Adelanto del esperado libro de Natalia Volosin: cómo funciona la máquina de la corrupción argentina

La prestigiosa abogada especializada en control de la corrupción escribió un imperdible análisis de lo que considera "el gran mal argentino". Infobae publica un extracto en exclusiva

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La primera conclusión de la configuración histórica de la máquina de la corrupción argentina es que estamos ante un problema estructural y fundacional íntimamente vinculado a nuestra saga de desarrollo inverso. No hubo un solo momento de la historia en que la corrupción funcionara como un problema exclusivamente público o privado. El poder político y el económico aparecen como elementos inseparables del mismo fenómeno, por lo que es absurdo sostener los prejuicios que aún predominan en los debates que tenemos sobre el tema.

Aunque la escandalosa década de 1990 generó una fase crítica que podría haberse aprovechado para hacer reformas estructurales, el funcionamiento de la máquina de la corrupción durante el gobierno de De la Rúa demostró que los problemas de voluntad política son mucho más complejos que lo que parecen. Pensemos cuánto más difícil les habría resultado a los Kirchner manejar la máquina si el gobierno de la Alianza hubiese mejorado algunas de las numerosas debilidades institucionales que la Argentina arrastra hace décadas y que en 1999 ya eran absolutamente evidentes.

El análisis histórico muestra que, para preservarse, el sistema penal es bastante astuto en la lectura del escenario político, lo que por supuesto incluye garantizarse impunidad para su propia corrupción. Si quieren saber qué pasará en una elección, antes de revisar encuestas, fíjense qué hacen los jueces y fiscales con las causas de corrupción. La justicia penal puede ser igual de efectiva para proteger a los poderosos funcionarios de turno durante años y para imputarlos, indagarlos o procesarlos en cuanto pierden una elección o se reduce significativamente su nivel de aprobación en la sociedad. La tolerancia con los grandes jugadores del sector privado es aun mayor, básicamente porque el poder económico es permanente. Los gobiernos deben saber que, sin reformas que superen el maquillaje y la remoción selectiva de los jueces y fiscales que resultan molestos para el poder, esto seguirá ocurriendo. Comodoro Py ya lo hizo dos veces en el pasado —después de Menem y después de los Kirchner—‌. Que nadie crea que no pueden volver a hacerlo.

Otra lección general es que, como era de esperarse, las elecciones no sirven para controlar la corrupción. Ya sea por los límites propios de las acciones colectivas —¿cómo hacer que un voto cuente entre millones?—, por frustración, hipocresía o simplemente porque se priorizan intereses y preferencias que algunos consideran incompatibles con la honestidad, no parece que los electores castiguen la corrupción.

El problema de la rendición de cuentas electoral sugiere que quien tenga suficiente voluntad y recursos —la academia, las ONG, los bancos multilaterales, los grupos empresarios que organizan infinitos e inútiles eventos de transparencia, compliance y otras yerbas— debería invertirlos no solo en denuncias y propuestas de reformas penales, sino en demostrar en términos comprensibles cómo se relacionan los costos ocultos de la corrupción con otras cuestiones públicas que el electorado prioriza, como el narcotráfico, la inseguridad, la economía o la calidad de la salud pública y la educación. Quienes lideran la agenda de lucha contra la corrupción en la política —la oposición, gobierne quien gobierne— también podrían ayudar a exhibir los costos ocultos que esta acarrea —pérdida de fondos del tesoro, distorsiones económicas y graves violaciones de derechos humanos—, en especial porque los organismos de control solo se ocupan de la persecución penal.

