hegemónico que el pensamiento dominante impuso sobre ellos. Y con todo respeto por los luchadores de aquellos años, hermanos con los que compartí sueños e ideales, quiero ahora arriesgar una hipótesis que sé que traerá escozores, pero que me parece que debemos afrontar, al menos como una posibilidad más en el debate.
Montoneros no fue la izquierda del peronismo. Fue en todo caso, en la década de 1970, el intento neoperonista más lúcido para subordinar a la clase trabajadora a una conducción pequeño burguesa radicalizada y terminar con el mito y con la conducción de Perón. En otras palabras, tanto Montoneros como otras organizaciones armadas –y en especial a partir del momento en que pretenden erigirse como conducción del proceso– se manifestaron como un fascismo de izquierda generado por una clase media progresista, una clase capaz de producir, debemos reconocerlo, fuerzas y sueños únicos en el mundo. Sectores medios argentinos que arrastraban una herida histórica del ego, la de la noche de los bastones largos de Juan Carlos Onganía. Con aquella humillación a la elite intelectual de la Argentina en la vieja Universidad de Buenos Aires, donde se encuentra hoy la Manzana de las Luces, se instaló una semilla que fructificará años después con terribles consecuencias. Creo también que esos sectores medios hallaron en el modelo cubano, en el marxismo y en los paradigmas dominantes de aquellos años –me refiero al concepto de vanguardia, de lucha armada, de foquismo, y a la confusión entre lucha militar y revolución popular– las justificaciones que los llevaron a intentar conducir el proceso por sí mismos.
Debo aclarar que soy peronista histórico, que me formé en un contexto y en una cultura política en que el fascismo no era necesariamente una categoría peyorativa, sino apenas una alternativa autoritaria diversa a la del estalinismo, del falangismo o el nazismo. En este sentido, para mí siempre fueron manifestaciones de un fascismo de izquierda las columnas setentistas de jóvenes encuadradas por largas cañas e integradas por el activismo rebelde del peronismo. La instrucción militar miliciana era un método práctico para que esos insoportables libertarios de la base obrera peronista aceptaran la disciplina y aprendieran a obedecer a sus nuevos líderes, mayoritariamente provenientes de la universidad. La única vez que Montoneros hizo un serio intento por callarme, eufemismo de la época que puede traducirse por asesinarme, fue en 1972, en un barrio misérrimo de La Matanza, donde en una asamblea me atreví a decir que no podíamos ni debíamos permitir que los hijos de las señoras que hasta ayer buscaban sirvientas en ese barrio llegaran para reclutar aspirantes para su organización revolucionaria. Semejante frase casi me cuesta la vida. Fue como meter el dedo en la herida de algunos que en realidad eran parte de una elite y portaban apellidos ilustres que enmascaraban tras los apodos y los nombres de guerra.
Que disputáramos en medio de una situación prerrevolucionaria acerca de optar entre el camino de la insurrección o el de la guerra prolongada bajo el mando de un ejército y de un partido no eran temas menores ni inocentes. Nosotros apostábamos fundamentalmente a desatar las fuerzas populares, no a contenerlas ni a disciplinarlas.
En líneas generales, el sometimiento de gente de pueblo a una disciplina –y a una disciplina que no ha generado por sí, cuanto más todavía a una disciplina militar que terminó fijando hasta las relaciones íntimas, los deberes en el seno de las parejas y hasta el modo y la oportunidad de tomar el sol para broncearse– debería ser objeto de un análisis de clase por parte de los preocupados por la historia contemporánea. Sin embargo, que esa disciplina se haya ejercitado sobre un movimiento popular, libertario e insumiso y durante tantas décadas los intelectuales lo ignoren como hecho de estudio no puede dejar de llamarnos la atención.
Más que un olvido, pareciera una complicidad.
El fascismo sería la gestión militar de la energía social, el intento de instalar una gestión racional sobre la irracionalidad o tal vez sobre la no racionalidad. Sería aplicable, asimismo, al empeño pequeño burgués de pretender organizar la desorganización del pueblo, desorganización que es en realidad un prejuicio por exceso de cartesianismo. La desorganización popular –recordemos diciembre de 2001–, más que otro modo de organizarse, es en todo caso un modo no legitimado del cual desconocemos las reglas.
