El miércoles pasado merecería quedar marcado en la turbulenta historia financiera argentina: ese día se produjo la mayor intervención del Banco Central en quince años, desde la salida de la convertibilidad. En pocas horas, el Estado argentino se deshizo de 1.400 millones de dólares para mantener estable el precio del dólar. Durante los años del kirchnerismo, cada vez que se producía una corrida contra el peso, que de eso se trata el tema, el Gobierno lo explicaba como producto de una conspiración golpista en su contra. La oposición de entonces, que hoy se nuclea alrededor de Mauricio Macri, disentía: una corrida contra el peso, sostenían, se produce cuando la moneda, el plan económico o el gobierno, no generan suficiente confianza. ¿Será el caso?
La palabra "confianza" está relacionada además con otro frente de tormenta que atraviesa al Gobierno en estos días, que es el del consenso social. Dos días antes de la corrida contra el peso, la Universidad Di Tella, de donde surge una porción muy importante de los cuadros técnicos de Cambiemos, difundió el último Índice de Confianza en el Gobierno: es el peor de la era Macri. Desde los dulces días de octubre del año pasado, un tercio de los argentinos perdió su confianza en el Gobierno.
El goteo ha sido constante. Hubo caídas verticales en diciembre y enero, luego la confianza se estabilizó durante dos meses, y ahora volvió a caer fuerte. No se trata del episodio aislado de un mes sino de una pérdida de credibilidad sostenida durante casi un semestre completo. El Índice de Confianza del Consumidor refleja un proceso aun más preocupante: se acerca peligrosamente a los pisos históricos del kirchnerismo que ocurrieron en el 2009, luego de la crisis de Lehman Brothers, y en 2014, tras la abrupta devaluación.
En la misma semana, además, el Gobierno sufrió una derrota parlamentaria, cuando la oposición consiguió finalmente el quórum para discutir el nuevo esquema tarifario. Por una mera cuestión reglamentaria, no fue aprobado ninguno de los proyectos que intentaban atenuar los aumentos o directamente eliminarlos. Pero, por segunda vez desde el 2015, la mayoría de los Diputados se expresaron en contra del Gobierno.
Esa derrota obedece a las dificultades que tiene hoy el oficialismo en la relación con cuatro sectores políticos que supieron ser aliados, o aún lo son. El primero de ellos lo integran los gobernadores peronistas. Sin el conflicto con ellos, ese quórum hubiera sido una quimera. El segundo aliado herido es el radicalismo. En el Gobierno comparan en estos días al radical mendocino Alfredo Cornejo con el radical mendocino Julio Cobos, como si anidara el gen de la traición en la confluencia entre ese sector político y esa provincia cuyana. Esos chistes pueden causar gracia pero también dinamitar una relación necesaria.
El tercer sector en conflicto con el Gobierno lo lidera el ex embajador en Washington, de este mismo Gobierno, Martín Lousteau. Hasta el día de hoy, Lousteau no entiende los sucesivos destratos que atribuye a Marcos Peña y la incomprensión de la Casa Rosada hacia sus posturas independientes.
Finalmente, la crisis en diputados se explica por el desánimo de los principales cuadros del Gobierno en ese recinto, encabezados por Emilio Monzó, el renunciante presidente de la Cámara de Diputados, una personalidad que fue clave para forjar acuerdos que terminaron en la aprobación de leyes imprescindibles o en el freno a diversas conspiraciones opositoras.
En algunas de esas rencillas, el Gobierno puede exhibir argumentos a su favor. Pero cuando se producen todas juntas, finalmente, se transforman en un problema.
A esas crisis simultáneas en varias áreas –en el consenso social, en el mercado financiero y en la relación con el sistema político– les falta un dato que alimentará el clima: los técnicos del Gobierno que monitorean la inflación ya saben que el número de abril, como mínimo, igualará el altísimo nivel de marzo.
El relato oficial sostiene que este gobierno ha logrado bajar la inflación porque en 2017 fue mucho menor que en 2016 y en 2018 "va a ser" aún menor. Lo cierto es que, si se toma el primer cuatrimestre del año, todos los números dan por encima de la inflación promedio del kirchnerismo: si se lo anualiza o si se miden los últimos doce meses. Puede ser que lo mejor esté por venir, pero resulta audaz estar seguros de que ello vaya a suceder.
Este panorama podría ser terminal para un gobierno sueco, pero en la Argentina forma parte de un fenómeno recurrente: es un país inestable que está acostumbrado a convivir con desafíos de este tipo. Mauricio Macri es, además, un presidente resiliente. Ha sobrevivido a derrotas y desafíos serios desde el mismo momento que tomó la presidencia de Boca: sabe que la marea sube y luego baja y que convivir con eso es parte del oficio. Y, sobre cada punto, los ministros del oficialismo tienen una respuesta.
La corrida contra el peso se explica por la confluencia de la suba del precio de los bonos del tesoro norteamericano –que ha afectado a todos los países del continente– con la entrada en vigencia del impuesto a la renta financiera local, que produjo la huida de las Lebacs al dólar. Eso, dicen, es ruido en el corto plazo pero las aguas se aquietarán en breve. Hasta entonces, el Banco Central tiene muchas reservas de respaldo. ¿Sabrá utilizarlas el golpeado Federico Sturzenegger, cuando hacerlo es algo tan alejado de sus convicciones? Dentro de algunas semanas, auguran que el problema será el contrario: cómo sostener el tipo de cambio en los niveles actuales.
La desconfianza en los mercados se aquietará en pocos meses, cuando la inflación baje, ya despojada de la presión alcista producto de los movimientos del tipo de cambio y los aumentos de tarifas. Mes a mes, pronostican, se desinflará la ansiedad y la vida volverá a la normalidad: mientras tanto, el suave crecimiento de la economía resucitará un optimismo moderado.
Las rencillas con los gobernadores peronistas seguirán la dinámica de la batalla electoral del 2019, o sea, es un hecho normal de la democracia, que será disipado luego de la reelección presidencial. Y la marcha de la economía el año próximo, con mucha menor presión inflacionaria y una fuerte inversión en la obra pública hará olvidar la tempestad de estos días.
Como dicen todo el tiempo: lo peor ya pasó. Es cuestión de tiempo para que los mercados y la sociedad lo perciban.
¿Podrían decir otra cosa que eso que dicen?
No.
¿Tienen razón?
Vaya uno a saber.
Ante cualquier escéptico, la conducción del Gobierno podrá argumentar que supieron leer la realidad mejor que cualquiera decenas de veces: en 2015 cuando descartaron una alianza con Sergio Massa, en 2011 cuando Macri se negó a presentarse como candidato, o en estos años de Gobierno, cuando, pese a un fuerte plan de ajuste fiscal, lograron mantener un amplio consenso social y aumentar el caudal electoral, nada menos que en una elección de medio término, derrotando sin sus mejores candidatos a la líder más popular de la oposición.
Al fin y al cabo, estos números son peores que los de mediados del 2017, justo antes de las PASO, pero no tan peores.
Todo eso es tan cierto como que pifiaron una y otra vez en los cálculos de crecimiento, de inflación, en la forma que implementaron los primeros aumentos de tarifas y en la política energética, que le impuso costos altísimos a la población sin lograr mejorar la producción, aún estancada pese a los pequeños logros que Macri anunció esta semana.
Nadie sabe cómo será el futuro.
Y, en medio de la tormenta, la prioridad es salir de ella lo más rápido posible.
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