Lázaro Báez, emblema de la corrupción K, en la cárcel de Ezeiza (Foto: Infobae)
Lázaro Báez, emblema de la corrupción K, en la cárcel de Ezeiza (Foto: Infobae)

La rendición de cuentas también exige reformas serias del sistema penal dirigidas no a influir sobre jueces y fiscales obedientes, sino a garantizar su independencia, controlar su conducta en forma sistemática y sancionar su mala praxis. Además, la dirigencia política que dice estar comprometida con el control de la corrupción debe dejar de quejarse por la falta de castigo por parte del electorado y comenzar a trabajar seriamente en la larguísima lista de deudas que —como detallo más adelante— tiene con la sociedad hace décadas. Cuando adviertan la antigüedad de la lista, tal vez dejen de sorprenderse por los frustrados electores que "votan corruptos".

Más allá del castigo electoral, el análisis histórico muestra que, al menos desde el período de Menem, el trabajo de prevención y detección que no hicieron organismos de control fue hecho por la sociedad civil. ¿Quiénes detectan y denuncian la corrupción? ¿Los organismos de control? ¿Las comisiones bicamerales del Congreso? No, lo hacen el periodismo y la oposición. En cuanto a la prevención, si bien esta es una de las principales misiones de la OA, desde que se creó en 1999 no hizo prácticamente nada en esta materia. Los estudios sectoriales, la capacitación y los programas de divulgación estuvieron a cargo de las ONG, como la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), la Asociación por los Derechos Civiles (ADC), el Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (CIPCE) y Poder Ciudadano.

Para poner solo algunos ejemplos, estas organizaciones promovieron la sanción de una ley de acceso a la información, se unieron a un grupo de medios para publicar las declaraciones juradas patrimoniales de los funcionarios, divulgaron análisis presupuestarios, supervisaron procesos de compras públicas e iniciaron acciones legales para transparentar el proceso de designación del Defensor del Pueblo, así como monitorean en forma permanente el financiamiento electoral. Incluso hicieron el trabajo del Consejo de la Magistratura. Para determinar las causas de las demoras e ineficacia de las causas penales, en 2008, ACIJ y CIPCE iniciaron acciones legales solicitando acceso a los expedientes de corrupción de los tribunales penales federales, que en virtud del Código Procesal Penal son confidenciales y a los que solo pueden acceder quienes demuestren un interés legítimo. Gracias a ese trabajo tuvimos los primeros números sobre la impunidad de la corrupción en la Argentina.

¿Se podría hacer institucionalmente? Sí. El especialista Paul Lagunes hizo un experimento en 200 gobiernos locales de Perú. Le envió cartas a la mitad de ellos diciendo que determinadas obras públicas a su cargo eran controladas por una organización de la sociedad civil con el apoyo de la principal agencia anticorrupción del país —lo que no era cierto—‌. La tasa de ejecución de las obras fue la misma en los dos grupos, pero la del que recibió la carta fue un 51,39% más barata. ¿Conclusión? La mera creencia de que los ciudadanos controlan tiene efectos positivos. ¡Imagínense si controláramos de verdad! Estos mecanismos no existen en la Argentina; aunque, en 2003, Kirchner estableció un procedimiento participativo para la elaboración de normas administrativas —en el mismo decreto que reguló la participación para designar jueces de la Corte—, no es obligatorio y no se usa casi nunca.

Por último, la arqueología de la corrupción argentina muestra que, más allá del hiperpresidencialismo, la estructura del sector privado contribuyó de manera directa tanto a la inestabilidad política como al funcionamiento ininterrumpido de la máquina. La corrupción fue central para que los grupos de interés corporativos (militares, sindicatos y poderosos agentes económicos) obtuvieran un acceso privilegiado a las rentas públicas. Los esfuerzos destinados a debilitar el corporativismo —defensa de la competencia, democratización sindical, transparencia y supervisión de los usos privados de fondos públicos, etcétera— son, por lo tanto, tan vitales como las restricciones al hiperpresidencialismo. Informes recientes de organismos oficiales revelan que hay muchos sectores de la economía con empresas en posición dominante: aluminio, acero, petroquímicos, comunicaciones móviles, petróleo, leche y transporte. Más allá de estas áreas, quienes tengan capacidad de decidir sobre las reformas deberían atender especialmente a los servicios públicos privatizados, que gozan de monopolios u oligopolios legales, y a los proveedores y contratistas del Estado, que se alimentan de un mercado altamente concentrado y vulnerable.