En este escenario de pensamiento, el "evitismo" fue, y lo sigue siendo, no más que una fantasía pequeño burguesa que sueña con hacer de aquel peronismo y de lo popular algo presentable para el pensamiento de izquierda. En aquellos años se confundía la revolución con la lucha militar, se proponía en suma contener y disciplinar al conjunto que expresaba algo que se nos escapaba de la comprensión racional, y que tiene relación con la fiesta popular y con nuestra capacidad de aceptar lo imprevisible y lo inconmensurable. El peronismo histórico fue eso, el subsuelo sublevado, el desorden, el magma social, el aluvión zoológico, como dijo alguna vez el radical Ernesto Sammartino. Él sabía de qué hablaba porque estaba del otro lado. Lo popular es siempre el caos, nunca el cosmos; es el caos creativo, generador constante de nuevas situaciones y oportunidades que algunos tratan de interpretar y que a otros les produce rechazo o repulsión. Perón jamás buscó realmente la institucionalización de su movimiento ni permitió que el país se institucionalizara sin el peronismo. Apostó siempre a los trabajadores y abortó toda solución mediante el recurso de desorbitar los procesos políticos. Porque su carisma se ejercía en el campo de la salvación, más que en el territorio cartesiano de las soluciones. Por eso es que aún la gente recuerda al peronismo por la sidra y el pan dulce, por la sonrisa de Evita y los brazos alzados de Perón. Los sectores medios se burlan, pero no estamos en el campo de la racionalidad instrumental. Estamos en el territorio de una Argentina profunda donde lo sacramental mantiene su vigencia y su potencia.
Los sectores medios siempre tuvieron problemas para comprender ese peronismo originario, o acaso tuvieron dificultades para enfocar la mirada del modo en que aquí se lo intenta ahora. A partir de la década de 1960 se buscó reinterpretarlo mediante el marxismo, y muchos lo aceptaron cuando a través de la mediación de John William Cooke se persuadieron de que el peronismo no era revolucionario, pese a lo cual resultaba imposible hacer en la Argentina una revolución sin él. De nuevo la imagen del gigante miope e invertebrado.
Ahora, treinta años después, deberíamos preguntarnos cómo se pensaba aquella realidad. Se pensaba sobre la base de los paradigmas que tenían vigencia antes de que colapsara la Unión Soviética, antes de que se cayera el muro de Berlín y que los sueños cubanos de una industria de escala se derrumbaran por falta de insumos.
Ese entramado de ideas rectoras y de cosmovisiones se derrumbó en el mundo, pero las fuerzas que se sostenían con ellas no han cambiado demasiado. En 2001 volvieron a tratar de "organizar" porfiadamente la fiesta popular y nuevamente trataron de conducirla, o en caso contrario liquidarla, que fue lo que hicieron con el proceso asambleario. Sigue siendo el fascismo de los sectores medios que no soportan el desorden de lo popular y que ahora aprendieron a construir simulacros democráticos para continuar por otros medios el manejo racional de la irracionalidad popular.
Aquella parte de la generación que sumándose al peronismo jamás llegó a comprenderlo en forma cabal estuvo en el gobierno con el kirchnerismo. Puede que los carteles montoneros asusten a los resabios jurásicos de la derecha y a los cavernícolas retirados de las Fuerzas Armadas, pero en realidad esa algarabía de estudiantina tardía es en buena medida, y hasta que demuestre lo contrario, la garantía de preservación del statu quo, o sea del modelo de la soja, de los servicios públicos privatizados, de los proyectos de minería por cianurización a lo largo de la cordillera, del mantenimiento de un sistema financiero basado en la especulación y manejado por la banca extranjera, así como del desprecio de los funcionarios por la pobreza extrema, por el hambre y la indigencia que crucifican a millones de argentinos.
El autor fue militante de la Resistencia Peronista tras el golpe del 55 y es uno de los fundadores de la primera Juventud Peronista. Estuvo preso durante la dictadura de Onganía y exiliado en los años del Proceso
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