La agenda de la igualdad de género hace rato había llegado a las escalinatas del Congreso: la multitudinaria marcha del jueves ratificó su vitalidad y persistencia, más allá incluso del carácter cerrado, sectario, que irradió el escenario. El sentido de la oportunidad del Gobierno -o el oportunismo, si se prefiere la carga peyorativa- abrió las puertas al debate de una parte significativa de ese temario.
Los motivos de la inesperada decisión presidencial tienen asegurada su propia discusión, razonable o mezquina, pero no parece discutible el efecto práctico de la movida política: termina de darle al reclamo categoría de agenda posible. Viene ahora el capítulo de los legisladores.
Mauricio Macri decidió abrir la puerta al debate sobre despenalización del aborto. Y sumó el impulso a proyectos orientados a la paridad de género. En ninguno de estos casos –y en rigor, con cualquier otro proyecto más allá de su naturaleza-, el oficialismo tiene número suficiente para imponer sus iniciativas. Necesita de acuerdos, en algunos rubros muy trabajosos. Pero la irrupción de este "nuevo" temario plantea una dinámica diferente, también para la llamada transversalidad.
La cuestión de la interrupción legal del embarazo expresa una transversalidad que en rigor divide a la mayoría de los bloques: no enhebra acuerdos entre bancadas, oficialistas y opositoras, sino que agrupa de un lado y otro a legisladores de diversas fuerzas. El proyecto presentado esta semana, con 71 firmas, atraviesa a los bloques, los fisura o divide no en un sentido irreversible pero sí frente a este desafío. Es el anticipo de un debate con pronóstico aún incierto.
Libertad de conciencia
La decisión de funcionar con libertad de conciencia, generalizada entre todas las fuerzas legislativas con excepción de la pequeña expresión de izquierda, surgió de entrada, naturalmente. Se trata primero de discutir y después de votar. Son pasos de rigor, pero esta vez más determinantes en el plano personal, donde juegan convicciones muy íntimas.
En cambio, para el resto de los temas, las posiciones se definen como bloques, en cada uno de ellos según el grado de debate interno que se permitan. Influyen, por supuesto, la condición de oficialistas y el papel de opositores, pero también la platea, el público imaginario, el ruido real o atribuido a la sociedad. Al menos algunas veces, ese intento de sintonía social puede generar una transversalidad también política.
Vale el ejemplo a la vista de los proyectos sobre igualdad de género anunciados por Macri y algunos que ya transitan en el Congreso. En el listado se destacan la paridad de género en materia salarial, y la extensión de licencias desde los casos de víctimas de violencia hasta las demandadas por trámites de adopción, además de la ampliación de la licencia por paternidad.
Habrá seguramente discusiones sobre la letra específica de cada iniciativa, pero difícilmente divisoria de aguas sobre los temas: tienen motor propio dentro de cada bloque y son, aún en medio de los cálculos de ganancias políticas individuales, demandas generalizadas que pueden favorecer los acuerdos para el tratamiento en el recinto.
Búsqueda de consensos
La transversalidad, en estas cuestiones, hace al olfato político y a convicciones compartidas por núcleos importantes dentro de cada bancada.
No se trata de acuerdos a veces forzados por necesidades de gobernabilidad o alineamientos partidarios, que bajan sino como mandato al menos como compromiso en cada fuerza legislativa.
Por supuesto, la actividad del Congreso no parece limitada a los puntos referidos. Y la necesidad de acuerdos involucra todas las materias. Con menos trascendencia pública, el oficialismo empezó a tantear y conversar con la oposición, en especial con el peronismo, los proyectos que podrían tener camino allanado al debate.
No aparecen muchos proyectos que rocen la economía: tal vez el referido a mercados de capitales, el desmembrado mega DNU sobre "desburocratización" del Estado y el blanqueo laboral.
Existe sí, según dejan trascender en el Congreso, buena predisposición para tratar los esperados y gravitantes proyectos sobre reformas del Código Penal y del Código Procesal Penal. Menos claridad asoma para la demorada propuesta de extinción de dominio, que habilita la recuperación de bienes en casos de corrupción estatal, y la también postergada reforma electoral, con algunas coincidencias sobre la boleta única y trabas acerca del voto electrónico.
De todos modos, y a pesar de la trascendencia de esos asuntos, que no es poca más allá de la percepción social, el Congreso está movilizado en estas horas por el "nuevo" temario.
La despenalización del aborto ya ha convocado a cuatro comisiones y posiblemente hacia fines de este mes empezará a tomar cuerpo el debate. Las iniciativas anunciadas por Macri el jueves, y otras similares que circulan o duermen desde hace tiempo, seguramente ganarán espacio sin muchas demoras.
Demandas de la sociedad
Ahora bien, más indescifrable es el impacto de la discusión sobre las motivaciones del oficialismo para motorizar esta agenda. Asoma, antes que nada, una lectura elemental: es difícil imponer un debate descolgado de la realidad y a la vez con garantías de alta repercusión social, es decir, que imponga agenda pública. Más bien, al contrario, lo que puede discutirse es la habilidad y velocidad para encauzar algunas demandas extendidas en la sociedad.
Pero también con ese presupuesto, parece hasta infantil analizar todo como fruto del puro oportunismo presidencial y sin considerar las limitaciones prácticas del oficialismo. Resulta pobre la denuncia de una "cortina de humo" para disimular arideces de la economía. Es insuficiente, aún dando como bueno el argumento, para proyectar sus posibles resultados.
El oficialismo, se ha dicho, carece de mayoría para imponer proyectos en el Congreso y tiene problemas serios para frenar acciones opositoras unificadas: el desarmado de la reforma laboral y, más reciente, el desglose del mega DNU traducen en la práctica esas limitaciones.
En cambio, frente a casos como los planteados ahora, algunos muy sensibles, la transversalidad puede allanar el camino de los consensos. Pero no existe garantía plena, y menos automática. Demanda trabajo, negociaciones, aún en mejores condiciones que otros acuerdos.
A contrapelo, asoma el riesgo de extremar posiciones en el debate. El sectarismo, con su expresión discursiva y práctica –capaz de arrastrar los proyectos al fracaso en nombre de una presunta superioridad y pureza ideológicas-, emite señales siempre inquietantes, cuando no tóxicas.
Algo de eso se vio el jueves frente al Congreso, en el escenario antes que en la calle. Algo, en sentido inverso, expuso algún obispo con eco en otros cruzados. La conspiración de los fanáticos suele actuar de hecho, no necesita planificaciones.
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