Natalia Volosin, autora de “La máquina de la corrupción” (Foto: Alejandra López)
Natalia Volosin, autora de “La máquina de la corrupción” (Foto: Alejandra López)

Veinte reformas urgentes

¿Es posible cambiar el modo en que se aparean las gaviotas en la Argentina sin una reforma constitucional importante? La respuesta es sí. El análisis histórico revela que, desde un punto de vista preventivo, son muchas las debilidades institucionales que explican nuestra corrupción estructural. Ninguna política anticorrupción tendrá éxito sin resolverlas.

La conclusión respecto de las debilidades institucionales es que a treinta y seis años de la transición democrática y a veinticinco de la última reforma constitucional, la clase política todavía tiene las siguientes veinte deudas cruciales con la sociedad argentina en materia de control de la corrupción:

1. El Ejecutivo hace obras públicas con una norma de 1947, concesiones de obras públicas con una de 1967 y compras de bienes y servicios sin ninguna ley. La Argentina y Venezuela son los únicos países de toda América Latina y el Caribe que regulan sus compras de bienes y servicios por decreto. Como vimos, el 50% de los grandes casos de corrupción de los últimos treinta años se explica de manera directa por la precariedad del sistema de compras.

2. La Ley de Administración Financiera fue distorsionada para permitir excepciones que mantienen a muchas entidades que usan fondos públicos sin el debido control. La mala administración de las empresas estatales, los fondos fiduciarios y los subsidios, entre otros agujeros negros que explican muchos de los casos de corrupción que vimos, son una consecuencia de esta debilidad. El pobrísimo historial de la SIGEN, establecido en este régimen, es una parte esencial del problema. Que la esposa del ministro de Planificación de los Kirchner fuera la segunda al mando del organismo y que el último titular vaya a juicio oral por corrupción junto al ex vicepresidente son hechos que hablan por sí solos.

3. Nunca se dictó la ley de coparticipación impositiva que debió haberse aprobado en 1996, por lo que los fondos federales están sujetos a una enorme discrecionalidad que genera corrupción y extorsiones a las provincias.

4. Los fondos de la AFI (ex SIDE) siguen siendo completamente secretos, aunque todo el mundo sabe que se usan para acciones ilegales que incluyen hechos graves de violencia y corrupción vinculados a legisladores, jueces, fiscales y periodistas.

5. El jefe de Gabinete puede extender y reasignar el 7% del presupuesto nacional votado por el Congreso sin ningún otro control o limitación (superpoderes).

6. La AGN todavía funciona bajo la Ley de Administración Financiera de 1992 porque el Congreso nunca sancionó la nueva que ordenó dictar la reforma constitucional de 1994. Esto sucede a pesar de que el rol del organismo fue ampliado por la reforma y que la ley de 1992 es parcialmente incompatible con ella. Además, la AGN solo audita eventos pasados, y la comisión bicameral del Congreso a la que le presenta sus auditorías no hace nada con ellas.

7. La OA sigue sin tener autarquía funcional y presupuestaria, su titular todavía es nombrado y removido unilateralmente por el presidente y siempre se ha designado a políticos cercanos al partido de gobierno. En criollo, no es un organismo de control. Un modelo ideal debería concentrar los poderes de investigación penal en una PIA con suficientes garantías de independencia —que no tiene— y transformar la OA en un organismo autónomo, idealmente conducido por un órgano colegiado, a cargo de supervisar las declaraciones juradas de todos los poderes del Estado, controlar los conflictos de intereses, medir y divulgar el costo oculto de la corrupción y desarrollar estudios de riesgo microsectoriales.

Para Volosin, la Oficina Anticorrupción “sigue sin tener autarquía funcional y presupuestaria, su titular todavía es nombrado y removido unilateralmente por el presidente y siempre se ha designado a políticos cercanos al partido de gobierno”
Para Volosin, la Oficina Anticorrupción “sigue sin tener autarquía funcional y presupuestaria, su titular todavía es nombrado y removido unilateralmente por el presidente y siempre se ha designado a políticos cercanos al partido de gobierno”

8. La Comisión Nacional de Ética Pública nunca fue creada ni reemplazada por una entidad similar. Como consecuencia de esto, hay una marcada dispersión de los sistemas de declaraciones juradas que impide un control adecuado. Las declaraciones juradas de los jueces de la Corte Suprema, por ejemplo, todavía no son públicas, salvo por la de Horacio Rosatti. La reforma que eliminó la comisión también restringió el acceso a la información patrimonial relevante. Además, el sistema en su conjunto es excesivamente formalista: tiende a acumular información no vinculada a la realidad económica de los funcionarios —por caso, los bienes inmuebles se expresan en valor fiscal, no de mercado.

9. Las comisiones bicamerales del Congreso relevantes para las actividades de control de la corrupción son muñecos de torta, entes nominales que no hacen ningún trabajo de control real.

10. Desde 2009 que no se designa al Defensor del Pueblo, a pesar de que, en 2016, la Corte Suprema le ordenó al Congreso cumplir con su obligación constitucional. El organismo es dirigido por un empleado que, por ejemplo, no tiene legitimación procesal para iniciar acciones legales. El hecho de que Cambiemos y el peronismo (juntos) hayan intentado designar al Defensor evitando la participación ciudadana pinta de cuerpo entero a nuestra dirigencia. Como explico más adelante, la Defensoría podría ser central para promover reformas estructurales anticorrupción desde una perspectiva de derechos humanos.

11. Las agencias nominalmente independientes (Banco Central, ANSES, AFIP y los entes de servicios públicos) no están estructural ni funcionalmente aisladas del Ejecutivo.

12. El financiamiento electoral nunca estuvo bien regulado. La reforma de 2009 prohibió a las empresas privadas financiar campañas electorales, pero lo único que logró fue oscurecer los aportes mediante el uso de intermediarios (gerentes y empleados de empresas privadas).

13. Nunca se reguló la publicidad oficial. Se distribuye de manera discrecional, se abusa de ella en tiempos electorales y no está sometida a ninguna rendición de cuentas.

14. El nepotismo no se regula por ley sino, como vimos, por un un decreto muy débil limitado al Poder Ejecutivo.

15. El régimen de conflictos de intereses es incompatible con las más básicas prácticas internacionales.

16. No hay procedimientos de participación ciudadana obligatorios (elaboración participada de normas, elaboración participada de pliegos, testigos sociales, etcétera).

17. Los jueces y los fiscales no son sometidos a ningún mecanismo de supervisión sistemática. En 2016, el Consejo de la Magistratura ordenó por primera vez un informe de auditoría sobre los casos de corrupción de 1996 a 2016. ¿Habrá que esperar otros veinte años para que haga otra? ¿Cuándo va a publicarlo? ¿Va a usar los resultados para sancionar o remover a todos los cómplices de la corrupción o solo a los que "molestan" al gobierno de turno?

18. Aunque la jurisprudencia de la Corte Suprema sobre DNU y decretos delegados es clara, todos los gobiernos eluden al Congreso y amplían sus poderes discrecionales dictando normas evidentemente inconstitucionales.

19. Más allá de la reforma de la ley de defensa de la competencia, sectores del mercado tan importantes como el de medios —crucial para la deliberación democrática— fueron autorizados por casi todos los gobiernos a ampliar sus posiciones dominantes.

20. En su mayoría, los sindicatos siguen siendo organizaciones no democráticas administradas por líderes ricos y poderosos que gozan de una enorme discrecionalidad para administrar fondos públicos y privados.

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